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El Carpio de Tajo - Toledo

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España > Toledo > El Carpio de Tajo
23-02-11 16:53 #7139301
Por:kalmaera

Versos - Mi abuelo (Relato)

La que sigue es una historia que viví en primera persona y que nunca he querido revelar, por temor a no ser creído y ser, en consecuencia, vituperado por lo que la gente consideraría un atrevimiento desprovisto de toda racionalidad.
Muchos años he cargado con esta historia, que me ha acompañado fielmente durante casi toda mi vida, pues el sucedido tuvo lugar cuando apenas contaba 15 años de edad.
Ya me da lo mismo que me crean o dejen de hacerlo y hasta que me digan que estoy pirado si esa es su creencia. Por tal motivo, la voy a contar tal como me sucedió, sin quitar ni añadir un solo ápice a los hechos.
Vivía yo en casa de mis abuelos, los cuales disponían no sólo de la vivienda en la que morábamos, pues también eran los propietarios de una finca grande, que llegaba desde la calle de las escuelas hasta el reguero de Valdecarriches. Se encontraban, comenzando desde la calle mencionada, el salón de invierno y a continuación el de verano. En el de invierno o cubierto, había a la entrada a mano derecha una escalera por donde se subía a un altillo, que ocupaba todo lo ancho de los primeros metros del salón y era una especie de palco. Allí se ubicaba el cuartito para la máquina de proyectar las películas y en el resto se acomodaba la gente para ver el cine (era el “gallinero”); el grueso de los espectadores se colocaba abajo. A la salida del salón de invierno al de verano, había dos patios pequeños, a ambos lados de la puerta que los comunicaba. Una vez en el salón de verano, nos encontrábamos una puerta a su izquierda, que comunicaba con una casa, cuya puerta principal estaba junto a la de entrada al salón de invierno, en la calle de las escuelas. En el mismo lateral y un poquito más lejos, había otra puerta, que se comunicaba con un pequeño patio, que llamábamos el corral de la parra, porque en él había, efectivamente, una parra. A este patio iban a dar las ventanas de dos grandes salones, que eran las dos escuelas, cuyas puertas de entrada estaban en la calle a la que daban nombre. Estas escuelas eran la de doña Gregoria, de chicas y la de don Vicente, de chicos. Bajando por el mismo lateral y ya a su final, había una cuadra y entre ésta y el final del lateral contrario había un depósito bastante grande, en el que se embalsaba el agua que servía para regar el jardín. Este salón de verano disponía de 10 acacias muy grandes, 5 en cada lateral, que mi abuelo había ordenado plantar, dedicando cada árbol a uno de sus 10 hijos. Al jardín se entraba por una puerta cerca de la esquina del lateral contrario al descrito más arriba.
Este jardín era casi un cuadrado y alrededor del mismo había rosales trepadores, que descansaban sobre sus paredes. En cuadrado e interior a su periferia, también había rosales y en el centro de todo una palmera muy alta, con el tronco no muy grueso, con la copa no muy amplia, pero resultaba muy airosa.
En el lateral derecho de la entrada al jardín, había una puerta por donde se entraba a un pequeño patio, donde había un arte o noria, que era la encargada de surtir el agua al depósito ya mencionado, a través de una canal que iba desde una especie de artesa en donde la vertían los cangilones de la noria. La canal discurría por encima de la pared.
En este patio se encontraban también un brocal para sacar el agua a cántaros por el sistema convencional, esto es, tirando de la soga que subía el caldero merced a una garrucha. También había un ventanuco que daba luz, muy poca, a un cuarto cuya puerta de entrada estaba en el jardín, casi junto a la ya mencionada de la noria. Este cuarto no era muy grande y era bastante oscuro, lleno de estanterías, en las cuales había botellas y frascos de muy diferentes formas y tamaños, llenos de medicinas que se supone utilizaba mi abuelo, que era veterinario, para tratar de curar a los animales. Igualmente, se encontraban en él probetas, matraces, redomas, pipetas, un alambique muy grande, una pequeña balanza de precisión y algunos utensilios más, propios de un laboratorio. También tenía una abertura que daba al pozo, pero como éste tenía una pared muy alta de fábrica de ladrillo, apenas entraba algún remedo de luz. En la parte de abajo de las estanterías, había unas cajas de madera con libros y legajos, algunos de ellos atados con cuerdas, en abigarramiento que ni hecho a posta.
A este cuarto le llamábamos “El cuarto de las Botellas” y siempre estaba cerrado con llave y cuando hablábamos de él sentíamos como si un halo de misterio acompañara a nuestras palabras, sin saber el porqué.
A continuación del cuarto de las botellas, venía una nueva puerta, que daba paso a un corredor, en el que se encontraban dos habitaciones a la izquierda, de unos 12 metros cuadrados, la primera utilizada como pajar y la segunda como cuarto trastero de aperos de jardín. En este corredor había un desván a cada lado, que llamábamos palomares y a los cuales se accedía merced a una escalera de mano, pero que no había, así que como disponían de un hueco o alféizar bastante grande, en cuya base había un tablón grueso, a modo de umbral saliente, me subía en un mostrador viejo que había debajo del de la derecha y me metía para husmear en ellos. Al de la izquierda se pasaba desde el de la derecha saltando con agilidad. En ambos había trastos viejos, llenos de telarañas y polvo.
El pasillo desembocaba en un patio muy pequeño, quizá de unos 10 metros cuadrados y a la parte derecha del mismo una entrada a un cuartito que disponía de una pila de granito que se utilizaba para lavar la ropa. El agua se sacaba del pozo ya mencionado, por otro lado diferente a los descritos, donde había una abertura que comunicaba con la primera que ya se dijo y por tanto se utilizaba la misma soga y garrucha. Entre la pila y la abertura del pozo había un pequeño patio interior, en el cual había un árbol melocotonero. Los melocotones que daba eran bastante malos, pues en el patio no daba nunca el sol y así la sazón brillaba por su ausencia en el fruto.
En el pequeño patio del que hemos hablado antes de adentrarnos en el cuarto de la pila, había una habitación tan pequeña que sólo cabía una arqueta algo grande, por la que pasaba el agua que después distribuía a lo que había plantado en el corral al que accedemos desde ese pequeño patio, que era el “corral grande”. Lo llamábamos así, porque era la parte individual más extensa de todo el conjunto, incluso que cualquiera de los dos salones. Lo bordeaban árboles, como acacias, eucaliptos y paraísos y en el medio una higuera. En el lateral contrario a la puerta por la que hemos pasado al mismo, disponía de una puerta que iba a parar al reguero de “Valdecarriches” y en la mitad de la pared que hacía un ángulo recto con ese lateral, disponía de una puerta por la que se entraba a lo que llamábamos “el corral de las gallinas”. Fácil es adivinar el porqué, que no era otro que allí era donde teníamos estabuladas las gallinas. También era bastante grande y en la pared de enfrente de la entrada y en su parte derecha había un corral pequeño, que servía de estercolero. A la izquierda de éste, un eucalipto gigantesco, el árbol más alto del pueblo y probablemente de la comarca y a continuación había una puerta por la que se entraba a las pocilgas o cochiqueras, que disponían de varios apartados y al final de todo una puerta daba acceso a un cuarto pequeño en donde se guardaba el pienso para los animales.
No hacía falta una descripción exhaustiva de toda la finca para la historia que voy a contar, pero me ha vencido la nostalgia y he caído en la tentación de ir poniendo en blanco y negro lo que pensaba, juntamente con los lugares que recorrí tantas veces.
Ahora me centro sólo en un lugar ya citado con anterioridad y que no es otro que el “cuarto de las botellas”, el que estaba cerrado con llave como ningún otro lugar del complejo y que tenía aspecto tan lúgubre y misterioso que atraía y repelía al mismo tiempo.
Una vez cogí las llaves tanto del salón (este nombre le aplicábamos a todo aquel conglomerado que iba desde la calle de las escuelas hasta el reguero de Valdecarriches) como del cuarto de las botellas y me dispuse a tratar de averiguar qué había allí en aquella habitación para que me atrajese con tanta fuerza. Como era después de la comida de un día de verano, sabía que disponía de un tiempo suficiente para espiar con calma en aquel lugar, antes de que alguien averiguase qué hacía yo en un lugar tan poco frecuentado y en el cual se suponía no debería guardar ningún atractivo para mí.
Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta con toda decisión, como con prisas y al empujarla chirrió con un sonido que se me antojó amenazador por un lado e invitador por otro. Seguramente era el fiel retrato de lo que esperaba que ocurriese.
Dejé la puerta abierta, pues era casi la única luz que entraba en el recinto y me dispuse a otear, según me había propuesto. Vi que las estanterías estaban llenas de frascos, botellas y cajas de medicinas, cosa que ya sabía y tras una rápida ojeada a las mismas me centré en unas cajas que había en el suelo, bajo las estanterías. Cogí algunos libros, que me parecieron de los que debió utilizar mi abuelo en su profesión de veterinario, pues junto a nombres de presuntas enfermedades de animales había figuras de éstos dibujadas a plumilla, señalando en la zona de los mismos donde se manifestaban tales enfermedades.
Cogí un rollo de papeles atados por una cuerda que se deshizo al tratar de desanudarla, lo cual me asustó, pero me repuse enseguida, porque nadie hubiese sospechado nunca que la rotura se debió a mi concurso. Les eché una rápida mirada y no descubrí nada de particular, pues se trataba de unos planos de obras de los salones.
Comencé a pensar que todo el misterio que para mí tenía el dichoso cuarto de las botellas iba a disminuir hasta quedar en nada y su atractivo quedaría a la misma altura.
Me dirigía a la puerta de salida, cuando un sonido rápido atrajo mi atención y observé que un ratón se metía en una caja llena de papeles, huyendo de mi presencia.
Al principio no le presté mayor atención, pero finalmente decidí tratar de ver si era capaz de cogerle en su refugio circunstancial y me acerqué con sigilo a la caja, metiendo la mano para asirlo por donde se dejara. No lo conseguí, pues salió con la velocidad del rayo, para perderse entre unas maderas que había apiladas en un rincón. En lugar de la piel del ratón, mi mano sintió que tocaba algo que no era papel, que hubiese sido lo razonable, dado que era el contenido que se presumía tenía la caja en su totalidad. Me pareció tocar algo como de terciopelo, agradable al tacto. Esto me causó gran sorpresa y tiré de ello, apartando los papeles que lo arropaban, apareciendo una bolsa negra, efectivamente del material apuntado, que llevaba una cinta roja que la cerraba.
A pesar de la cinta, el contenido estaba a la vista, pues tenía roída parte del fondo y posiblemente había sido cobijo en alguna ocasión del ratón que se metió en la caja o de alguno de sus colegas. Hasta podía haber sido pasto de su voracidad ante la escasez de comida. Sea como quiera, desaté la cinta y saqué el contenido de la bolsa, que resultó ser un cuaderno no muy grueso y de tapas negras, manuscrito casi en su totalidad. Se notaba que la humedad había hecho presa en él y por tal motivo faltaban trozos a algunas hojas, que en su mayoría estaban pegadas unas a otras, lo que le hacía más interesante y misterioso.
No fue precisamente un estudio exhaustivo del cuaderno lo que hice en aquel momento. Me limité a echar una ojeada rápida, sin fijarme apenas en el contenido y también con celeridad pensé que lo mejor sería poner unos papeles cualesquiera en la bolsa y volver a cerrarla, guardándola en el mismo lugar que ocupaba anteriormente. De este modo, todo quedaría aparentemente igual y yo me podría llevar tranquilamente el cuaderno a buen recaudo, para examinarlo a conciencia, pues me dio el pálpito que su contenido era de singular importancia.
No me lo llevé casa, pues pensé que en uno de los palomares estaría más protegido y lejos de miradas indiscretas que en cualquier otro lugar. Me subí al palomar de la derecha, precisamente el que está encima del cuarto de las botellas y allí lo escondí debajo de unos ladrillos que había en un rincón. Estaba seguro que nadie lo encontraría, incluso en el poco probable caso de que alguien hubiese sabido de su existencia y se hubiese propuesto encontrarlo. Allí podía leer su contenido con toda tranquilidad y rumiarlo durante el tiempo que necesitase para entenderlo, si es que había algo enrevesado o dudoso, más que nada por los pequeños trozos que faltaban.
Iba a bajarme del palomar, pero me pudo la curiosidad y cambié de idea, metiendo la mano en el escondrijo y sacando a la luz el cuaderno nuevamente.
Estaba ansioso por saber qué se decía en su interior y me senté en unos ladrillos que apilé y le fui hojeando con cuidadoso esmero, para evitar la rotura de lo que quedaba de cada hoja.
Cuando hube separado todas las hojas y le dejé en disposición de poder leer lo que quedaba de ellas, abrí la tapa y en la primera, con letras mayúsculas, aparecía el título que hacía referencia a lo que se escribió después: FÓRMULA MAGISTRAL PARA LA PROLONGACION DE LA VIDA DE LOS MAMIFEROS. El título era muy largo, además de sugestivo y rotundo. En la esquina inferior derecha, aparecía el nombre del autor, que no era otro que mi abuelo, D. Doroteo Benavente y Vidal.
Ni que decir tiene que mi primera impresión fue una mezcolanza de ideas y emociones, tales como sorpresa, incredulidad, esperanza, orgullo y hasta miedo. No hace falta explicar el porqué de cada una, pues salta a la vista.
Di la vuelta a la hoja y encontré una especie de preámbulo, en el que el autor se extendía en consideraciones sobre la existencia, las dificultades para conseguir un desarrollo deseable de la misma, las enfermedades a las que estaba expuesta ante cualquier circunstancia adversa y los esfuerzos hechos para la consecución de un progresivo mejoramiento de la misma.
Mencionaba, igualmente, los mitos que hacían referencia a una vida sin dolencias ni angustias existenciales, sin final siquiera, prolongándose en el tiempo indefinidamente, si no de manera total, sí alcanzando paulatinamente este deseo que estaba apegado en el hombre desde que tuvo conciencia de su transitoriedad.
Continuaba explicando cómo el hombre había sufrido desde siempre, pensando en que la eternidad que deseaba no la tenía en la tierra. Algunos creían que la disfrutarían en un mas allá de existencia problemática y otros que aquí en esta vida terrena estaba su fin definitivo. Éste, por su trascendencia, ha sido y es el problema que más preocupa al hombre como ser racional, se quiera o no reconocer.
Mal que bien iba leyendo todo, pues lo que presentaba más deterioro estaba al final del cuaderno y lo poco que no figuraba en las hojas que leía se deducía con alguna dificultad, pero sin mayores problemas. Estos se iban agrandando a medida que avanzaba en la lectura, pues cada vez me costaba más trabajo casar la literalidad con el sentido de lo escrito.
Mi abuelo continuaba escribiendo sobre sus experiencias con los animales a los que había tratado en sus enfermedades, así como los remedios que había aplicado para evitar sus dolencias y ponerlos en disposición de continuar sus actividades habituales.
Mencionaba algunos casos concretos y cómo había conseguido fabricar él mismo medicinas, mezclando ingredientes naturales, que con el catalizador adecuado y en las proporciones convenientes habían obrado verdaderos milagros en la curación de patologías graves.
Algunas veces se refería a la curación de enfermedades cutáneas, nombrando el medicamento que había conseguido para ello, pero sin adentrarse en la composición y cantidad de sus ingredientes.
En otras ocasiones, eran males intestinales los mencionados como paliados y el nombre de la pócima que los disminuía, terminando finalmente con ellos.
Los nombres, aunque yo era lego en la materia, se me antojaban producto del magín de su autor y supongo que cada uno de ellos estaría escrito en algún vademécum y al lado los ingredientes, cantidades, estado al mezclarlos, etc, para conseguir llegar a la consecución del producto capaz de cumplir con el cometido deseado.
Suponía yo que esta a modo de entrada en materia era para ir haciendo más comprensible lo que vendría después y como presentación de lo que yo intuía como traca final: la prolongación de la existencia en el ser humano, quien sabe hasta que frontera.
Yo tenía en muy alta estima la inteligencia de mi abuelo, pero no hasta el punto de creerle capaz de conseguir el modo de prolongar la vida en seres humanos, cosa que se me antojaba estaba en las exclusivas manos de la Divina Providencia. Como mucho, podía conseguir, pensaba yo, que con alimentación adecuada, una vigilancia médica exhaustiva, un ejercicio moderado y gratificante, una ausencia de preocupaciones, lograr actitud positiva y cosas parecidas, ir alcanzando paulatinamente un techo cada vez más alto. Esto ya se ha conseguido y así la expectativa de vida se ha ido dilatando cada vez más.
Que mi abuelo era inteligente no era un pensamiento exclusivo de mi propiedad, pues se le ponderaba hasta la exageración y así era común creer que tenía poderes mágicos incluso. Recuerdo que la tía Emilia. la “Celemina”, que por cierto era vecina nuestra, me contó una vez que mi abuelo metía a mi abuela en un cántaro y como a la sazón era yo pequeño cuando tuvo lugar esta confesión, me lo creí a pies juntillas. Más de una vez había escuchado también a diferentes personas , que la colaba por la cerradura, lo que no sé si para entrar o para salir. Esto, quiero decir que se decía en verdad, lo puede comprobar cualquier curioso o incrédulo preguntándolo a gente mayor de la actualidad, sobre todo a mujeres, que es el vehículo más seguro para hacer circular una noticia y más si es de este tenor.
Comoquiera, yo sentía una admiración y un cariño muy grandes hacia mi abuelo, pues no en vano me había apadrinado en el bautizo, cosa que no hizo con nadie más.
Ya había olvidado todo esto, pero de nuevo vino a mi memoria y hasta pensé si tal vez fuese verdad y mi abuelo hubiese contado con poderes especiales. Más difícil se me antojaba colar una persona por el ojo de la cerradura que conseguir que los seres humanos prolongasen su vida merced a la fórmula encontrada mezclando ingredientes adecuadamente. Pero más difícil todavía es admitir que sin el concurso divino y además sin ninguna clase de ingredientes, es decir, desde la nada más absoluta, surgiera la vida espontáneamente. Este era el pensamiento de muy sesudos caballeros, considerados el sostén de la cúpula del progreso.
Todo ello me producía dolor de cabeza y no poco miedo, pues siempre he sido un poco timorato.
Abandoné la lectura, escondí de nuevo el cuaderno y me salí a la calle hecho un mar de confusiones, que se agrandaba cada vez más y más. No obstante, la curiosidad era mucha y no menos el deseo de que fuese verdad lo que anunciaba el manuscrito. Hasta llegué a pensar que si el manuscrito contenía tan maravillosa fórmula y era entendible por mi parte, hacerla mía. Nadie lo iba a averiguar nunca, pues jamás saldría de mi boca tal apropiación. Ya me veía rico y admirado por el mundo entero, nombrado benefactor de la humanidad y homenajeado en todo el orbe. Hasta muchas calles de las principales ciudades del mundo me estarían dedicadas y en miles de esquinas figuraría mi nombre.
Para llegar a tal situación, sólo faltaba descifrar la fórmula que figuraría en el cuaderno y el resto sería harto sencillo. Haría una preparación del brebaje y haría una demostración utilizando el concurso de algún pequeño animal, cuya vida no fuese muy larga. Una vez conseguido el éxito esperado, sólo quedaban atar cabos, como buscar un laboratorio de reconocido prestigio, en Estados Unidos o Alemania, con implantación en el mundo entero, que los hay. Comprobada la eficacia del remedio, sería coser y cantar llegar hasta el final soñado.
Todo ello me daba vueltas con insistencia y apenas me dejaba dormir, pero me sucedía una cosa curiosa y era que por un lado estaba deseando adentrarme en el cuaderno, para llegar al objeto de mis deseos y por el otro me aterraba la idea de llegar a un punto en el que todo se viniera abajo. Esto sucedería si la tal fórmula no aparecía por parte alguna, o si existía como se desprendía de la lectura, pero no era eficaz finalmente.
Guiado por esos pensamientos, me decidí por subir al palomar de nuevo, rescatar el cuaderno de su escondrijo y enfrentarme a su lectura de nuevo. Comencé donde acabé la vez anterior y continué leyendo reposadamente, con la intención de ir asimilando lo que iba leyendo, con estudiada disquisición.
Continuaba la lectura cada vez con más dificultad, pues iban faltando letras de muchas palabras y palabras de muchas frases y empecé a pensar no sólo que no sería fácil descifrar el manuscrito, sino imposible de todo punto.
Cuando llegué casi al final, apareció el título al que me he referido al principio, es decir, FORMULA… en letra gótica alemana. Más abajo, unas líneas, más o menos así:

Cantidades de ingredientes por 100 g de producto:

procaína 10 g
vit pres 2 g
n liq 1 g
s t ico
o o
………………….
………………….
react

Después, venía una nota diciendo que esta pócima mágica debía ingerirse al comienzo de la edad adulta, pues en caso contrario no surtiría efecto alguno. Esto me despejó una duda y era por qué se había muerto mi abuelo a una edad más bien común en todos los seres humanos, sin haber conseguido prolongar su existencia. El ya no tenía la edad adecuada, pues la había sobrepasado con creces.
Esto era lo que quedaba de la fórmula mágica que con tanto esfuerzo había conseguido descubrir mi abuelo para el bien de la humanidad, por culpa de la humedad, del tiempo y posiblemente de un maldito ratón que no disponía de otra comida que la del papel del cuaderno.
Quizá se trataba de la panacea que buscaron con tanto ahínco los alquimistas de la edad media y que tan cerca de mí tenía, pero totalmente indescifrable.
Sentí unas ganas locas de llorar y terminé por hacerlo, sintiéndome injustamente burlado, pues nadie había pretendido hacer tal cosa. Ni siquiera era yo el destinatario del maravilloso descubrimiento de mi abuelo.
A la tristeza siguió la desesperación y la rabia y sin seguir más adelante en la lectura, cogí las hojas que restaban al cuaderno y las destruí, haciendo pequeños trozos, que eché a volar por un ventanuco del palomar. El viento se encargó de distribuirlas por los alrededores, sabe Dios hasta qué distancia, pues en ese momento se levantó una tolvanera de las clásicas en verano.
Se fueron con la misma celeridad que se habían ido mis sueños. Cogí la parte anterior del cuaderno, la guardé en un bolsillo del pantalón y me bajé del palomar.
Cuando regresaba a casa, tuve la mala fortuna de encontrarme dos pedazos de las hojas rotas y aventadas, que casualmente completaban una frase: “reproducción de la fórmula magistral para la prolongación de la vid. Aquí se cortaba, pero comprendí que era la misma fórmula que yo buscaba y que ya he descrito, con todo su deterioro. Me enfadé conmigo mismo y hasta creo que me tiré de los pelos, pues quién sabe si esta copia estaba entera, como daba a entender la hoja de la que formaban parte los dos pedazos que tenía en mis manos. Estos no presentaban restos de humedad alguna y estaban perfectamente conservados. Me sentí culpable de un delito de lesa humanidad por mi insensatez, obrando con una falta de madurez y ligereza impropia de un joven de mi edad.
Esto ha pesado sobre mí como una losa durante toda mi vida y todavía a esta distancia siento un repelús que me recuerda mi imperdonable necedad.
Quizá estuvo en mis manos la felicidad o, al menos, una inmensa alegría en la humanidad, que tiré por la borda gratuitamente. Pido a Dios me perdone esta falta, que no pecado, aunque sólo sea por haber tenido la valentía de reconocerla públicamente.
La parte que no rompí del manuscrito, la conservo en una caja de madera de caoba, como una reliquia que pudo haber sido expuesta en un Museo de las Ciencias, para ser admirada por todos.
Lo que más siento, es que el nombre de mi abuelo pudo haber estado a la misma altura que los de Einstein, Newton, Arquímedes y tantos hombres privilegiados y benefactores de la Humanidad y admirado por ella. Por mi culpa, sólo se le conoce en este pueblo y no muy bien. Nada más los que rondan la ochentena, cuando de pequeños le veían en la calle, camino del matadero a inspeccionar los animales que se sacrificaban para el consumo. Salían a su paso, pidiéndole que les pusiera un sello de los que llevaba para dar el visto bueno sobre la carne de la res. Él lo hacía con mucho gusto, aplicándole sobre la frente o la mano del demandante, que se iba tan feliz, procurando dar envidia a los que no tenían la fortuna de estar marcados de esta original manera, por no haberlo solicitado. Así era mi abuelo, que en gloria esté.

Cristino Vidal Benavente.
Puntos:
23-02-11 18:58 #7140240 -> 7139301
Por:elpendulodecharpyo

RE: Versos - Mi abuelo (Relato)
Matusalen ataca otra vez. No tiene bastante con llegar a los 1000 ahora quiere llegar a los 10.000.
Puntos:
23-02-11 19:19 #7140396 -> 7140240
Por:kalmaera

RE: Versos - Mi abuelo (Relato)
No te extrañe que así sea y cuando llegue a ese número, intentaré llegar a los 10.000, pues me encantan los números redondos.
No sé por qué, pero me imagino que te gusta fastidiarme, aunque lo que si sé, es que no lo consigues.
Si entras de nuevo a darme el coñazo, aumentaré en uno la ración diaria
.
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