El Bodón - Salamanca

Y tenía sed mi buche, el “PROVÍN”, porque se ponía a trotar todos los días, cuando se acercaba a la fuente que había en aquella bajada del teso hacia Valquemada; ahora en ese teso, hay unos perros muy grandes, se ve que ahora hay unas cuadras con ganado; entonces solo había nada; trigo, luego rastrojo, y luego nada otra vez; y ahora, cuando volví allí a recordar todo, no podía ni andar, de maleza, carrascos, alambradas…no pude bajar a la fuente de mi buche. Así que me volví a la piñuela, para coger el otro camino paralelo, que va casi al mismo sitio; pasé la viña, pasé otro teso, y conseguí llegar por fin a la fuente de mi buche atravesando un pinar, con una huertita, y la chabola correspondiente, como si allí viviera un santón ermitaño. Una zorrina me seguía con disimulo desde lejos, pero conseguí llegar a la fuente de mi alma; había una encina en la pared, que entonces no estaba, la encina, sí la pared. Y de allí, a Valquemada, a echar un vistazo; entro en los encinares, donde yo cada mañana oía cantar al cuco; y ví una casa, y otra casa que ponía Valquemada, en rústicos azulejos de azul y blanco, lo que antaño me parecía un palacio, ahora era una humilde caseta. Me decepcionó Valquemada; era mi sueño, mi ilusión, lo tenía idealizado, y lo vi en absoluta decadencia. Y de vuelta vi toros bravos; una vaca me miraba con muy mala leche; encontré un mirlo moribundo, me acerco, y vi que tenía el cuello lleno de lentejas, luego pensé que serían garrapatas; vi unas colmenas, y vuelta a Bodón por la viña, porque quería aprovechar el día de excursión, y ahora era al otro lado del pueblo, al molino; quería ver la fuente de los huevos güeros, pero no la encontré, supongo que habrá desaparecido con la presa, aunque yo la recuerdo un poco más abajo. Y de vuelta me paré en una encina que la llaman la “Abuela”, según mi amigo de la niñez Jesús Salicio me había dicho unos años antes; a la sombra dí un golpe con mi bastón montañero en el tronco, y sorpresa: salieron con gran algarabía miles, millones de moscas que no se veían, pero que allí estaban a la sombra. Y al volver al pueblo y pasar por la hoja, (llanura que entonces me parecía infinita, ahora no tanto), me acordé de nuevo de tía Lorenza, madre de los segadores, y de sus guisos de oveja que yo les llevaba a la hoja, y de los FREJONES tan contundentes y ricos; en la hoja no había encinas, ni sombra como en el collado, donde debajo de ellas estaba el trigo verde para segarlo; en la hoja no había sombra, y el pinche, que era yo, les tenía que tener agua en abundancia, porque cada vuelta que daban, se bebían tres cuernas cada uno, y el mayoral Antonio Mieloja, cuatro; total: una cántara cada vuelta. Acabó mi excursión con una comida en “Ciarodrigo”, pero a la tarde volví a mi huerto, el de los membrillos, y recordé, cuando me ponía las orejas llenas de cerezas a modo de pendientes, y cuando con un junco que arrancaba lo cogía por la parte blanca y me estaba jugando con él toda la tarde, y si conseguía arrancar tres, hacía con ellos una trenza. Después del verano, ya no trillaría, no acalcaría la paja, ya no subiría al muelo a aventar la mies; llegaría el invierno, un señor llamaría a mi casa para vender miel; pasaría por delante del niño Jesús del Belén un montón de veces para que me viera bien, y se lo contara a mi madre, que siempre me decía que el niño Jesús le había dicho que no había ido a misa; vendrían los reyes magos con sus cuatro castañas, o una naranja de zumo que llamábamos de sangre de toro, o una flauta de caña morada, o una anguila de mazapán en una cajita redonda; y cuando los reyes ya eran ricos, me trajeron una pelotita, azul y blanca, que rompí al día siguiente para ver qué tenía dentro: solo tenía el botete.