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Monte Matalaorilla

Poblacion:
España > Palencia > Villambroz (Villarrabé)
Monte Matalaorilla
El convento de Matalaorilla


A Villambroz lo amanece Dios allá por las eras. Un día de primavera de 1950, un sol con ganas de pedanía doró, sin incendiarlos, los pajarones de intemperie que encontró al paso, acribilló los túneles que habíamos hecho en ellos los niños como buscándonos, y se estampó en seguida en las bardas de levante. Los gallos, muecines de corral, pregonaron llenos de razón la poligamia del día; las “pulas” fueron dejando el gallinero en imperfecto estado de revista y, ordenadamente, unas hacían los patios y molederos mientras las más responsables tomaban la vez en los niales. Los conejos asomaron sus orejas desgarbadas en la boca de sus huras y con un gesto obsceno en el hocico se volvieron a lo suyo. El ganado mayor esperaba, sin mover un rabo, órdenes concretas y algunas atenciones: alivio de collares y cabezadas, atusado de pelo y sobre todo -esto era innegociable- que les alzaran las persianas y les airearan la alcoba: hasta los virus se ahogaban ya con el vaho y las flatulencias de segunda mano. Los gochos seguían derrotados y atravesados en la celda de castigo como en el mismísimo edén; por el aplomo de sus ronquidos, la diana de aquel día era filfa para ellos, y tenían la decisión en la vejiga de continuar en las mismas hasta San Martín. Las contadas ovejas con derecho de pernocta en el pueblo, brindaron suavemente con sus cencerras como en días de Viático: conocida es la unanimidad gremial de estas benditas, que por nada del pueblo harían de menos a sus enlaces sindicales, aquellos bravos carneros que se rompían el alma -y los cuernos- por ellas, y las esperaban ya con los mandilones puestos en las majadas del monte.
Los humanos pastoreábamos aún, con desigual fortuna, nuestros particulares sueños; los nenes se trabajaban la cuna, mordisqueaban con fruición la chupa rezongando idiomas y marcándose un pis sublime en los ropones, último servicio de las capas aguaderas de nuestros abuelos. Los rapaces ya empezábamos a vadear este valle de lágrimas e intentábamos componer algún quebrado imposible, acorralar al “Pi menos R” en un círculo evanescente como pedrada en un tojo; ¿para qué hablar de aquellas ensoñaciones freudianas en las que siempre te descalabraba la misma chavala...? Los hombres desatascaban los carros o reparaban la vertedera con los santos ya en la gorra. Nuestras madres, en fin, se afanaban con el azulete y la taja, y eran apenas un susto pegado a un delantal pensando en las morcillas, el vestuario y la manduca de sus alevines.
Pero había algo de premonición en aquel amanecer, porque el anuncio del “Nitrato de Chille” en la esquina de la cantina del baile, con sus dos cowboys, pecosos ya por el óxido a corros, andaba a lanzadas de luz, haciendo guiños extraños de semáforo e invitaba al tráfico no se sabe a quién a aquellas horas: optimismo puro, salvo a romeros liados en pleno páramo, o a alguno de aquellos arcángeles de la Biblia en busca de pecadores. Lo más chocante, con todo, era el fuego cruzado y fisgón entre los cristales de la escuela y los ventanucos de las casas fronteras, mal avenidos con las ordenanzas, y con humos de aspillera de torreón. En la escuela se iba a cocer algo.
El sol, de un volido, se plantó al otro lado del pueblo: se ahogó antes lo justo en el pozo de la plaza, pasó sigilosamente sobre los tejados y se desesperó un poco ante la orgía de planos, formada por cumbreros, tenadas, cuadras, horneras y humeros; hizo una reverencia en la torre colándose por las troneras y, tras organizar el orfeón de las ranas del Pozonagro, que ya esperaban con su chicle en la boca, trepó los majuelos de los cascajos atropellando las sombras; y allí aparcó. Se constituyó en cronómetro local (“¡mira a la tronera, hijo, que debe ser la hora de tal cosa...!”), y pareció dedicarse, por fin, al Páramo en su conjunto.
Amanecidos estábamos, pero no madrugados como para medrar. A la tramoya y los efectos especiales le seguía ahora la función del gran teatro del mundo hecho pueblo, en sesión contínua y con actores de la cantera local. La caracola del pastor comunal voceó acampada libre para terneros y potros, vacas de desguace, mulas y caballos con mataduras de pronóstico rutinario y, en general, ganado de la tercera edad. Acudían también yeguas y vacas gestantes, y toda pezuña con día libre o en paro ocasional. Punto de encuentro, abonado opcional y orden del día en los prados de las huertas: la costa natural de Villambroz. Los burros, en peña aparte, abrían la marcha con el jolgorio habitual, y el conjunto desaparecía por La Cueza arriba en busca del “pienso luego existo”.
Las fuerzas productivas hacían hervir de actividad las calles, los caminos y los campos; el sebo de los pastores competía en aromas y diligencia con el romero de los labradores de la copla. El tío X bajaba ya un carro de abono con el buje a grito limpio falto de unto, la pareja de tudancas se hacían la contra a un lado y otro de la vara de tiro, y el dueño a varios pasos por delante como si el jaleo fuera de otro, de cuando en cuando se volvía, rejoneaba a la yunta y “bendecía...” a las vacas, por lo bajo, con jaculatorias de capellán. Una carretilla anónima, con dueña embozada en una especie de burka, arrastraba un cesto de chochos Costanilla abajo hacia el Pozonagro; la rueda, desahuciada ya de la geometría, resbalaba más que rodaba en las boñigas recientes. El fresquero abrió pronto la lonja de dos ruedas en la plaza y el cacharrero acampó en el rincón de costumbre, cuando el esquilo de la torre tocaba ya la primera: tiros iba a haber aquel día por los pregones, y el “confiteor” (me confieso) de la Misa -a quince céntimos y en latín de La Cañada- sería ronroneado sin remedio por algún monago del banquillo ¿nos perdonaría Dios aquel día?.
Un asno y su caballero tomaban el camino de Villambrán; el animal iba diligente como si llevara una brasa bajo el rabo; el pastor ocupaba el descansillo de atrás, justo en el precipicio de las ancas, como si llevara billete reducido o se hubiese montado a pedal y de urgencia; no lo parecía, pero formaban pareja solidaria en la empresa de más empleo del pueblo. Y ¡atención a esta estampa!, porque la cosa va de corrales y, subidos ya a la metáfora, quizá tengamos que hablar más adelante de abades visitadores de los cenobios del monte.

El futuro de Villambroz, en faldita y pantalón corto, enfilaba ya la escuela inundando el callejero; salíamos por camadas, hoy diríamos por genealogías, conocida la panoplia nobiliaria que nos gastamos en la Web. El entrañable cabás compartido y cargado de reyes godos, silabarios, pizarrines y plumillas de gancho última generación; los pantaloncitos con sus tirantes y petos, reciclados siempre en orden descendente contra el hermano menor; los “votidines (vestidines) con tiratas” de las nenas, los flequillos, coletas y lacitos urdidos en los “camerinos” de nuestras madres, coloreaban la mañana, camino del “campus” en plan Somosaguas. Había mucho pueblo en las caras, pero también sonrisas de oreja a oreja y el mundo entero en las miradas.
Y allí estaba ya el Dios del Páramo en la escuela con la sorpresa del día: un fraile con sayal pardo de pliegues rectos como tablones, una especie de zurriago bien trenzado y anudado a la cintura, y la tonsura en la cabeza del tamaño de una trilla. Se daba un aire a Tobías, pero sin señales... de vencejos incontinentes en los ojos; al revés: protegía la vista y una cicatriz inquietante en el hemisferio izquierdo, con unas gafas de lupa y montura a lo Woody Allen. Nos venía Dios a ver en forma de un sabio y de un santo en sandalias. Él mismo se presentó como enviado del Altísimo en busca de obreros para su mies, pescadores de almas y pastores de hombres, y acumuló enseguida lo de la viña del Señor y la buena simiente. La verdad, nos aturdió un poco con tantas especialidades de empleo en la casa del Padre, acostumbrados a la unidad de producción en las nuestras, en las que nuestros padres sacaban tiempo, además, para cavar unas buenas raíces y hacernos a los niños una piuca, una carraca, una nita y unos chócolos con sus tachuelas para resbalar en los charcos. Él andaba subido a la alegoría como un Fenelón, y al no apearse de aquel género literario a lo divino, nosotros, en nuestro colodrillo, traducíamos todo a la jerga de La Rapa; nos manejábamos mejor con términos como agosteros, temporeros de uva negra y pastores con zurrona; teníamos claro, además, que el fallo de la simiente mencionada se debía a algún sembrador incompetente o tacaño que no la sazonó bien con piedralipe en su día.
La cosa es que la Señorita asentía complacida a toda la homilía del fraile, y eso nos daba entera confianza y nos hacía cabecear a nosotros también: conocida es la devoción que le profesábamos sus alumnos. A los 11 años y en esa época, la posible vocación religiosa debía andar (en general) un poco socializada entre las personas que nos querían: nuestros padres, el cura y la maestra: los niños éramos los depositarios y se nos suponía alguna inclinación. Pero esta “Seño” acumulaba en ella la vocación de todos nosotros. Siempre la querremos por eso, por su gran estilo personal y por el primer plexiglás bien llevado en Villambroz.
Nuestros hermanitos -tantos niveles como críos- empezaban a “decorar” el mobiliario por su cuenta, se aburrían a falta de progresos en lo que se parecía a un casting, y arremetieron con la tabla del siete, con “mi mama me mima” y con “Machichaco en Vizcaya”; de cuando en cuando nos jaleaban como a obispables, a quienes en el besamanos se nos había destacado ya entre la estufa y la mesa de la maestra. El religioso, en un buen reflejo, serenó la subversión de los infantes, repartiendo unos caramelos de café con leche entre los más exaltados: los pobres se fueron apaciguando con las mandíbulas soldadas y pugnaban por deshacer la golosina en la boca y respirar. Era el momento de decirnos claramente que podíamos llegar a ser sacerdotes de Cristo como él. Y lo puso tan al alcance, que alguno se sobresaltó y temió que nos ordenara “in sacris” allí mismo. Distribuyó entre los aspirantes un folleto con un diálogo para ser aprendido de memoria y nos mandó sentar; contenía un trato entre Satanás y un tal Julio, que quería vender su alma al demonio colorado por unas faldas imposibles. Llegado el cierre del trato, Satanás no compra el alma a Julio porque - según dice el muy ladino- en realidad ya es suya.
En diez minutos, un examen oral. El fraile, entre tanto, preparaba un estadillo de calificaciones por conceptos: memoria, comprensión, expresión, talento, motivación, unción religiosa, informes, cuota y colchón. En estos dos últimos capítulos solían naufragar los acuerdos entre el reclutador y la familia, si se llegaba a esta parte del proceso: no se entendía bien en la pedanía que los padres de un futuro ministro del Señor, canónigo como poco, seguramente misionero en Molocay, codicia de una timba de hechiceros caníbales en Java, o blanco de flechazos y mandobles entre los indios Motilones del Brasil, tuvieran que cargar con un colchón y pagar, encima, la manutención de su hijo y el IVA. No fue el caso esta vez.
Nos llamó el monje y nos puso en corro. La prueba era un éxito y se le veía satisfecho anotando dieces a mansalva en memoria y desparpajo. De allí podía salir un futuro Capítulo General completo para la Orden, si no se torcían las cosas. Había que ver las modulaciones de voz que asignaban algunos a los personajes del diálogo, según el particular criterio y simpatía hacia ellos. Se pasó enseguida a la comprensión, y aquí se notaba la penuria en comentario de textos -más bien barbecho-, en el Alma Mater de las eras. Aun así, sería sabrosísimo transcribir los improvisados alegatos de los niños de Villambroz en los años cincuenta: Julio quedaba de pardillo, perillán y rijoso; Satanás, como un mala sombra y astuto, y además -dijo uno- “le estaba bien lo de los cuernos y el rabo”; hubo quien -ya lanzado- se atrevía con las faldas de la prójima, hasta que le cambió el tercio el fraile. Poco a poco se quebraba la sintonía en la actitud de los candidatos y en las notas del cuaderno, y empezaron las evasivas y las respuestas lacónicas a las preguntas concretas. Alguien en su turno dijo, escuetamente y a su modo, que “el papel quería decir que el alma ni se compra ni se vende”, daba muestras de impaciencia y al apremiarle el reclutador con más precisiones, si quería ser santo en su convento, le espetó socarrón: “ a mí lo que me espera es el convento de Matalaorilla”, y enfiló los pupitres del fondo. Con aquella decisión autónoma y respetable de un niño, hasta una treintena de corrales del monte cobraban, en aquel momento, una nueva dimensión.

Llegados a este punto, debo advertir al lector que lo sustancial de esta historia es real y estamos vivos aún (espero) los protagonistas de la misma; tengo el mayor respeto por la institución del religioso reclutador, por mis amigos de infancia y por las personas adultas aludidas (que no nombradas), en sus personas, empleos, y actitudes vitales. El tema de fondo -la llamada inicial a un estado superior de renuncia personal, de servicio y de elevación espiritual-, no pretendo banalizarlo en absoluto. En situaciones muy similares a la descrita -con un poco más de privacidad quizá-, arraigaron espléndidos mayos a las puertas de las casas, orgullo de sus titulares, de sus familias y del pueblo entero. También fueron causa de opciones de vida diferentes en una especie de “efecto salida”, auténtica oportunidad para algunos; y ¿por qué no?, ratificaron a muchos en la tradición laboral honrosa y secular de ese pueblo que nos ata, con una querencia difícil de explicar, a los nacidos en él. La socarronería y el desenfado en el estilo, sólo pretenden hacer un poco más digerible y divertida esta estampa de Villambroz. Alguien ha dicho que “un relato es como una carta que su autor se escribe a sí mismo para contarse cosas que de otro modo no podría averiguar”. Me muero de ganas por recibir ésta.

Dicen los cronistas locales que nuestros corrales del monte ya son historia; entonces quiero reabrirlos idealizados ahora en conventos. La nueva perspectiva la refleja otro niño distinto que, casi a renglón seguido de la escena en la escuela, ejerció de “obispillo” auxiliar en el Páramo de San Martín. Por la mañana, las 80 discípulas se te arremolinaban a la puerta de entrada como para preguntarte algo que olvidaban pronto, te miraban embebecidas, aportaban su abono sin complejos (lo uno y lo otro...) y se apretujaban a la salida como si aquel día se fuera a terminar el monte o a apagarse el universo. Reaccionaban al oir sus nombres: allí estaban La Lucera, La Casilda y Dª. Perfecta, celestinas de un hato que pacía concentrado en aprenderse el verde de memoria. Todo se hace al aire libre en el campo: se nace, se retoza y se ama, pero se sufre y se muere a destiempo y sin enfermedad; no hay churras viejas allí: ésta es la tragedia del monte. A los colegas , “monjes” ya profesos, se les leía la vida en los surcos de la piel como huella de un cilicio de sol y de viento. Había oficio y dedicación en la búsqueda de las mejores hierbas y las aguas más claras para sus rebaños. La conjunción admirable entre lo humano, lo animal y el entorno natural proporcionaba experiencias y estados de ánimo inefables, dignos del Canto al Sol de San Francisco (¡hermano lobo!) y de aquella “Arcadia feliz” de los clásicos. Caramillos, zampoñas y flautas de Pan de la poesía bucólica, tenían aquí marca de origen en los vasos de cuerno labrados a navaja, en las imitadas gárgolas de las cachavas y en las monedas de real, transformadas en anillos para las Amarilis y Galateas del pueblo.
Pero el “obispillo” ni siquiera postulante era en aquella Orden de Villafrades; en realidad sólo estaba jugando a su primer destino de ocasión en la vida. Cuánta soledad y qué infinita nostalgia del cariño distante sólo 3 Km. No deberían consagrar “abadines” tan tiernos, no se debería hurtar a nadie su infancia. Con la puesta del sol arrebolando el cielo, llegaba el recreo ansiado pero huérfano de aula y sin goce; y en el encierro y recuento de las churras se producía de nuevo un cruce inquietante de miradas entre la candidez de ellas y el desamparo de él. En los corrales, ya repletos de ovejas, también se balaban las Horas: “In manus tuas, Domine...”; ellas querían decir: “mejor en las manos de Dios que una saca de corderos y machorras”. Sin embargo el Páramo no estaba sólo; por allí quedaba “gente” de medio techo, de hura y de intemperie. El atardecer y la noche denunciaban que el Creador cuidaba también de otros pucheros, que andaba vistiendo a los recatados lirios, a los tagarnios y a los gamonitos del Corpus, y que repartía osadías nocturnas por doquier. Por allí, el lamento o la serenata del alcaraván a la alcaravana navegando el aire; por allá el “coreché” seductor de la perdiz. Veredas tortuosas, señalizadas de olores, propiciaban encuentros de esa “gente” menor agazapada y de a pie: allá va una liebre con sus lebracos, camino de la movida nocturna y de su particular botellón en los chochales. Alguien vuelve a la casa de su amo como despeñado del mundo, pisando su propia sombra deformada. Y pensó que todos aquellos seres que iba encontrando, buscaban la felicidad a su modo, que ésta tiene diversas moradas y que hay que intentar dar con la propia. Todos tenemos nuestra Ítaca, nuestro convento o nuestro Matalaorilla.

Ambrozianus 18-09-06

Enviado por: vodagled | Ultima modificacion:21-11-2006 23:15
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