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El Carpio de Tajo - Toledo

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España > Toledo > El Carpio de Tajo
23-04-12 16:24 #9965827
Por:kalmaera

Versos EL ILUSTRE PAISANO


Las primeras palabras que escuchó Roberto después de despertarse del azaroso sueño que le había producido el ruido machacón de los motores del avión, agravado por las muchas horas sin apenas moverse, fueron…”en breves momentos aterrizaremos en el
aeropuerto internacional Benito Juárez, de la ciudad de México”….
México mágico, tierra con la que había soñado no pocas veces y ahora estaba sobre él, a la espera de poner sus pies en esta tierra tan deseada.
Desde hacía muchos años, había sentido una especial atracción hacia este país merced a sus canciones, que le encantaban y se sabía de pe a pa las que había puesto de moda Jorge Negrete, luego secundado por Pedro Infante y raro era el día en que no tararease alguna.
Presentemos, a modo de introducción, a Roberto Fernández, nacido en un pueblo de la provincia de Toledo, en la ribera del Tajo, llamado El Carpio de Tajo, tomando el apellido de su proximidad, hacía 30 años de esta historia y que había decidido hacer un viaje al país azteca. Lo hacía impelido por algo que no acertaba a comprender y que a sí mismo se justificaba con el gozo que le producían sus canciones, pero eso nos parece poco para tomar una decisión tan sorprendente, aunque había también dos razones de peso que contribuían a que el viaje tuviese lugar.
Roberto había perdido a su esposa, Mercedes y su hijita, Margarita, de un añito en un terrible accidente de tráfico, que tuvo lugar en la carretera que une Talavera de la Reina y Toledo, pasando por su pueblo, a la altura de Cebolla y este golpe le había dejado completamente roto durante una temporada muy larga, sufriendo en silencio su infortunio. El alejarse del escenario de la catástrofe, pues la distancia entre Cebolla y El Carpio de Tajo era mínima, le supondría un efecto balsámico sobre su ánimo.
No menos importante era la segunda razón, que no era otra que el haber tenido la suerte de acertar una quiniela de fútbol en solitario, lo que le reportó una cantidad inconmensurable para las cantidades que se manejan en el pueblo, pudiéndola cifrar en muchos millones de pesetas, suficientes para hacer no sólo este proyectado viaje, sino para vivir después con holgura el resto de su vida, a poco que sepa cuidar su peculio.
Se posó el avión en tierra con suavidad, que hizo aplaudir con entusiasmo y espontáneamente a los desconfiados pasajeros, tras lo cual y una vez detenido y colocado en el lugar elegido, se dispusieron a bajar del mismo, estirando las piernas tanto tiempo agarrotadas, para tomar uno de los buses que les permitirían arribar a las dependencias de aduanas. Después, recoger sus maletas, enseñárselas, abiertas, a la demanda del aduanero que les correspondiese y caminar con ellas hacia la puerta de salida, llena de gente que flanqueaba el pasillo que se hacían los viajeros al caminar hasta la terminación del recinto aeroportuario, donde tenían que coger un taxi o vehículo familiar que les llevase a la ciudad.
En la puerta de salida de la aduana, Roberto vio un cartel donde campaba su nombre, Roberto Fernández, y hacia él se dirigió, saludando al hombre que lo portaba, que le correspondió al saludo muy efusivamente, con una sonrisa amplia y acogedora, fruto de los años que llevaba haciendo lo mismo. Era el recepcionista de la agencia que se había encargado de la reserva del hotel, los traslados y las visitas que por la ciudad y aledaños haría después, durante la semana que había contratado de estancia en la capital.
Cargada la maleta y bolso de mano en el maletero, el coche, un chevrolet americano, grande y cómodo, partió hacia el centro de la ciudad, guiado por Atanasio, el chofer, recepcionista y guía, todo en una pieza, un tipo chaparrito (así se nombraba él, como equivalente de bajito) y dicharachero, con cara medio oriental y ojos pequeños y penetrantes. Pasaron por barrios de casas bajas y de colores muy chillones en sus fachadas que le llamaron la atención a Roberto, pero lo que más le llamó la atención fue el enorme ruido de la gente que gritaba como vendiendo mercancías de las que les costaba desprenderse, por la insistencia en vocearlas , mezclándose este ruido con el de las bocinas de los coches, que parecía las usaba simplemente por costumbre y sin necesidad. También le llamó la atención el olor tan penetrante como el de una barbacoa gigante, donde se mezclase carne con cuanto producto de huerta se pudiese uno imaginar, incluyendo especias y en el conjunto predominaba la cebolla y el pimiento picante, siendo el humo el vehículo transmisor.
También le extrañó ver tanta gente en la calle, a pesar de la hora, más de las 10 de la noche, mucha de la cual asentaba sus posaderas, cuando no yacían en toda su longitud sobre la hierba, en la mediana de las avenidas, que por cierto eran muchas y muy amplias, a la par que se las veía inmensamente largas.
Llegaron al centro de la ciudad, en donde ya había cambiado el panorama, habiendo atravesado por barrios de casas unifamiliares, o bloques pequeños de casas de vecindad no muy altas, estando las avenidas más cuidadas y ya en el centro desembocaron en el Paseo de la Reforma. Ésta es una de las arterias más significativas de la ciudad y terminaron en una glorieta de la misma, en donde se alzaba una estatua dorada descomunal , el Ángel de la Independencia y haciendo esquina entre Reforma y Río Tíber, se alza el hotel María Isabel, uno de los más clásicos y lujosos de la ciudad. Allí se alojó Roberto y una vez le fue asignada su habitación, se despidió del chofer-guía, quedando a las 9.00 de la mañana siguiente, para comenzar su paquete de visitas, subió hasta el octavo piso, en el que se encontraba su habitación, corrió las cortinas de la ventana, observando la estatua del Ángel más cercana y en todo su esplendor, iluminada profusamente.
Abrió la maleta, desplegó su ropa, la colocó en el armario y se aprestó a tomar una ducha, que le serviría de relax y terminó por acostarse y dormirse profundamente.
A la mañana siguiente, se despertó muy temprano, merced al canto de los pájaros y el ruido de una miríada de gentes y coches que ya se enseñoreaban de la calle.
Desayunó, fuerte como se suele hacer por allí, incluyendo frutas tropicales que llaman la atención a los europeos, la papaya en lugar preeminente y bajó al hall, en donde le esperaba ya Atanasio, dispuesto a darle una vuelta por la ciudad, después de saludarle con amplia sonrisa.
Enfilaron por el Paseo de la Reforma, en su calzada central y pasando por la confluencia con la Avenida de los Insurgentes, la calle más larga del mundo, probablemente, donde está la estatua del gran héroe mexicano, Cuauhtémoc, último emperador azteca, continuaron, viendo de pasada, con alguna pequeña desviación el monumento a la Revolución, Hemiciclo a Juárez, Palacio de Bellas Artes, donde se había propuesto ir Roberto a ver un espectáculo del más puro arte folklórico mexicano, de los que allí se celebran, según había visto en un folleto turístico en el hotel y más tarde llegaron al Zócalo o Plaza Mayor. Allí se encuentra el Palacio Nacional, desde cuyo balcón rememora el presidente de la República el grito de independencia el 15 de septiembre por la noche, con voz jubilosa que corean los miles de espectadores que se congregan en la plaza: “que viva México”. Después gran jolgorio, con infinitos “que viva México y muerte a los “gachupines”, aunque ya no se suele decir, entendiendo por gachupines a los españoles (parece ser que este nombre quiere decir hombre montado a caballo, ya que cuando los españoles conquistaron México no se conocía este equino por allá y les extrañaba tanto que creían se trataba de un animal mitológico, compuesto de dos partes, como si fuese un centauro desmontable, como tampoco conocían las armas de fuego, ni siquiera la rueda, lo cual originó su rápida conquista) y la Catedral.
El guía llevó a Roberto a comer unas “carnitas”, a instancias de éste, a un lugar típico y adonde van a comer los mexicanos, que era lo que quería, mezclarse con la gente, pues ya tendría tiempo de ir a otros lugares, pero sentía la necesidad de imbuirse de las cosas autóctonas y así fueron a El Tizoncito. Las carnitas consistían en unas rebanadas de carne de cerdo, trinchadas de una porción grande, amazacotada y en forma de tronco cónico, que se estaba calentando sobre ascuas y servidas en una tortilla, que es una oblea hecha de harina de maíz, que es la más clásica y la que le da el nombre genérico. También la hay de trigo y en este caso se le llama tortilla de harina y en ambos casos de unos 10 centímetros de diámetro y que se dobla sobre lo que se pone sobre ella, como si fuese un cigarro puro mal hecho y metiéndolo entre los dedos, de tal forma que no caiga al suelo el contenido, se consume con cerveza, por cierto muy buena, o refresco, cuando no con tequila.
Después de esta experiencia, se fueron a dar una vuelta por el parque de Chapultepec y aledaños, para ver sobre todo el Museo Arqueológico, con mucho material de la historia del país, desde hace miles de años, la Conquista incluida, pudiendo contemplar la piedra de sacrificios. En esta piedra era donde arrancaban el corazón a la persona que era sacrificada, todavía viva. También contempló una estatua colosal de Tlatoc, el dios de la lluvia, a la puerta del museo, que encontraron de casualidad lejos de la capital y el día que lo transportaron al lugar que ocupa actualmente llovió torrencialmente, como no lo había hecho en mucho tiempo.
Roberto estaba un tanto cansado y decidió regresar al hotel, además de que se sentía febrífugo, pero recurrió al termómetro y comprobó que no tenía y se recostó un poco en la cama y se levantó una vez se encontró más fuerte, se duchó, vistió y bajo al “Jorongo”, lugar donde tenía lugar un espectáculo típico, con mariachis incluidos y allí estuvo escuchando música ranchera, tomando unas copas y se regresó a la habitación, donde comió frugalmente y se acostó.
Al día siguiente, salió con su guía hacia las Pirámides de Teotihuacan, la del sol y la de la luna, a las que subió con esfuerzo, comieron y se regresaron, vía la Basílica de Guadalupe, donde quedó sobrecogido al ver tanta gente que llegaba por una gran avenida de rodillas y con banderas y gallardetes, indicando el lugar de origen de los portadores y al preguntar al guía dónde se encontraban algunos lugares que no había oído jamás se sorprendió y al escuchar la respuesta se quedó pasmado, pues algunos de ellos estaban a miles de kilómetros. El guía le sorprendió más, si cabe, cuando aseveró que cada 12 de diciembre, día de la Guadalupana, venían desde las fronteras con Estados Unidos al norte y Guatemala y Belice al sur, sin descanso, tal era la devoción que sentía el pueblo mexicano por su Patroncita.
Esa noche, se fue a ver el espectáculo del Palacio de Bellas Artes, lo cual le alegró sobremanera. pues cada región mexicana tiene su propio folklore y allí lo exhibía.
Cuernavaca (el nombre en nauatl había sido Cuauhnahuac, que quiere decir “lugar de árboles grandes”, pero a los oídos de los conquistadores españoles les sonó a cuerno de vaca, por lo que quedó el nombre actual) fue el siguiente destino, saliendo por el sur de la Avenida de los Insurgentes y al llegar comprobó Roberto lo que ya le habían informado, que allí debía haber eterna primavera, por la feliz combinación de altitud y latitud. Así lo entendieron también Hernán Cortés y los más influyentes de sus capitanes, como después los ricos dueños de las minas de plata y hasta el Emperador Maximiliano pasaba los fines de semana aquí, junto a la emperatriz Carlota, al igual que los nuevos ricos de la ciudad de México, Allí vieron el Palacio de Cortés, con murales de Diego Rivera.
Continuaba la estancia de Roberto, cada vez más feliz, saboreando lo mexicano con fruición y de buena gana se hubiese quedado años empapándose de lo aborigen y más que nada de lo representativo de la época colonial, donde veía la proyección de España cuando ésta era grande de veras, madre de naciones hoy libres y soberanas, habiendo hecho una ósmosis como ningún pueblo conquistador anterior había hecho, sin necesitarlo.
El sábado, Atanasio recomendó a Roberto ir a ver un mercado de artesanías, llamado “Bazar del sábado” precisamente, en un lugar encantador, la zona más hermosa de la capital, con lugares tales como Coyoacán, Chimalistá, San Angel, Churubusco y tantos lugares impregnados de la época colonial, cuajado de joyas tales como el Museo de Frida Khalo y más las casas coloniales que se conservan tal cual, en lugares recoletos y después de un largo paseo caminando, fueron a comer a S. Ángel Inn, una antigua hacienda, marco ideal para una muy suculenta comida.
En la tarde, dieron una vuelta por la Zona Rosa, cerca del Paseo de la Reforma, visitando el mercado de artesanías, con múltiples objetos de oro y sobre todo plata, además de cuero y tejidos bordados a mano y sarapes, todo primorosamente realizado.
Dejaron la Zona Rosa y se encaminaron a Tacuba, donde Roberto se hizo una foto junto al árbol de la Noche Triste, en el cual se recostó Hernán Cortés a llorar por la derrota de los españoles en la primera batalla, si bien se desquitó con creces en la que se libró en Otumba.
Antes de recogerse en el hotel, fueron a tomar el aperitivo a la Fonda del Recuerdo, bebiéndose unos “toritos”, lo típico del lugar y escuchando a los que iban a celebrar cumpleaños y otros eventos, convirtiéndose en improvisados mariachis, rivalizando entre las mesas a ver quiénes lo hacían mejor, consiguiendo un clima de divertimento muy agradable.
Roberto se puso muy contento y no quiso irse a descansar tan pronto, por lo que ordenó a Atanasio le llevase al hotel para cambiarse, después de una ducha reconfortante e ir a cenar a la Hacienda de Los Morales, de la que había oído comentar era de lo más interesante en restaurantes en una ciudad que tantos tenía y así era, pues habían habilitado las dependencias de una hacienda colonial para tal fin. Así se podía entrar a comer en la Capilla, en la Troje, en los Zaguanes, en las Caballerizas y cuanto lugar era
habitual en una gran hacienda del siglo XVII. Allí tuvo la oportunidad de celebrar un cumpleaños junto a una mesa cercana, pues cuando le oyeron cecear en la petición del menú, un componente del grupo que se disponía a celebrar el cumpleaños le preguntó si era español a lo que Roberto dijo que sí y esto fue suficiente para que le invitasen a la mesa común, a celebrar el cumpleaños de una chiquilla de unos 20 años, que comenzó con “las mañanitas”, como es costumbre.
Allí se habló de todo, desde los ancestros españoles que decían tener todos los comensales hasta la época de la conquista, que es un quiste que no saben cómo quitárselo de encima y cuando las cosas iban subiendo de tono, para desviar la atención a Roberto se le ocurrió comenzar a entonar una canción mexicana de José Alfredo Jiménez. Inmediatamente fue coreada por todos los asistentes que cenaban en aquel apartado que les habían reservado, que así son los mexicanos cuando oyen sus canciones y este fue el comienzo de lo que vino después, cuando el español se arrancó por unas jotas navarras, seguidas de otras aragonesas y todo el repertorio que suele cantarse en España en situaciones similares, lo que hizo que la alegría se desbordase y la velada fuese de lo más alegre. Terminaron con las “golondrinas”, canción yucateca, muy romántica y melodiosa que se elige para despedir una fiesta, cosa que así se hizo.
El domingo, se despertó Roberto un poco tarde, pero le dio tiempo a desayunar con tranquilidad y bajó al hall, donde ya le esperaba el guía, poniéndose en camino al Rancho del Charro, asistiendo a una “charreada”, que es la versión mexicana del rodeo americano, pero más divertida, pues el colorido era superior, acentuado con la intervención de los mariachis y a la hora de comer el guía sugirió un restaurante español, de los muchos que proliferan por la ciudad. A Roberto no le convenció la idea de venir desde tan lejos para comer algo que de ningún modo sería mejor que en España, por lo que el guía escogió uno de los restaurantes Angus, en la zona rosa.. Precisamente, ese día descubrió las “arracheras”, que es la carne del vientre de la res pegada a las costillas y tanto le gustaron que repitió.
Tomaron pausadamente el café y con tiempo suficiente se encaminaron a la Plaza México, la más grande del mundo, a ver la corrida que se celebraba esta tarde y en la que alternaban Joselito Huerta, Paco Camino y Jaime Rangel, que no le defraudó a Roberto, siendo el joven torero mexicano, Rangel, el que salió mejor parado, con la consecución de 2 orejas en su segundo toro, muy merecidas.
A Roberto le causó una gran impresión el tamaño de la plaza, cuyo ruedo estaba a varios metros bajo el nivel de la calle y a la entrada una estatua del mítico Gaona poniendo unas banderillas, ceñido el torero al toro de tal modo que parecían un solo cuerpo y los taurófilos lo cuentan con gran delectación, sobre todo los que tuvieron la fortuna de haberlo vivido en directo. A esta estatua, la conocen como “el par de Gaona”.
Para terminar el día, Roberto escogió una vuelta por Garibaldi, el lugar en donde están los grupos de mariaches esperando les contraten para una fiesta particular, como un cumpleaños, despedida de soltería, aniversario de boda, etc y se les ve a decenas, llamando la atención y tratando de convencer a los presuntos clientes para ser los elegidos y a cada instante llegan coches que les contratan y salen hacia su destino. Predominan los mariachis clásicos, pero también hay conjuntos musicales del trópico, con sus xilófonos y vestimentas blancas y sombreros de palma, a diferencia de los atuendos más propios de los mariachis con sus trajes muy ajustados y alamarados, complementados con el ancho sombrero charro.
Entraron en el Tenampa, tomaron unas copas y el español gozó no poco escuchando las canciones que tanto le atraían y ya de madrugada regresaron al hotel.
El día siguiente, Roberto lo dejó para descansar, pues había sido un completo maratón el que había realizado y necesitaba reponer fuerzas para continuar sus visitas. También lo dedicó a pensar y decidió que se iría pronto a España, pues necesitaba más tiempo para ver el resto de la República, ya que bastaba echar una mirada al mapa para ver que el país era muy grande y había mucha tela por cortar: nombres conocidos por ser repetición de los españoles y otros extraños se agolpaban en la mente, llamando con insistencia a la puerta del deseo de conocerlos, pero era mucho para comer y poder digerirlo sin empacho. Le sonaban nombres como Guadalajara, Acapulco, Hermosillo, Monterrey, Guanajuato, S. Miguel de Allende, Veracruz, Ciudad Juárez, Córdoba, Zacatecas, S. Luís Potosí, Tampico, Torreón, Saltillo y tantos otros y al menos algunos de ellos sí le seducían con la fuerza suficiente como para repetir el viaje a esta Nueva España que tanto le atraía y en la que veía la grandeza que siempre intuyó había tenido y había encontrado la demostración.
Quiso despedirse de México realizando una última salida de la capital hacia Puebla de Zaragoza, que fundaron los españoles con el nombre de Puebla de los Ángeles, la ciudad más hispana de la República y la más tradicional, si nos atenemos a los cánones españoles.
Saliendo hacia levante, cogieron la autopista que los llevaría hasta allá y al rato avistaron los dos volcanes más importantes de la capital, el Popocatepetl (conocido como “Popo”), a cuyos pies está el pueblo de S. Miguel Nepantla, cuna de la mejor poetisa mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz y el Iztaccihuatl (conocido como “Izta”), zona por donde entraron a la capital azteca los españoles en la conquista, quedando asombrados al divisar desde estas alturas una ciudad más grande que cualquiera de las vistas jamás en Europa, habiéndose adentrado a través de lo que hoy es el ”paso de Cortés”.
Antes de llegar a la ciudad escogida como meta de ese día, hicieron una pequeña desviación, pasando por Cholula, la ciudad de las 365 iglesias, una por cada día del año, mandadas edificar por Cortés al ver que los indígenas habían destruido la que habían construido los españoles con anterioridad. Es una leyenda popular y no se sabe si cierta, pero sí es cierto que aquí está la pirámide que más superficie ocupa en el mundo.
Ya en Puebla, la ciudad se le hizo a Roberto más familiar que lo que había visto hasta entonces, particularmente por su arquitectura y por rebosar muestras de su más conocida actividad, la cerámica (también llamada “Talavera”), que se manifiesta por doquier, como las paredes cubiertas de azulejos en edificios particulares, iglesias, patios, fuentes y edificios oficiales.
Visitaron varios edificios, como la Catedral y varias iglesias, yendo a parar finalmente al Convento de Santa Mónica, origen de una historia curiosa y es la de que cuando Benito Juárez, siendo presidente de México, secularizó los bienes eclesiásticos y abolió las órdenes religiosas con la ley de Reforma, el convento siguió ejerciendo secretamente como tal durante alrededor de 70 años, teniendo acceso por una puerta secreta las monjas para entrar y salir, ya con traje seglar.
Atanasio explicó a Roberto, a propósito de Benito Juárez que éste, indio puro, fue paradigma de la clase progresista de finales del siglo XIX y principios del XX y, curiosamente el nombre de Mussolini se lo debe a Benito Juárez (siendo italiano, debería haberse llamado Benedetto y no Benito), pues su padre era admirador del prócer mexicano.
A la hora de comer, lo hicieron en Las Bodegas del Molino y ni que decir tiene que hicieron honor al famoso “mole” poblano, consistente en pollo con una salsa abundante, hecha con muchos ingredientes, teniendo a los más principales el chocolate, el chile (pimiento picante) y diversas especias.
Visitaron, por último y antes de la salida para el regreso, el Museo Regional de Puebla, con magníficas colecciones de objetos arqueológicos e históricos y allí fue donde Atanasio se dio una palmada en la frente y agarró fuertemente del brazo a Roberto y le conminó a que le siguiera, diciendo con cara de triunfo: ya sé dónde había visto yo el nombre de su pueblo, El Carpio de Tajo, del que Vd. tanto me ha hablado.
En la siguiente sala, efectivamente, había un retrato enorme, pintado al óleo y con la leyenda: MARTIN FERNANDEZ DE OLMEDO, REGIDOR DE ESTA CIUDAD DE PUEBLA DE LOS ANGELES, NACIDO EN EL CARPIO DE TAJO, DE ESPAÑA EN EL AÑO DE 1.615 Y MUERTO ENTRE NOSOTROS EN EL AÑO DE 1.681 Más abajo y en letra cursiva, figuraba una leyenda que rezaba: Donó a su pueblo natal una custodia de plata, un copón de plata sobredorada y dos grandes lámparas, también de plata, todo finamente labrado, haciendo constar que lo hacía como vínculo imperecedero en su corazón con la tierra que le vio nacer. También tuvo compromiso con los indígenas de nuestra comarca, a los que no abandonó en sus oraciones y legando toda su fortuna a los desheredados, que por siempre le han venerado.
Roberto no daba crédito a sus ojos y el corazón se le colmó de gozo y orgullo, sabiendo que tan importante personaje había nacido en su mismo pueblo, dejando profunda huella tan lejos de su patria chica, que probablemente había recordado con frecuencia y se juró averiguar más sobre el personaje, encargándole a Atanasio investigase más sobre este hombre que le había producido tanta dicha al encontrarlo.
Atanasio, como buen mexicano, le prometió por la Virgen de Guadalupe que así lo haría y quedaron en que le enviaría a España todo lo que fuese averiguando de D. Martín y quedaban para verse de nuevo el próximo año, o, como mucho, dentro de dos, para continuar conociendo esa maravilla que es México, país de contrastes.

Cristino Vidal Benavente.
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