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Escalona - Toledo

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España > Toledo > Escalona
28-06-10 23:26 #5638345
Por:C0RRELINDES

escalofrios y relatos de verano
¡La había amado locamente!

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorvido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cogijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
Amó, fue amada, y murió.
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie ciuda, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
Amó, fue amada, y murió.
ahora leí:
Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.



Buenas noches.
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29-06-10 23:07 #5643823 -> 5638345
Por:C0RRELINDES

RE: escalofrios y relatos de verano
almohadón de plumas.

Algunas veces las causas de los problemas se encuentran donde uno menos se lo imagina... Pueden estar bajo las narices o tal vez un poco más cerca.Espero que os guste.....¿Buenas noches?


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Puntos:
30-06-10 23:40 #5650434 -> 5643823
Por:C0RRELINDES

RE: escalofrios y relatos de verano
Escuela de Verano

Un calor sofocante dificultaba la respiración en cualquier rincón del gimnasio que acababan de abrir hacía apenas dos semanas. La inauguración se había celebrado por todo lo alto y el lugar se había llenado durante toda la tarde de jóvenes con complejo de Adonis y chicas cuya idea de bajar peso consistía en pasarse tres horas
haciendo duro ejercicio y otras tres horas picando patatas fritas,sentadas en el sofá y cultivando su mente con los programas del corazón.

No obstante el local no había tenido mucho éxito durante los días siguientes y los clientes escaseaban como el agua en el desierto. Después de todo, no había sido tan buena idea montar un gimnasio en un pueblucho de mala muerte... Los jóvenes estaban demasiado ocupados destruyendo su vida a base de drogas, los adultos no perdían el
tiempo haciendo ejercicio y la gente mayor… la gente mayor bastante tenía con aguantar el peso de los años...

Él era uno de ellos. Los años lo habían maltratado y notaba que sus músculos se atrofiaban cada día más. Ahora no era más que un anciano, con el pelo cano y la piel arrugada… Así era como le veía todo el mundo y así se sentía él, viejo. No obstante se sentía orgulloso de haber dedicado toda su vida al deporte, al ejercicio y a la enseñanza.
Se consideraba un buen maestro. Siempre había intentado ayudar a los jóvenes a seguir por el camino correcto y siempre, de una manera u otra, lo había conseguido.

Educación física y educación moral. Para él todo iba unido. Echaba de menos aquellos tiempos.
Salió por la puerta al exterior tras comprobar una vez más que todo estaba vacío y se sobrecogió al ver que la noche estaba tan avanzada. Sacó las llaves de su bolsillo maldiciendo su pulso y quejándose de lo lento y patoso que se había vuelto con la edad… ¡Ni pensar que en el colegio era el más rápido y hábil!
Le dio las buenas noches a Tomy, el hijo de doña Carmen. Al principio se había mostrado reacio al contratar al joven, pero pronto había descubierto que era educado y fuerte. Siempre se quedaba con él para ayudarle a dejarlo todo como nuevo para el día siguiente y a cerrar. Además, en sus pocas conversaciones Tomy le había confesado su
afición al deporte, y eso a él le gustaba.
Cuando ya estuvo solo, miró al cielo y dio las gracias por haber vivido un día más.

Billy y Mónica esperaron a que el viejo loco desapareciera de allí. Ya estaban un poco hartos de esperar en aquel cutre banco de madera a que el viejo se diera el piro.
Billy le dio una última calada al tercer porro de la noche y le tiró el humo a la cara a Mónica, que sonrió. Luego tiró la colilla al suelo y se levantó. -No se si esto es buena idea.- Dijo la joven. Parecía que tanta hierba le había quitado las ganas de colarse dentro del gimnasio para echar un polvo. Le había confesado a su nuevo rollete que le daría morbo hacerlo las duchas del gimnasio y pronto ese se había convertido en el plan de la noche.
Tiró la botella de vodka al suelo y observó como los cristales se separaban entre ellos provocando el ruido molesto que emiten los cristales al romperse. Un escalofrío repentino le recorrió el cuerpo…
Billy no tardó en apañárselas en colarse por una ventanita que el viejo se había dejado abierta. Cuando estuvo dentro ayudó a la joven a entrar. Ambos se fijaron que se encontraban en una zona amplia llena de máquinas con pesas y cintas de correr. Apenas se veía nada y el calor era demasiado sofocante.
Aquel ambiente le recordó al chico la bronca que había tenido con el viejo dos noches atrás, en la misma puerta de entrada al gimnasio. Él solo se estaba divirtiendo bebiendo y fumando con sus amigos cuando apareció el anciano, demente, cerrando la puerta del local. Uno de sus amigos le retó a lanzarle una botella vacía al viejo y él aceptó el reto. Directa a un costado. Todos le rieron la gracia cuando vieron que el viejo se acercaba a ellos, quejándose del dolor entre dientes.
No recordaba exactamente las palabras de aquel cascarrabias. Aquella noche estaba demasiado borracho. Pero le sonaba algo sobre el respeto, los valores, la superación de espíritu y estupideces por el estilo… A cambio del aburrido discurso, los chicos le regalaron al viejo escupitajos e insultos… Fue genial ver la cara desencajada y
de impotencia de aquella escoria.

Mónica le toco el brazo y el volvió en sí. Se quitó esa imagen de la cabeza y las substituyó por otras más lascivas… Se imaginó a la chica que tenía al lado desnuda y haciéndoselo y eso le puso como una moto. Tenía que encontrar las duchas antes de que el calentón fuera a más o no daría la talla.
No tardaron en encontrarlas. Enseguida localizaron el interruptor de la luz y la encendieron. Ambos se sonrieron y se empezaron a besar, primero tímidamente y luego con más pasión. Los besos condujeron a las caricias… Ambos notaban la adrenalina en sus gargantas y el corazón bombear a toda máquina. J0der, aquello era la 0stia.
Bum bum, bum bum, bum bum… y luego un ruido seco.
Pararon de golpe y se miraron, en silencio, conteniendo el aliento. Hacía más calor que antes… ambos notaban como el sudor resbalaba por sus respectivos cuerpos. Unos segundos de silencio y luego más besos y caricias. Los corazones volvieron a latir, más fuerte que antes… Habrían jurado que más allá de sus gemidos de excitación podían escuchar unos latidos rítmicos, como pasos pesados atravesando los pasillos del gimnasio…
-¿Has oído eso?- dijo la chica mientras su acompañante le besaba el cuello...
-No, debes habértelo imaginado. ¿Quieres estar por la labor?
No pasaron mucho tiempo más así. Él se apartó de ella, cerró la puerta de los vestuarios y le indicó a su amiga que se diera la vuelta. Ella obedeció y él aprovechó para dejar al descubierto su torso y abrir el grifo. El agua fría empezó a caer encima de su esbelto cuerpo, mojándole por completo. Cerró los ojos e intentó imaginarse así
mismo con una de sus otras amigas… ¿Mónica sería tan buena como las otras?
Las manos delicadas de su amiga acariciaron por detrás los pectorales del joven. Sus labios cremosos besaban su cuello, erizando cada pelo de su cuerpo. Sonriendo, el chico abrió los ojos y giró su cabeza para encontrarse con la excitante mirada de su amiga. Seguro que era mejor.
Ambos volvían a besarse cuando la luz empezó a parpadear. Bruscamente se
separaron el uno del otro e instintivamente miraron hacia la puerta cerrada. “Menuda chapuza de gimnasio” se repetía el chico sin ser capaz de moverse del sitio.
-Deberíamos salir de aquí, ya no me parece tan buena idea habernos colado
así…-Dijo la chica con un ligero tono de miedo.
-No te preocupes, estamos solos.
Billy abrió los brazos esperando a que su nueva chica se lanzara hacia ellos en busca de protección, pero ella no lo hizo. Cabreado, maldijo el lugar y se dio por vencido. Sabía que no iba a salir bien.
Agarró el grifo con un sabor amargo en la boca y giró la muñeca para cortar el agua, ya no tenía gracia mojarse. Pero el agua no se cortó. Por el contrario, uno a uno, los grifos continuos empezaron a despedir chorros ardientes que al impactar contra la porcelana llenaban la habitación con unos chasquidos infernales. La voz de miles de
gotas enfadadas que al caer les gritaban a los chicos que se largaran de allí…
Y ellos lo entendieron. Salieron corriendo del recinto de las duchas, que no paraban de despedir agua. El molesto sonido penetraba en sus oídos y les martilleaba por dentro. Con paso ligero se dirigieron a la única puerta de la habitación, que por suerte todavía estaba cerrada. O por desgracia.
-¡Mierda! ¡Está atascada!
Mientras el muchacho luchaba y aporreaba inútilmente la puerta, se percató que la chica no estaba a su lado.
Uno a uno, los fluorescentes de la sala empezaron a apagarse, en fila, emitiendo un sonido sordo. Sólo uno quedó encendido al final del vestuario, parpadeando, tal vez luchando por sobrevivir…
Un grito ahogado…
-¿Mónica?
No hubo respuesta.
Poco a poco, sus piernas le condujeron al centro de la habitación. Por un momento le dio la sensación de que aquel sitio era más grande que hacía unos minutos y que él era más pequeño que nunca. Y de pronto tuvo la necesidad de verse a sí mismo. Su mirada buscó los espejos.
Allí estaban, imponentes, expectantes, empañados y… ¿Sangre?
Docenas de gotas de sangre manchaban los cristales, algunas solitarias y otras alrededor de lo que parecían unas letras mayúsculas… Pero ilegibles.

Entornó los ojos para ver mejor e instintivamente fue a tocar aquella substancia, pero solo notó el tacto frío y liso del cristal.
No tardó en comprenderlo. Dio media vuelta y se encontró con el horror. Sangre fresca resbalando por las blancas paredes de los vestuarios… Sangre que antes no estaba
ahí….
-¡Mónica! ¡Mónica!- La buscó sin moverse con la esperanza de encontrarla bajo el foco de luz del final del vestuario, sonriendo, diciéndole que aquello no era más que una broma y que podían salir de allí. Pero no la encontró. De repente se apagó la última luz.
Todo quedó completamente sumido en una oscuridad asfixiante. En medio de la nada, la figura se quedó paralizada. El hedor del vapor, la sangre y el sudor frío empezaba a ser irrespirable.
Y el agua desapareció. Todo hubiera quedado en silencio de no haber sido por los ensordecedores latidos de su corazón. ¿O no eran latidos?

Un paso resonó por todo
el vestuario. Luego otro y luego otro. Pum pum, pum pum, toc toc, toc toc. Latidos o pasos componiendo una tétrica melodía que aturdía los oídos del joven que, en tensión, empezaba a sentirse más solo de lo que tal vez estaba.
-¿Quién anda ahí? ¿Mónica?- Preguntó Billy no muy seguro de poder controlar la situación.
Otra vez toc toc toc, cada vez más cerca…Más nervios, más tensión, más
miedo…Y de golpe nada. Un silencio de dos segundos eternos. El sudor le goteaba por la nuca, las axilas… El silencio absoluto…
Inmediatamente algo acarició pecho de Billy… Notó que algo le resbalaba por encima e inmediatamente se tocó con una mano. Luego frotó los dedos. Tal vez por el sudor o tal vez por los nervios, notó que aquello era demasiado viscoso, demasiado espeso.... Volvió a tocarse con las dos manos, esta vez nervioso, esta vez asustado.
Tanteó en la oscuridad pero su cuerpo no quiso ir más allá. No pudo dar un paso, estaba paralizado. Su cerebro estaba demasiado ocupado intentando comprender la situación. Sus sentidos trabajaban duramente para poder adaptarse a la oscuridad, parapoder identificar lo que oía, lo que olía…para sentir…
Y por fin sintió. Del cuello al abdomen, un frío metálico erizó el bello de su espalda. Luego le ardió la carne… Aquel líquido espeso volvió a acariciar su cuerpo, pero esta vez manaba desde el interior.
Del ardor al dolor. Un dolor atroz que recorría cada nervio de su cuerpo, un dolor que llegaba a las puntas de sus dedos y volvía al abdomen, un dolor que no desapareció ni cuando colocó sus manos en su estómago, apretándolo fuertemente.
A sus pies empezó a caer algo largo, carnoso, espumoso, desagradable…No
tardó mucho en descubrir que procedía, al igual que el líquido, de su interior. Sus piernas empezaron a temblar, su boca se llenó del sabor de la sangre mezclada con bilis, sus ojos de lágrimas.
Agonizando y luchando contra su fin, alzó la mirada y se encontró al fin con la sonrisa de su amiga, llena de ternura y odio a la vez. En su mano derecha empuñaba la
muerte.
-¿Por… Por qué…?
Ella le escupió en la cara y se lo quedó mirando fijamente a los ojos, sin parpadear.
Y allí, en aquel preciso momento, encontró la respuesta a su pregunta en los verdes ojos de la chica, al distinguir en ellos la mirada desencajada e impotente de un hombre mayor. La misma que había visto hacía dos días…
- Mala suerte Billy, mi abuelo te lo avisó… - Sonriendo, la chica dio media vuelta para dirigirse hacia la puerta, pero justo antes de salir volvió a girarse hacia donde se encontraba su primera víctima. – ¿Sabes? Tu amigo Charlie es muy majo,
¡justo antes de quedar contigo me ha llamado para pedirme que vaya con él a la vieja fábrica del señor Peter a montárnoslo! Creo que nos lo vamos a pasar en grande… ¿Fue él quien tuvo la idea de la botella, verdad?
Dándole la espalda de nuevo, la chica salió de los vestuarios y cerró la puertapoco, muriéndose por fuera, dejando al chico desangrándose poco a lentamente, sólo y con un único pensamiento en su mente.
Había aprendido la lección, pero por desgracia para él, ya era demasiado tarde.

Buenas noches.
Puntos:
01-07-10 23:16 #5658418 -> 5650434
Por:pelemeese

RE: escalofrios y relatos de verano
Los que se van de rositas, lo que se pierden.

Vivimos en un planeta del que sólo unos pocos privilegiados pueden escapar y además por corto espacio de tiempo: los astronautas y algunos turistas adinerados y sin escrúpulos.
A pesar de ello, casi todo el mundo se quiere escapar, se quiere ir; unos se quieren ir de vacaciones, otros se van de fin de semana, muchos se quieren ir de juerga, está de moda irse de cena, de rebajas, a la playa al monte, al fútbol, otros van de pijos, a la ultima o fashion cool, muchísimos se van a tomar por c-lo, pero la mayoría quieren irse de rositas de este mundo, allá ellos.

En toda mi vida sólo en dos ocasiones me he sentido en paz conmigo mismo y con el cosmos. Sólamente dos veces he sentido felicidad plena, sentir que todo es perfecto, que mi cabeza y mi cuerpo viajan por el espacio y por el tiempo a gran velocidad, que todo es uno, y que uno no es nada sin el resto, que las estrellas alineadas perfectamente con el horizonte y la luna llena, forman una unidad de fuerza descomunal, incomprensible e imprevisible, pero de la que nosotros también formamos parte.

La primera vez me sucedió en Gaztelu, un pueblecito de 120 habitantes muy cerca de Tolosa, en el País Vasco y la pura casualidad, sólo el azar nos llevó a Iriarte, un pequeño y familiar agroturismo en un pueblo al que llegamos creyendo que no había nada que hacer, aunque eso fue precisamente lo que nos llevó allí.


Al entrar en el pueblo vimos que en la plaza ya estaba preparada la hoguera de San Juan. Nosotros alicantinos de mundo creíamos ingenuamente que éramos los únicos que sabíamos responder con dignidad al solsticio de verano.

Nos instalamos en Iriarte con comodidad, cariño y amabilidad. Mientras los niños descubrían un nuevo paraíso, y mi mujer deshacía un enorme equipaje, yo me dediqué a hacer limpieza del maletero de coche. Metí en una gran bolsa de papel, una raqueta de tenis rota y casi sin cuerdas, una caja de madera de las de fruta deshecha, unos cuantos periódicos viejos, algunas revistas, dos archivadores llenos de informes económicos que ya no necesitaría, una trona de madera que había hecho ya su último viaje, y alguna cosa más que no recuerdo.

Después de cenar, decidimos ir a ver el fuego de San Juan. Mi mujer me animó a que quemáramos algo nuestro, algo viejo, y me acordé de la bolsa que había hecho con la basura del coche. Fuimos andando hasta la plaza, en un atardecer sereno aunque algo nublado, cantando, bailando y riendo las novedades que encontrabamos en cada esquina.

Los jóvenes del pueblo encendieron una gran hoguera y empezaron a saltarla; se mojaban la cara y el pelo para no quemarse. Yo cogí la bolsa de basura, la eché al fuego y comenzó a arder violentamente. Me acerqué a mi mujer y mis dos hijos y juntos y agarrados nos sentimos felices y contentos, como nuevos.
En ese instante me acordé que camino a la plaza había metido en la bolsa de basura, la cartera con el DNI, tarjetas bancarias y médicas, dinero, etc, también la videocámara, las llaves del coche y el móvil, que no me cabían en los bolsillos.

Y todo ardía, y todo ardió.

No me alteré. Lo sucedido lo sentí como inevitable, sin vuelta atrás, sin remedio, comprendiendo enseguida que un cabreo no me solucionaría nada. Ante la calamidad y el desastre reaccioné como el hombre practico que soy, heredero de nostalgias y penas, ferviente lector de Dostoievski, enfin, un gran cataclismo urbano en un entorno lujuriosamente rural.

Y me sucedió a la noche, los niños dormidos, mi mujer descargando adrenalina con la DS y yo sentado en el porche y contemplando un cielo que de repente se llenó de estrellas. Un luminoso espectáculo que hacía más de veinte años que no había disfrutado. Y me sentí uno con el cosmos, sin carnet de identificación, sin llaves ni dinero que utilizar, sin ataduras.

La vuelta a casa fue de traca. Mil gestiones para recuperar documentos. No obstante me he prometido a mí mismo que al menos una vez más en la vida volveré a Gaztelu, para agradecer lo que una fogata inesperadamente provocó.

La segunda vez que tuve esas sensaciones, fue en una situación más mundana. Bajo el agua, en una piscina que tenía más cloro que agua, llena de alemanes borrachos, y bajo el agua mientras buceaba ví una borrosa fideuá de pescado, que me esperaba; me sentí un astronauta sin peso, sin gravedad, al que le esperaba un festín de comida y una fresca botella de rosado de aguja de La Estacada.

La felicidad plena, aparece siempre inesperadamente, no saben lo que se pierden todos los que se van de rositas.


un saludo en paz conmigo mismo y con vuestro espiritu
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