Caídos por Dios y por España Blog de Enrique Meneses Durante cuarenta años, los vencedores han honrado “a sus caídos” en la fachada de todas las iglesias de España. Ya podía tratarse de un peón agrícola que se vengaba del señorito que le puso los cuernos o de un modesto e inocente sacerdote, siempre se trataba de un “caido por Dios y por España.” El colmo lo hemos vivido en octubre 2007, con Benedicto XVI cuando 498 víctimas de los “rojos” ascendieron al club de los “beatos”. ¿Qué más se podía hacer con “los nuestros”, después de tenerlos perfectamente identificados y documentadas sus virtudes por nuestros diligentes miembros de la Conferencia Episcopal? Según datos de la Iglesia Española, los “mártires” de los años 1934 y 1936-39, durante la guerra civil española, pueden alcanzar la cifra de 10.000. Han sido beatificados ya 977 y proclamados santos, 11. Juan Pablo II los denominó “Mártires del siglo XX”. Otros españoles, “por malos” y comunistas, murieron más o menos de la misma manera que los de derechas, con un tiro en la nuca o fusilados al amanecer en la cárcel de Porlier o en la plaza de toros de Badajoz. Para no contaminar los cementerios donde yacía tanto buen cristiano, se les echaba tierra encima en cualquier cuneta de la carretera y se dejaba que el tiempo borrase su identidad de la memoria de los hombres. “Ellos habían muerto por el Anti-Cristo y por Stalin”, justificaban las beatas. Hemos escuchado el nombre de Paracuellos del Jarama durante 40 años y vemos como cada una de sus tumbas está tan cuidada como las de los aliados muertos en el desembarco de Normandía. Mi padre fue gobernador civil de Segovia con el gobierno de Alejandro Lerroux. Siempre fue un beato y a los 14 años, de sus ahorros, compró a su madre (dueña de Plata Meneses) los rayos que adornan la imagen de la virgen de la Paloma. Así se llama mi hermana, tal era su devoción. Cuando regresó a España en 1944, fue detenido y pasó en Consejo de Guerra donde se pedía la pena de muerte para él y para la mayoría de sus compañeros enjuiciados. Con mis 15 años, yo me encontraba entre el público junto a mi madre. ¿Su delito? En día de elecciones en febrero de 1936 (que dieron la victoria al Frente Popular), oyendo misa en la catedral, mi padre mandó un recado al sacerdote, por medio de un acólito, para que se ciñese a la homilía del día y dejase de amenazar con el infierno a quien votase a las izquierdas. Su pena fue conmutada por dos años de cárcel pero perdió su agencia de prensa y los contratos que tenía con la REDERA, antecesora de Radio Nacional. El entonces obispo de Segovia avaló su rectitud durante su mandato como gobernador civil. Pero nada más. A pesar de todo nunca fue indemnizado ni se le pidió perdón por su condena. Es una anecdota insignificante comparada con la cantidad de dramas que vivieron otras familias españolas, con frecuencia muy modestas. Considerar comunista al socialista católico Tierno Galván, era abusivo, pero perdió su cátedra y tuvo que seguir dando clases por el hueco de una escalera en un edificio de la calle Marqués de Cubas con sus alumnos tomando notas en los escalones de varias plantas. Lo vi con mis propios ojos y hablé con él. Le ofrecí colaborar en mi revista de pensamiento, “Cosmópolis”. Y cuando el mensual estaba impreso, con su artículo, el gobierno prohibió su difusión. En mis memorias, “Hasta Aquí Hemos Llegado”, trato de aquellos tiempos de la dictadura. Cuando la derecha proclama que la amnistía de 1977 perdonó todos los delitos de ambos bandos, guardaba las espaldas de muchos culpable que aún vivían. La muerte de Franco fue anunciada en TVE por el lloroso Presidente Carlos Arias Navarro, que fuera llamado por los represaliados republicanos, “carnicerito de Málaga”. El Juez Baltasar Garzón, que consiguiera internacionalmente el reconocimiento de su competencia al pretender enjuiciar a Augusto Pinochet por genocidio, se ve ahora atacado por una derecha que no acepta que se reabra ningún caso de búsqueda de ajusticiados que yacen en cunetas, fosas comunes o, simplemente siguen desaparecidos. No se trata de enjuiciar a nadie por las atrocidades cometidas a lo largo de 4 décadas de la Historia de España sino que el gobierno facilite la búsqueda de miles de “desaparecidos” cuyos restos, actualmente, están saliendo a la luz del día por el esfuerzo de voluntarios y con medios precarios. Solo es de justicia que millones de españoles puedan enterrar a los suyos en un lugar identificable, como lo están los del bando vencedor. ¿Por qué este acto de justicia “es reabrir heridas” y no abrían heridas el continuo recordatorio en fachadas de iglesias, en el Valle de los Caídos y organizaciones de ayuda a Antiguos Combatientes (por supuesto, del bando nacional)?
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