VERSOS - LA LINDE (relato) Aquel hombre caminaba por el camino del cementerio, encorvado quizá por el peso de los años o por el mucho trabajo realizado durante su vida laboral, o más bien por ambas circunstancias juntas y siguió hacia el río por el camino “senderos” y al pasar por donde un avión soltó una bomba durante la guerra civil no pudo por menos de recordar aquellos tiempos tan difíciles, cuando era un muchacho de apenas 10 años y había ido a recoger algún trozo de metralla incrustado en la tierra y luego exhibirlo entre sus amigos como si hubiese sido un botín de guerra. Se tuvo que sonreír ante el recuerdo y siguió su camino, pues se había propuesto llegar hasta las peñas de S. Bartolomé, desde donde mirar al río a sus pies, la ermita de Ronda a la izquierda y un buen trozo del lado opuesto del río, “el otro lado”, en el decir de la gente de El Carpio. A cada paso que daba, le iban llegando más recuerdos a su mente, en la cual se agolpaban como caballos desbocados, pugnando por salir al lugar preciso para hacerse más nítidos y así le llegó el momento en que se marchó con sus padres y su hermana a Suiza. Anastasio, “el extremeño”, como le apodaban en el pueblo, porque su abuelo había nacido en Extremadura, no estaba a gusto en El Carpio, primero porque no veía el futuro muy claro para sus hijos, pues él había trabajado como un mulo toda su vida y lo que sacaba apenas le daba para malvivir y no quería que les sucediese lo mismo y mientras hubiese un atisbo de esperanza en cualquier lugar del mundo, trataría de evitárselo. Segundo, que tenía un pedazo de tierra, no muy grande, lindando con la finca de Arsenio, “el señalao”, apodado así por tener una gran cicatriz en la frente, fruto de un corte que se dio cuando era pequeño con una reja de ventana, al bajarse precipitadamente cuando estaba cogiendo los pájaros de un nido de gorriones y le vio la dueña de la casa, riñéndole. Este hombre era muy irascible y muy dado a creerse tener razón en todo y precisamente le dio por enfrascarse en una riña con Anastasio por motivo de las fincas colindantes, al echarle la culpa de quitarle tierra paulatinamente cuando araba en la suya, haciendo que la linde se desplazara a su finca poco a poco, asegurando que ya lo había hecho por lo menos 10 centímetros. Primero fueron palabras ofensivas de poca monta, pero iban in crescendo a medida que pasaba el tiempo y estuvieron a punto de cambiarse por hechos desagradables y peligrosos que no se produjeron merced a la intervención de gente más cauta y prudente que lo impidió, cuando vieron a Arsenio sacar con celeridad una navaja del bolsillo de su blusa. Esto último quizá fuera lo que le indujo con más fuerza a tomar la decisión de marcharse lo antes posible, pues el riesgo no era de despreciar y si vendía su finquita para tratar de acabar con el problema, sabía que no iba a ser así, que Arsenio lo tomaría como una debilidad y se ensañaría más con él en lo que fuese, con tal de humillarle. Vendieron sus pocas tierras, así como la casa en la que habían vivido tantos años, al igual que sus padres y abuelos y con el dinero, que palió un poco su tristeza, partieron hacia el país elegido, después de mucho sopesar las ventajas y los inconvenientes, uniéndose a éstos la resistencia de la esposa, sabedora de que jamás aprendería a hablar el idioma alemán, para poder comunicarse con las gentes del país en el idioma propio de sus habitantes, pero finalmente accedió, no sin las lágrimas que produce la tristeza. Anastasio no había dejado de pensar que quizá debían emigrar a algunos de los países de Hispanoamérica, más que nada por el idioma común, pero desechó la idea al recordar los muchos vaivenes de la política en aquella parte del mundo, con sus frecuentes golpes de estado, que devenían en dictaduras normalmente, que para eso se daban, además de que estaba muy lejos y en caso de fracasar y de tener que regresar por el mismo camino, hacerlo desde Suiza era más corto, rápido, cómodo y barato. Con esta perspectiva, Anastasio, su mujer, Laura y sus dos hijos Rafael y María, cogieron las ropas y los pocos bártulos que podían llevarse y partieron para Santa Olalla, haciendo de esta estación el punto de partida para su viaje internacional en tren, pasando por Madrid, Barcelona, Lyon y Ginebra, hasta llegar a Zurich como destino final. Su vida en un país tan diferente a España en todo, no fue, ni mucho menos, lo fácil que su padre había pensado, pero con todo, se fueron adaptando poco a poco al cambio , una vez que se dieron cuenta de que podían hacerlo y así él fue creciendo y al tiempo que trabajaba, estudiaba también en el Politécnico, de fama mundial, tanta que en el mismo impartió clases nada menos que Alberto Einstein, hasta conseguir terminar la carrera de ingeniero químico, que le había servido para acomodarse en una fábrica de perfumes, en la que estaba muy bien considerado. Antes de todo ello, habían tenido que sufrir mucho, no sólo por el idioma, sino por las costumbres, las comidas y un largo etcétera, pero supieron sobrellevarlo y cada día que pasaba se adaptaban mejor a su nueva vida; su padre trabajaba en una finca cercana a la capital, haciendo de jardinero y agricultor, que para él no supuso nunca problema insalvable, antes al contrario, cumplió eficaz y holgadamente con su trabajo, que había estado acostumbrado a trabajar más y en peores circunstancias y en cuanto a su madre, una vez que dejó de lagrimear al acordarse del pueblo, se encontraba más que bien. La cogieron de cocinera en cuanto los dueños de la finca probaron una de las comidas que se hacían en la cocina de los españoles, a la que llegaron un domingo, seguramente guiados por el olor y probaron unas simples migas y al explicarles cómo y de qué se hacían no dieron crédito a lo que escuchaban, ya que les parecieron una de las comidas más ricas que habían probado jamás y encima con unos ingredientes tan comunes y sencillos de conseguir. Doña Laura, como la llamaban los señores de la casa desde entonces, se convirtió en la estrella de esa familia toledana que afortunadamente se había afincado con ellos y es que unos días más tarde de su primera incursión a la cocina de los españoles, repitieron el acercamiento y vieron el mismo desayuno preparado. Ahora sabía de otra manera distinta y no menos sabrosa que el anterior y es que la madre había preparado un día las migas con chorizo y el otro con sardinas arenques y hasta les recomendó probarlas con chocolate y con uvas y les gustaron tanto que la preguntaron si sabría hacer otras comidas tan sabrosas, cosa que comprobaron, convenciéndose que la comida española era infinitamente mejor que la suiza, sobre todo cuando probaron unas patatas con bacalao, un cocido y unas judías con oreja, amén de una sopa castellana y de ahí en adelante lo que se quiera, que Laura estaba acostumbrada a cocinar al amor de la lumbre, como debe y suele hacerse por aquí. Todo ello le valió para ascender a cocinera de la casa, en detrimento de un cocinero italiano que no hacía mal las recetas de pasta, pero ni punto de comparación con lo que guisaba la española, al decir de los suizos. María, la hija, pronto se hizo a las costumbres de su nueva morada y no tardó en chamullar el alemán en el colegio al que iba, donde también encontró amiguitas de su edad, que a la sazón era de 7 años y fue la que menos sintió el cambio de residencia. Anastasio trabajaba mucho, pero le compensaba el dinero que ganaba, con el que pagaba los estudios a sus hijos y todavía le quedaba para ir ahorrando unos francos que les permitiesen cubrir alguna posible eventualidad negativa y quién sabe si para regresar a El Carpio, pasado el tiempo, como después harían otros muchos. Laura, a medida que pasaba el tiempo, veía que su tristeza iba disminuyendo, cuando contemplaba a los hijos creciendo felices en el entorno que les rodeaba y también porque disfrutaba de unas comodidades que ni soñaba cuando estaba en el pueblo y hasta llegó a pensar que lo único que sentía era no poder presumir con las vecinas de lo mucho que había subido en todos los aspectos; sus modales eran, si no distinguidos, sí más refinados que antes y en la casa la mimaban por su arte culinario. Un día de Santiago, en que la familia sintió la nostalgia de la fiesta mayor de nuestro pueblo, no se les ocurrió otra cosa que atreverse a invitar a los señores de la casa a una comida de las que aquí se suelen hacer y Laura preparó un gazpacho de primero y una gallina en pepitoria para después, que se olía a una distancia considerable y que atraía con fuerza al epicentro del olor. Los señores dijeron que no podían complacerles, ya que iban a venir unos amigos a visitarles, aunque posteriormente tuvieron que desdecirse, al notar los recién llegados el apetitoso olor que les llegaba a la pituitaria una vez dentro de la casa y al inquirir de dónde procedía les explicaron a qué se debía e hicieron hincapié en que les parecía magnífica la idea de los españoles y que se sumaban muy gustosos al ágape en cuestión, a lo que accedieron los dueños de la casa. La comida fue un éxito completo y para qué vamos a explicar los pormenores, pero sí hacer mención de que cada domingo Laura preparaba la comida de los anfitriones y estos voluntarios invitados y un domingo llegaron más invitados y la fama de la carpeña fue en aumento, hasta que a Anastasio se le ocurrió la feliz idea de tratar de abrir un restaurante, dada la aceptación de las comidas confeccionadas por su mujer. No fue fácil para él atreverse a insinuar al señor Müller, que así se llamaba el patrón, la idea del restaurante, pero éste no puso ninguna objeción, ni siquiera cuando le dejó caer la posibilidad de que le avalase en un crédito que pensaba solicitar de algún banco, que con ello y el dinero que trajo de España por la venta de la casa y los terrenos, podría independizarse, aunque al principio hubiese que apretarse algo el cinturón. Al fin y al cabo, había visto que los españoles eran personas responsables y sabía que no tendría problemas de ninguna clase al ayudarles, antes al contrario, sabía que podía contar con ellos para cualquier cosa y en cualquier momento. Además, Anastasio le seguiría cuidando su jardín y sus hortalizas, que más bien tenía por afición que por otra cosa. Hicieron los trámites con la mayor celeridad posible y en poco tiempo consiguieron un pequeño local, que ya habría tiempo para cambiarse a otro más grande, si es que las cosas pintaran como deseaban. Mientras conseguían el crédito, que en Suiza es fácil y rápido, no en balde es el país bancario por excelencia, buscaron un local a propósito y lo encontraron en el centro de la ciudad, a orillas del río Limmat, que acomodaron con toda presteza y cariño al cometido a que se le dedicaba, consiguiendo un local muy aseado, con cierto aire castellano, adornado con mesas y sillas robustas de madera oscura y maciza, sin faltar la parafernalia propia de la imagen estereotipada que de España se tiene en el extranjero. A tal efecto, colgaron sus ristras de ajos y pimientos picantes, calabazas del peregrino secas, algunos cuadros de temas españoles y los inevitables carteles de toros y en la puerta un letrero grande que rezaba RESTAURANT EL CARPIO, en letras góticas. Llegó el día de la inauguración y acudieron los señores de la casa donde tan bien les habían recibido y ayudado, acompañados de sus amistades, que eran muchas y de notable categoría y Laura sacó de sí misma lo mejor que había aprendido y todos salieron satisfechísimos de la comida, asegurando que regresarían con frecuencia a degustar tan sabrosos manjares y que recomendarían con gusto a otras gentes, en la seguridad de que les estarían agradecidas. Creció la fama del restaurante y por ende de la cocinera y justo es decir que la comida era fija, nada de a la carta, acudiendo la gente atraída por lo exótico para ellos de la misma y así lo mismo se comía un cocido de los que se hacen al amor de la lumbre, como se suele hacer aquí, que unas migas bien cortadas y hechas, o unas sopas castellanas, pepitorias, judías con rabo de buey, carne guisada de oveja, que este animal lo hay en todas partes y cosas similares. Así pasaba el tiempo, con Anastasio acudiendo a cuidar del jardín y pequeño huerto del señor Müller, Laura cocinando, cada vez más enfrascada en su cocina y hasta inventando guisos, Rafael estudiando, al tiempo que se encargaba de surtir a la cocina las viandas que su madre solicitaba, que tiempo tenía para ambas cosas y María ayudando a su madre en la cocina y estudiando filología española, que la servía para conservar su lengua original y también por si se decidía más tarde a poner una academia de nuestra lengua, pues había comprobado que no abundaba la enseñanza del idioma español en esa parte del país helvético. Todo transcurría felizmente para nuestros paisanos, pero el tiempo no perdona a nadie y así Anastasio falleció repentinamente, Laura tuvo que dejar la cocina en manos de María, que se quedó con el restaurante, animada por su hermano y por Friedrich, un chico suizo que estudiaba con ella y que sabía hablar en español perfectamente y con el que terminaría casándose y dándole 2 hijos preciosos, el niño copia del padre y la niña de la madre. Para la abuela, Laura, fueron una bendición, pero no pudo gozar mucho de ellos, pues la pena que tuvo que soportar con la muerte de Anastasio terminó por vencerla, después de unos años de sufrimiento intenso, pero callado y finalmente se fue a reunirse con él. A Friedrich le gustó lo del restaurante y se metió de lleno en el negocio y fue quien lo aupó más, si cabe, supervisando lo administrativo, mientras María incidía más sobre la cocina y todo marchaba viento en popa. Rafael, terminada la carrera, logró colocarse en una prestigiosa fábrica de perfumes, se casó con Lorena, una argentina afincada en Zurich, que le dio 3 hijos y allí permaneció hasta su jubilación. Finalmente, Lorena murió de un cáncer pulmonar y Rafael quedó solo, pues sus hijos ya se habían casado y el matrimonio vivía solo. Tanto Rafael como María se habían adaptado perfectamente a las costumbres suizas, sin que se pueda decir que algún poso de las españolas, concretamente de las carpeñas, no estaba sedimentado en el corazón de ambos. Viviendo los dos en Zurich, se visitaban con mucha frecuencia, sobre todo por parte de Rafael y su familia, que les era más fácil ir los fines de semana al restaurante a comer y así cumplían con su estómago y con sus allegados y cuando tenían días vacantes en común, hacían excursiones por esas tierras de tan maravillosos paisajes y ciudades. De esta forma, visitaban la cercana Lucerna, su lago y el Monte Pilatus, o pasaban la frontera con Alemania, para ver las Cataratas del Rhin y la Selva Negra, o bien se daban un garbeo hasta Liechtenstein y tantos lugares cercanos y más con la red de trenes y autobuses postales que circulan en el país, tan numerosos, rápidos y cómodos. Rafael acudía de vez en cuando a un centro español de la ciudad, donde tenía amigos, pero curiosamente esta costumbre la adquirió muy tarde, ya cuando había dejado de trabajar, pues su padre le había metido en la cabeza no frecuentar ambientes hispanos, para obligarse a aprender rápidamente el alemán, pues si establecía amistad con compatriotas, necesariamente hablarían en español y así le costaría más trabajo pensar y hablar en el idioma del país en el que tendría que vivir, probablemente, toda su existencia. No estuvo mal el consejo, pero finalmente se arrimó a sus orígenes, pasando algunas tardes platicando con compatriotas y así el gusanillo de lo vivido en sus primeros años se iba agrandando cada vez más, hasta que, de improviso, comunicó a su familia, hijos y hermana, que pensaba realizar un viaje a España, concretamente a un pueblo llamado El Carpio de Tajo, en la provincia de Toledo, cuna del nacimiento de sus padres y hermana y que, después de tanto tiempo, lo sentía más cerca, aunque pudiese parecer paradójico, pues antes no le acuciaba tanto el deseo de regresar. Nadie le puso objeción alguna y así preparó su viaje con gran ilusión, al cabo de tanto tiempo de haber salido de allí. Llegó a El Carpio y no conoció a nadie ni nadie le conoció, porque eso fue lo que se propuso Rafael, hasta ver en qué paraba esta aventura. Se había alojado en un hotel de Torrijos, porque preguntó en la oficina del Centro de Iniciativas y Turismo Español de Zurich si había algún hotel o fonda en el pueblo y le contestaron que no, pero vio que había muy poca distancia entre ambos pueblos y como había alquilado un coche sin conductor en el aeropuerto de Madrid, podría desplazarse cómoda y rápidamente del uno al otro. Cuando nos lo habíamos encontrado yendo por el camino “senderos”, acababa de llegar de Torrijos, adonde había llegado la noche anterior y dejando el coche en la plaza se dispuso a dar una vuelta por el pueblo, entrando en la iglesia, para hacer la primera visita a la Virgen de Ronda, de la que su madre era bien devota y a la que suplicaba en épocas difíciles y agradecía en las bonancibles. Bajó carretera abajo y enfiló el camino del cementerio y así es como llegó hasta el destino propuesto que no era otro que las peñas de S. Bartolomé y desde allí contempló lo que ya había visto hacía muchos años y que, milagrosamente, permanecía igual y le pareció que al fijar la mirada en ese paisaje no había pasado ni un solo segundo entre la última vez que lo observó hace tanto tiempo y ahora que lo observaba de nuevo, tan vivo había permanecido en su mente, como tantas cosas que comprobaría después. Se hartó de mirar al río, a la vega del “soto”, que todavía se acordaba del nombre, porque por allí había pasado al otro lado, aprovechando lo somera que estaba la superficie del lecho por entre aquellas piedras de la corriente, casi sin arremangarse el pantalón corto que usaba. Bajó hasta la ermita con trabajos y allí descansó un tanto, mirando por el ventanuco de la puerta, para ver a la Patrona del pueblo. Una vez que hubo descansado, se sintió con fuerzas y reemprendió el camino para llegar al pueblo, cosa que hizo tras una hora de haber comenzado en la ermita, tan despacio lo hacía. Una vez en la plaza y sin darse a conocer, entró en un bar a tomar una caña de cerveza, tras lo cual cogió su coche y regresó al hotel de Torrijos, pidió la cena en su habitación y se acostó, cansado de tanto esfuerzo físico, al que no estaba acostumbrado últimamente y tanto esfuerzo anímico, que así catalogó al agolparse tanto recuerdo en su mente. Trató de dormirse en seguida, pero no lo consiguió y estuvo dando más vueltas en la cabeza al reciente viaje a su pueblo, pasando de la nostalgia a la tristeza y a veces por la indiferencia calculada a propósito y hasta llegó a preguntarse si una vez que sus hijos estaban felizmente instalados en Suiza y pensando como suizos, no sería acertado quedarse a vivir en España, concretamente en El Carpio. Esto le llenaba de dudas, pues bien sabía que no se había acordando casi para nada del pueblo en tantos años que faltó de él, mas, paradójicamente, ahora sentía como una atracción que no lograba dominar y hasta llegó a pensar si no sería una obsesión ocasionada por debilidad mental, como locura senil. En caso de decidirse a cumplir este soterrado deseo, sus hijos no pondrían ningún inconveniente a que así fuere, estaba seguro y aunque despierto, soñaba y soñaba que vendrían todos los años, acompañados de sus nietos a pasar temporadas con él, cuando llegasen sus vacaciones y hasta le llevarían por Navidad a pasar estas tan entrañables fiestas con ellos, que no en vano siempre las habían pasado así desde siempre. Finalmente, quedó tan cansado con el esfuerzo y emociones del día que se quedó tan dormido que hasta las 10 de la mañana no se despertó, alarmado por los ruidos que hacían las mujeres de la limpieza de habitaciones. Se levantó, se arregló lo más rápidamente que pudo y bajó a desayunar, tras lo cual montó en el coche y volvió de nuevo a Carpio, a despejar sus dudas, habiendo tomado la determinación de si le atraía tanto como pensó la noche anterior, vería el modo de instalarse en él, ya vería cómo y si no, daría un adiós definitivo a su pasado y regresaría al lugar que le recibió con los brazos abiertos y en el que descansaban sus padres y esposa y se encontraba el resto de la familia, que en el pueblo no tenía ninguna, al menos con la suficiente fuerza como para anclarle en él. Cuando llegó, dejó el coche en la plaza y se adentró en un bar, a charlar con la gente, que por cierto era mucha por ser domingo y sopesar las decisiones que pudiera sacar a través de las reacciones de sus paisanos cuando llegase a descubrir su personalidad y las propias, al analizarlas. Para muchos era y había sido un desconocido y ni siquiera la curiosidad les arrastró lo más mínimo a participar en esa especie de juego que él se había inventado y ni siquiera por cortesía se acercaron a escucharle, cosa que le extrañó, pues cuando era pequeño cualquier sucedido y más de este calibre, agolpaba a la gente en torno al protagonista. Sin embargo, sí hubo alguien que se acercó con cierto interés y se presentó como Juan, hijo de Arsenio, “el señalao”, diciéndole que si su padre no le había contado nunca que se fue del pueblo como un cobarde, después de haber ido quitando al suyo parte de su tierra, corriendo la linde que había entre las fincas de ambos. Rafael sí sabía de este asunto, no por que se lo contara su padre, que nunca lo mencionó, sino porque él lo recordaba y lo tenía archivado en su memoria como se tienen tantas cosas, lo mismo importantes que nimias e intrascendentes. Al oír aquello, a Rafael se le agolpó la sangre en las sienes, que parecían estallarle, pero poco a poco se fue dominando y con voz serena repuso:”así como tú honras a tu padre, siendo igual que él, a lo que veo, yo también voy a honrar al mío, haciendo lo que él hizo y hasta te doy las gracias por haberme ayudado a tomar la decisión que veo es la más apropiada para mí”, tras lo cual salió del bar. Miró a esa iglesia tan hermosa por última vez, notando un nudo en su garganta y una cierta humedad en los ojos, se montó en el coche y emprendió el viaje a Madrid, pasando por Torrijos para recoger su equipaje y llegar al aeropuerto, justo a tiempo de dejar el coche a la compañía que se lo alquiló, cerrar el vuelo en su billete, facturar su equipaje en el mostrador de la línea aérea, coger su tarjeta de embarque, pasar la aduana y llegar a la sala de espera hasta tomar su avión de regreso a Zurich. A la llegada al aeropuerto, le estaba esperando la familia en pleno, a la que había telefoneado desde el aeropuerto de Madrid, Barajas, porque sentía la necesidad de su aliento, para calmar sus emociones y sentirse arropado con su presencia. Después de muchos abrazos y besos, Rafael respondía a la pregunta de cómo había encontrado al pueblo en el que había nacido, con un lacónico: exactamente igual que como lo dejé. Cristino Vidal Benavente. |