VERSOS - QUE LA PAZ SEA CON TODOS NOSOTROS (relato) Aquel día estaba un poco mohíno, pues me dolía la cabeza debido a la pantagruélica comida, acompañada por una no menos copiosa bebida y me acosté la siesta en el sofá del salón. Era incapaz de resistir más la modorra y no tardé mucho en sentir que me sumía en un duermevela placentero, que poco a poco se iba haciendo más profundo... Eran las 6 de la tarde y casi todo el pueblo estábamos en el auditorio, que formaba parte del complejo lúdico, junto al polideportivo, gozando con el concierto que daba una banda de música que había venido de Toledo, especialmente a la fiesta de Cuasimodo. Estaban tocando como los propios ángeles, cuando, de pronto, las campanas comenzaron a sonar desaforadamente ante el estupor general. Se notaba que tocaban a rebato y que el motivo no podría ser baladí, por el empeño que ponían en llamar nuestra atención. Así era, pues una vez acallado el ruido de la música, alguien con un micrófono en la mano comenzó a gritar, llamando la atención sobre un punto distante, sobre el cual el humo se hacía cada vez más denso. Todos a una nos lanzamos en aquella dirección y al ver que la casa del tío Mauricio era pasto de las llamas, nos aprestamos a buscar un lugar en donde recoger agua en los baldes que encontrábamos por los alrededores, pues estaba algo alejada del pueblo y no llegaban hasta ese lugar las tuberías del agua corriente. La echábamos sobre el fuego con toda ligereza, tratando de que no se propagase al lugar donde tenía estabuladas sus ovejas, que con tanto esfuerzo había logrado juntar. Con ellas y gracias a la leche que generosamente entregaban, lograba sobrevivir desahogadamente, junto con su familia, uno de cuyos hijos era manco de nacimiento y al cual prestaba sus mejores cuidados. Por fin, conseguimos que el fuego no llegase ni hasta los animales ni hasta las pacas de forraje que almacenaba en un recinto cercano. Todos estábamos satisfechos de haber conseguido que la desgracia no llegase a mayores y fuimos desapareciendo, cada uno a su casa, pues los esfuerzos para apagar el fuego habían durado tanto como estaba previsto que durase el concierto que estábamos escuchando. No fue sin antes recibir las más efusivas gracias del tío Mauricio, que se multiplicaba para llegar a todos y cada uno de los que habíamos participado como bomberos circunstanciales. Caminaba despacio hacia mi casa y me encontré con Ramón, que caminaba más despacio todavía y para calmar un poco la angustia que me acompañaba por lo ajetreado de los momentos vividos durante el incendio, me tomé la libertad de invitarle a unas cañas en la taberna de Ezequiel. En este lugar tenían unas tapas riquísimas por lo que aceptó de muy buena gana, agradeciendo la deferencia, que lo era por partida doble, esto es, la invitación al trago y que fuese, precisamente, en ese lugar. Tomamos con avidez la primera caña, tras lo cual llegó la segunda y poco a poco la conversación se hacía cada vez más fluida e interesante, al menos eso sentía yo. Hablamos de lo bien que había venido el tiempo atmosférico, ventajoso para toda clase de cultivos, con las lluvias y temperaturas adecuadas, que favorecieron a las cosechas de aquel año. Poco a poco salían otros temas, tanto de interés nacional como local y así llegamos a meternos de lleno en el de las elecciones próximas para elegir el consistorio, que serían dentro de mes y medio, según ya era sabido. Con prudencia, pero con consistencia, le comenté que el candidato que proponía su grupo no daría la talla, en caso de ser elegido alcalde, como tampoco presentaba un programa que hiciese pensar que iban a conseguir llegar a hacer realidad sus deseos de gobernar en el pueblo. Ramón me contestó que no era lo mejor que podrían haber pergeñado, pero que tampoco estaba tan mal, habida cuenta que la presentación que el representante del colectivo rival, según le habían comunicado vía “radio macuto”, dejaría mucho que desear. Sobre este tema nos detuvimos más en la conversación y cada uno expuso sus puntos de vista con corrección y respeto a las opiniones contrarias, como no podía ser de otro modo. Estábamos entre personas civilizadas y, además, como se trataba de una cosa tan cercana y que a todos afectaba por igual, ambos grupos se inclinarían por ofrecer, y después ejecutar, el mejor programa posible. No tardó en incorporarse a la reunión Ramiro, el fontanero forastero que hacía poco que había llegado al pueblo, seducido por el ambiente que disfrutábamos en el mismo, amén del chollo que había encontrado. Había comprado una casa muy confortable y amplia, con un jardín espacioso en un precio realmente bajo, todo hay que decirlo y pronto terció en la conversación, extremando la prudencia por el hecho de sentirse todavía como gallo en corral ajeno. Ni que decir tiene, Ramiro trató de nadar entre dos aguas, dándonos la razón a ambos por igual, si bien quiso aportar también sus opiniones, bien divergentes de las nuestras, como cuando decía que no entendía bien el porqué de no participar ningún político de la capital de la provincia en los mítines que tenían lugar en el auditorio en días inmediatos a los comicios. Tanto Ramón como yo mismo le pusimos al corriente de que hacía tiempo que esto no sucedía por común acuerdo de los dos grupos predominantes en el pueblo. Entendíamos ambos que no sólo se trataba de que se bastaban y sobraban por sí mismos para explicar lo que querían hacer en bien de todos los ciudadanos, sino que de ninguna manera podían entender mejor que la gente del lugar las necesidades y metas adonde querían llegar, aparte de los recursos con los que podían contar para ello. A todo esto, se podría sumar la indiferencia con la que habían sido recibidos, cada vez más acentuada y a esto también agregar los gastos que ocasionaban, que podían ser aplicados a necesidades más perentorias o al menos más dignas de tener en cuenta según nuestro criterio, a sabiendas de que lo que iban a decir ya lo sabía todo el mundo, yéndose por las ramas y abandonando el tronco. Todavía había algo más importante y era que ninguno de los dos grupos, aunque algunas afinidades sí había con cada uno de los dos partidos políticos que a escala nacional se repartían la tarta del país, había llegado, por separado, a la convicción de que lo más justo y honrado era hacer la guerra por sí mismos. No querían estar sometidos a consignas partidistas, que siempre miraban al mismo lado, es decir, hacia adentro, por lo que terminarían siendo meros comparsas y bailando al son que les tocaban, cualquiera que fuera la melodía. El tiempo les había dado la razón y la diferencia en el proceder se manifestaba de forma fehaciente en los resultados, que ahora eran más positivos en todos los órdenes y particularmente en el que hacía referencia al bolsillo, en el orden material y la convivencia en lo moral. Cuando dos conspicuos representantes de cada partido nacional se juntaron y hablaron con absoluta sinceridad, llegaron a la conclusión de que valía la pena hacer las cosas con independencia, lejos de las ataduras a gente extraña y hemipléjica mental. Ello conllevó hablar y obrar con más franqueza, ajustándose a la realidad, sin ditirambos ni palabras rebuscadas, con bonito plumaje y vacías de contenido. Para diferenciarse, los de un grupo decían que eran partidarios de alguno de sus más carismático representante y así decían, por ejemplo en el momento que estamos reviviendo: “yo soy de Anastasio”, porque éste era el más acérrimo defensor de las ideas de uno de los dos bandos, si bien no llegaba hasta el “sostenella y no enmendalla”, como tampoco llegaba a ese extremo el referente del otro bando, Ismael. Ambos eran enemigos, digamos políticos, aunque no era extraño verlos juntos en uno de los bares que se consideraban neutrales en la política partidista del pueblo, pero aunque juntos, no revueltos. A cada uno se le veía su tendencia sin necesidad de que la explicase explícitamente, ni mucho menos quitarle las capas de piel virtual de sus pensamientos. Ramiro callaba y asentía, aunque no convencido plenamente, pero ya llegaría con el tiempo ese convencimiento, que las cosas son como son y no como las diga éste o aquél, por mucho que las repita y número de gente que le acompañe. El tiempo iba pasando y no tardaron en llegar las vacaciones de los chiquillos, que estaban esperando como justo premio a sus arduos menesteres, pues los profesores les exigían el mayor esfuerzo posible, en la seguridad de que posteriormente se lo agradecerían tanto los chicos como sus padres y tutores. El esfuerzo realizado se convertía en un mayor saber y entender, lo cual capitalizarían después en los quehaceres de la vida. Como tanto los maestros como los padres estaban de acuerdo en los métodos empleados al ver los resultado, no había ningún punto de fricción entre ellos, que eran los más interesados en llegar a recoger los máximos logros. Si algún chiquillo protestaba de la dureza en el sistema empleado, se le decía con toda firmeza, pero con palabras y ademanes de lo más suave, que era lo más conveniente para él y que, como muy inteligente que era (esto le desarmaba, como es lógico suponer), llegaría al convencimiento de que se le hablaba no sólo con sinceridad, sino con la seguridad de que era para su bien y que terminando el curso volverían a hablar sobre ello, a ver qué opinaba en esa ocasión. De este modo, todos quedaban convencidos Los maestros tuvieron la feliz idea de convocar, como colofón al curso escolar, unos encuentros entre los niños, tanto para ver los avances en lo deportivo como en lo intelectual, con sabrosos premios para el primer alumno clasificado. El importe había salido de una aceptable subvención sacada como con fórceps de las arcas de la comunidad autónoma y las aportaciones voluntarias de los padres. Estos la habían hecho con mucho gusto, sabiendo en qué se iba a emplear el dinero que entregaban, amén de la consabida rifa que tiene lugar en estas ocasiones y cuyas papeletas compran generosamente los padres y amigos, por lo que participan dos veces en el mismo fin. Primero comenzaron los más pequeños, que hicieron el simulacro de una clase en la escuela, con el aplauso de sus padres y allegados y la verdad es que estaban para comérselos. A renglón seguido, eran los siguientes en edad a los que tocó divertir a la concurrencia, para lo cual les habían preparado para bailar y cantar unas jotas castellanas, incluso ataviados con lo que se consideran trajes carpeños. Un partidillo de fútbol, de media hora cada tiempo, llegó después y era lo que con más ansiedad esperaban los chicos y que terminó con empate a 4 goles, entre la algarabía de los más ruidosos, adjudicándose ambos bandos la victoria moral. El programa estrella llegó después, cuando subieron al estrado dos grupos, el uno compuesto de 5 chicos y el otro de 5 chicas, ya de los más grandes y que rivalizaron en materias de las más difíciles que encontraron, en su criterio, para llevarse el sustancioso premio final, consistente en 1.000.00 euros. Como era de esperar, los chicos ganaron de calle en las materias de ciencias y las chicas en las de letras, dándose así un empate que se tuvo que romper finalmente. Decidieron que María Ronda por el lado de las chicas y Ernesto por el de los chicos, ya que ambos habían sido los más sobresalientes de sus respectivas formaciones, fueran los encargados de hacerlo. Ernesto era un muchacho aplicado, que al tiempo que iba a la escuela se encargaba también de ayudar a su madre en el mantenimiento del hogar, trabajando en un huerto que antaño llevase el padre. Este había muerto hacía 2 años en circunstancias penosas, pues fue arrollado por su propio tractor, cuando éste, por culpa del freno mal puesto y estando en pendiente pronunciada, se deslizó. José María, padre de Ernesto, fue corriendo a tratar de contener la mole que representaba el tractor y cayó bajo sus potentes ruedas, muriendo en el acto. A esta muerte se sumó el agravante de que también Ernesto iba no muy lejos de su padre y recibió un golpe en todo su cuerpo, afortunadamente de refilón, pero suficientemente dañino como para dejarle una de las piernas en muy mal estado y parte de la cara magullada, quedando su boca con un rictus desagradable y lastimoso. Este gesto le atormentaba cada vez que se miraba al espejo, repercutiendo en su carácter, antes afable y sonriente y ahora huraño y taciturno, fruto del complejo subsiguiente. María Ronda, por el contrario, era una chiquilla alegre, estudiosa y romántica, muy dada a la lectura, sobre todo a la que tuviese algo que ver con biografías y poesía castellana. En lo que estaban parejos era en los muchos nervios que ambos tenían, pensando en cómo responderían a las expectativas de sus profesores. Estos, D. Leandro y Dª Mercedes, se pusieron casi tan nerviosos como sus pupilos, pero supieron disimularlo, enviándose una sonrisa mutua. El encuentro fue muy reñido y a Ernesto se le vio muy nervioso, quizá pensando en los 1.000 euros, que podría llevarse a casa donde serían bien recibidos, si ganaba y esto le hacía perder votos, pero se defendía como gato panza arriba. En cuanto a María Ronda, se encontraba más entera (ella no pensaba en el dinero, que de sobra tenía, ya que era la hija única de un constructor de viviendas y tal como estaba ese mercado se le suponía con dinero más que suficiente para pagar los caprichos de su hija) y a medida que pasaba el tiempo se iba creciendo, haciendo más honda la brecha que les separaba. Como guinda, recitó unos versos que ella misma había compuesto, entre el aplauso del público, totalmente entregado y la tristeza y estupor de Ernesto, que veía alejarse los 1.000 euros de su alcance. Quizá fuesen los nervios los que traicionaran al chiquillo, pues algunos fallos no hubiesen ocurrido si este encuentro hubiese tenido lugar en el aula de la escuela, sólo ante sus compañeros como testigos y el profesor como regidor. Sin ninguna duda, María Ronda fue proclamada ganadora del concurso con todo merecimiento y sin ninguna objeción, lo cual la llenó de contento al conocer el fallo y se abalanzó sobre sus padres, que se habían adelantado a abrazarla. Cuando hubo recogido su dinero, miró hacia el lugar en el que estaba Ernesto y lo vio con la cabeza gacha, pugnando por esconder unas lágrimas que casi estaban a punto de aflorar a sus ojos y entonces se sintió culpable de algo, sin saber explicarse de qué. En un arranque que no pudo controlar se dirigió a él, le abrazó y le entregó el cheque que tan merecidamente había ganado, pero que le quemaba en la mano y tomando el micrófono que tenía a su disposición exclamó: este premio es de Ernesto, porque si no ha estado lo bien que se esperaba de él, ha sido por los nervios, que le han traicionado. y estoy segura que me hubiese ganado en buena lid en circunstancias normales. Si antes los aplausos habían sido fuertes y sinceros, ahora lo fueron ensordecedores y a Dª Esperanza sí se le cayó una lagrima, que se bebió con el labio inferior y fue tan ligera como le permitían sus zapatos de tacón alto hacia la niña, para estamparla dos sonoros besos no sin antes abrazarla efusivamente. Ernesto quiso protestar, pero ya no tuvo fuerzas para hacerlo como él quería y no tuvo más remedio que claudicar, agradeciendo a su compañera y rival en la contienda el gesto tan hermoso que acababa de regalar a la concurrencia. Por extraño que parezca, este gesto de María Ronda lo hubiesen firmado casi todos los niños del pueblo, pues los maestros se habían ocupado en cuerpo y alma en adiestrar a sus chicos, comenzando por la bonhomía. No estaban casados los dos profesores que habían tenido a su cargo a los dos contendientes finales y su dedicación a los alumnos era completa y gratificante. Incluso se excedían en sus atribuciones, pues muchos días se quedaban en las aulas tratando de hacer entender alguna cosa difícil a algunos chiquillos menos preparados. Muchas cosas las compartían, porque estaban mucho tiempo juntos y así empezaron a soñar con métodos revolucionarios y sencillos, que hiciesen engancharse a los niños a las enseñanzas departidas y lo mismo hablaban de drogas, demostrándoles lo absurdo de caer en esa aberración, que les enseñaban cosas cuyos frutos cosecharían años más tarde. Eran tan simples como sentarse con la espalda erguida, o dormir en cama dura, para que la artrosis no llamase con mucha fuerza a edad avanzada, a saber respirar, para que nuestros pulmones no se comprimiesen más tarde, por no haberlos ejercitado, a no caer en la tentación del primer cigarrillo. También a hablar con alegría, seguridad y elegancia, a desechar las palabras malsonantes y soeces, a no proferir frases ofensivas, hirientes y malintencionadas, a tener limpio su propio cuerpo y el entorno en el que se desenvolviesen, así como tantas cosas que aprendiéndolas de pequeños se nos quedan más indelebles y que lamentamos no haberlas aprendido en la niñez y pubertad, con lo fácil que hubiese sido aprenderlas y retenerlas, para haber hecho uso de sus enseñanzas. Ellos fueron los que convencieron al alcalde que debía esforzarse en conseguir que el pueblo fuese conocido por su limpieza, seguridad, trato a forasteros y así lo hizo, para regocijo de propios y extraños. En sus calles y aledaños no se veía ni un solo papel, ni una sola bolsa de plástico o cartón, ni una sola lata de cualquier líquido, en el suelo, pues había papeleras en lugares estratégicos que incitaban a ser recipientes de cualquier clase de basura y a cualquiera le hubiese dado vergüenza no hacer uso de ellas. Era tal el contento y orgullo que sentíamos los carpeños por disfrutar de un pueblo como el nuestro, sin problemas mayores en la convivencia, que si alguien llegaba procedente de otro lugar y trasgredía estas reglas que nos habíamos marcado con general consenso, que cualquier espectador lugareño le llamaría la atención, para que cumpliese con este ritual, con mesura y buenas maneras, pero no exenta de tanta firmeza como fuese necesaria. Recuerdo que no fue fácil llegar a la situación actual, pero finalmente ganó la partida lo conveniente para todos, orillando los intereses particulares y más que eso nuestro empeño en hacer lo que nos daba la gana, obviando a los demás. Recuerdo un caso que se me gravó en la mente y que presencié por aquella época y que protagonizaron Rafael, el churrero y Armando, el panadero, que después desapareció del pueblo, quizá impelido por su egoísmo de hacer su real gama, a ver si en otro lugar lo conseguía. Iba Rafael por la acera de su calle y en esto que Armando salía de su panadería y unos pasos más allá tiró un papel al suelo, por lo que recibió una reprimenda del primero que le afeó tal conducta. Armando se molestó por ello y contestó muy malhumorado que la calle era de todos y por tanto también suya, pudiendo hacer lo que se le antojase. Estas palabras tuvieron su réplica en las de Rafael, que le contestó que si era de todos también era suya y no consentiría que se la manchase y para mayor claridad, que si era de todos podría repartirse y a cada uno le tocaría un pedazo y qué cosa más natural que éste fuese al lado de su propia casa. De esta manera, en ocasiones posteriores se tenía que abstener de afear la parte que no le correspondiese y se limitase a echar la basura en su propia puerta y ante este aserto tan contundente y de sentido común, no tuvo más remedio que callarse. No recogió el papel, cosa que hizo Rafael con estudiada naturalidad, diciéndose a sí mismo y a quien le hubiese observado que no se le caían los anillos por ello. Hubo más altercados, cada vez menos, pero ya están aparcados en el saco del olvido. Y llega la muy ansiada fiesta del Apóstol Santiago, fecha cumbre en el santoral local, que parece que parte en dos el año, antes y después de Santiago, teniéndolo de referencia incluso para el clima y hasta los vencejos nos abandonan pasando las fiestas mayores con puntualidad germana. Había una Hermandad de Santiago, muy antigua y prestigiosa a la que pertenecían muchos habitantes del pueblo y también algunos carpeños que estaban alejados del mismo, pero que sentían un hormigueo cuando barruntaban la proximidad de las fiestas. Por su mente pasaban nítidas las imágenes de la procesión, la Misa Mayor y las carreras de caballos, espectáculo insólito, del que nos sentimos todos tan orgullosos. Este año había una controversia, pues casi al 50% se había dividido la Hermandad entre los que opinaban que sacrificar a los gansos que se cuelgan de una cuerda para que los caballistas les arranquen la cabeza era una crueldad inútil. Por otra parte, los que mantenían que la tradición, aunque ya adulterada, pues siempre se habían colocado todavía vivos, así lo aconsejaba y por más que se trataron de acercar ambas posturas no se llegaba a ningún acuerdo que satisficiera a las dos partes. Por tal motivo, hubo que recurrir a una especie de comité de sabios, ancianos o notables del pueblo, para que diesen su veredicto, que no podía recurrirse y sería admitido sin discusión por ambos bandos. En este comité también salieron a relucir las diferencias y los más viejos argumentaban , con toda la razón del mundo, que ya que no se obraba como antaño, en la época en que tuvieron lugar las primeras carreras, cuando los gansos se colgaban vivos. Podrían pasar éstos, eso sí, con muchos honores, a la historia, pero en la época en que estábamos era más recomendable poner otra cosa, como unas cintas con una anilla en el extremo, que fuese ensartada con un palo puntiagudo por los jinetes, lo cual suponía un trofeo incluso más difícil de conseguir que el que trataban de abolir. Hubo una respuesta tímida por parte de los más acérrimos partidarios de colgar los gansos, pero finalmente ganó, aunque por poco, la propuesta de los mayores y así se acordó y se rubricó, admitida ya por todos como propia de cada uno de ellos. Los perdedores en la propuesta, levantaron la voz, en pura broma, diciendo a los ganadores que, ya que habían ganado aunque con escaso margen, se pagasen el alboroque, para celebrar su éxito, cosa que hicieron con mucho gusto los “paganos” y la más completa hermandad, esta vez con minúscula, pero digna también de llevar la mayúscula al frente, reinó entre todos. Todos quedamos invitados al banquete que nos preparó la tía Eufrasia, mujer del carnicero, que también tenía una tasca a las afueras del pueblo, donde se hacían unas barbacoas dignas de un obispo, con las carnes escogidas por el tío Pablo, marido de la cocinera. Allí corrió el vino sin tasa y la comida fue un éxito más del lugar, discurriendo todo entre risas y bromas, pauta muy habitual en las muchas reuniones similares que hacíamos con cualquier pretexto, pues era tanto lo que gozábamos que estábamos preparando la próxima a los postres de la que estábamos disfrutando. Recuerdo que me fui a casa más alegre que de costumbre y al llegar me acosté boca arriba y con los brazos extendidos, todavía riéndome del último chiste que dijo Luís, el sereno, que estos funcionarios volvieron a recorrer nuestras calles de noche, como siempre había sucedido, velando por nuestra seguridad. Me dolía el cuello y me levanté, tratando de volver a recordar el último chiste, para regocijarme con él, pero se desvanecían lentamente mis recuerdos y me di perfecta cuenta de que todo había sido un sueño y como soy de natural positivo me pregunto: ¿no será, quizá, una premonición y viviremos situaciones similares a ésta, después de todo?. Pido a Dios fervientemente que haga coincidir el deseo con la realidad, aunque pienso que no debería hacer falta recurrir a instancias tan altas, pues está en nuestras manos el conseguirlo y no con demasiado esfuerzo, si nos empeñamos en ello.. Cristino Vidal Benavente. |