poema a el aguardiente Es hija de la ignorancia el pretender seriamente, que no beba máss la gente y que de hoy en adelante, es mejor ser temperante que una tina de aguardiente? Yo les digo francamente que no alcanzo a comprender, qué llegaremos a hacer sin este vicio inocente; porque creo firmemente que este pueblo sin licor, será un fuego sin calor, especie de sol sin luz, un Santo Cristo sin cruz, una madre sin amor. Juro que en estos seis meses, y doy palabra de honor, apuraré hasta las heces el embriagante licor. Porque creo, si señor, que lejos de ser un mal, como lo afirma un tal cual sin sentido y sin razón, es el delicioso ron hasta la ley natural. El anís con su blancura y su democracia ardiente, nos prueba que es mucha gente y que su sangre es muy pura. Pero el hombre en su locura siempre ciego y delirante, lo maldice a cada instante no siendo otro su deseo, porque el hombre es un pigmeo y el anís es un gigante. él mitiga los dolores del corazón cuando estalla. él es muro y fuerte valla de todos los sinsabores; él riega de blancas flores nuestra senda aridecida y entre su seno escondida la felicidad yo he visto, porque el anís, como el Cristo, es resurrección y es vida. él templa la dulce lira del poeta cuando canta, él al cielo nos levanta porque él el numen inspira; él al pecho que suspira le presta ayuda y valor y en las lides del amor potente como un Apolo, desde el Ecuador al polo siempre ha sido vencedor. Es en el mar de la vida el anís seguro puerto; oasis en el desierto, bálsamo de toda herida. Está en su pecho escondida la brillante luz febea, es espada en la pelea, en la música sonido, en el corazón latido y en el cerebro es idea. Canta la estrella que brota en el alto firmamento, canta el aire, canta el viento, canta la blanca gaviota, y canta el mar cuando azota las riberas sin cesar. ¿Por qué yo no he de cantar contra esta cruel temperancia, con la furia y la arrogancia del viento, el ave y el mar? ¡Sí!, que brote mi canción, que en ella se vea latente la inspiración de la mente y el fuego del corazón. Que mi eterna maldición caiga sobre la cabeza, del que tuvo la torpeza de decir en tono asnal, que tan sólo han hecho mal el anís y la cerveza. Cuando el Redentor Divino su sangre nos quiso dar, digna de él no pudo hallar otra cosa más que vino. Y hoy, ¡gran Dios!, qué desatino, pretenden estos farsantes que se muestran tan amantes de tu religión sagrada, volver tu sangre a la nada sólo por ser temperantes... Bebió aguardiente Jehová, y Nabucodonosor, y Cristo Nuestro Señor en las bodas de Canaán, tragó mucho guandamé el intrépido Noé, el gran soñador José y Confucio y Faraón, y Tiberio y Cicerón; lo digo porque lo sé. Como sé que fue un borracho el gran Rafael de Urbino, el Dante y el Aretino y Correggio y Juan Bocaccio, y Cervantes de muchacho, Tirso, Lope, Calderón, Montalbán, Luis de León, Shakespeare, Ariosto y el Tasso, Don Quijote, Garcilaso, Byron y Napoleón. Ya ves que siempre ha habido en todos tiempos y partes, tanto en ciencias como en artes, bebedores de sentido, y, ¿no sabes quién ha sido su inventor? No un holgazán, como dicen, ni un patán, ni cualquier ruin fariseo: fue San Carios Borromeo en la peste de Milán. Entre tanto, con valor, acerquemos a la boca ancha y suave y limpia copa de este olímpico licor, y que un hurra atronador brote el alma con violencia v predique la excelencia del anís, porque él ha sido, donde quiera que lo ha habido rayo de la existencia. |