La Bordadora Prodigiosa LA BORDADORA PRODIGIOSA El día, que había amanecido más o menos claro y frío, se iba complicando a medida que avanzaban sus horas. Al mediodía, el cielo estaba ya plomizo. El viento calmo y el ambiente se habían ido cargado de humedad . Comenzó a nevar suavemente, con grandes copos, antes de que las últimas luces despidiesen la tarde. San Blas y las Candelas habían pasado hacia unos días y aún se comentaban sus fiestas. Las ruedas del molino silenciaron su insistente rodar, dejándose oír el murmullo del agua de manera impetuosa cuando el molinero abrió las compuertas que habían hecho prisionero al agua. El olor de harina caliente y recién molida se coló en la estancia antes de cerrar la puerta que comunicaba vivienda y molino. Ya, a media tarde, la tía Felisa se había puesto de parto al sentir las primeras contracciones. Venía en camino un nuevo hijo, y a ella, como a casi todas las mujeres del pueblo no le importaba mucho si era niño o niña, porque sabía que habría más. Su única preocupación, es que viniese sano y fuese un momento rápido. No era el primero, ni seguramente sería el último. Ya conocía por tanto el proceso, aunque, por si acaso, llamó a la partera, porque llamar al médico en Guardo “ con la que estaba cayendo” era inútil. Todo se fiaba a la buena suerte, su experiencia personal y la confianza en Dios. El molinero, una vez que cesó su actividad en el molino, salió por leña a la cuadra y la dejó detrás de la puerta de entrada a la casa para asegurar que durante la noche no se apagase la hornacha y el calor de la estancia se mantuviese estable. Tenía pinta de que aquello, además de feliz, pudiera ser largo. Antes de la media noche de aquel día de febrero de 1926 nació una preciosa niña a la que días más tarde bautizaron con dos nombres. Creció, contenta y risueña durante su infancia. Acudió a la escuela, con la pandilla de “los del molino”, con los que eran como hermanos y fue aprendiendo algunas cosas de hombres y todas las de las mujeres. Fue feliz en el molino, en el barrio y en el pueblo, como lo pregonaba la sonrisa dibujada en su cara permanentemente a la que acompañaba aquella mirada alegre y vivaz. Y, hasta aquella pequeña dificultad en su habla la hacían más dulce y cercana. Poco a poco, fue adquiriendo habilidades propias de su edad y de su condición de mujer. Pero había una en la que destacaba sobre las demás, era la costura y dentro de la costura, el punto y el bordado. Estaba dotada de una excelente vista y una gran memoria. A esto, se unía la destreza de sus largos y prodigiosos dedos. Cada día, más rápidos, cada día más ágiles y precisos en el manejo de los hilos y las agujas. El dedo que tenía el dedal se movía de tal forma, que uno no sabía si era para empujar la aguja o como mero adorno. Pronto aprendió a distinguir los distintos tamaños de agujas y las múltiples variedades, grosores, colores y texturas de los hilos y supo cual era la “hebrada “ ideal; ni corta, ni demasiado larga. Y las telas; sus calidades, sus tamaños, sus fabricantes, y a apreciar aquellos cortes de la “Viuda de Torras” ideales para los juegos de sábanas. Aprendió a saber medir y cortar sábanas, almohadones, servilletas y manteles y tantas cosas más con aquellas tijeras grandes que su padre le afilaba con mimo en la rueda de arenisca que se impulsaba con el pie y estaba guardada en la hornera. Su habilidad fue creciendo y aumentando. Pronto su fama salió de la casa al barrio, al pueblo y voló por la comarca. Pero aquellas manos, guardaban otro secreto por pocos conocido. Elaboraba unos fideos “artesanos” de “los de entonces” que estaban para sorber el plato. Poco a poco, aquellos dedos guiados por sus claros ojos fueron creando dibujos, rectos, curvos y entrelazados, flores y filigranas geométricas, calcados y en relieve, con colores vivos y tonos pastel, creando y reproduciendo en hilo los colores de la propia naturaleza. Sus bordados que habían comenzado por pañuelos, servilletas y pequeños “tú” “yo” iban creciendo en perfección y volumen. Dominaba los espacios, las medidas y las telas. Sabía que tipo de hilo iba con la textura de la pieza que tenía entre manos y cuando recibía un encargo, ya tenía en su mente el bordado a realizar. A veces, creaciones nuevas, otras, variaciones sobre algunas realizadas. Pero siempre piezas únicas e irrepetibles. Al principio marcando en la tela el dibujo, después ya ni era necesario porque dominaba el espacio y los trazos. Dibujaba con hilo en vez de con lápiz. Como me gustaba de pequeño, y creo que a los demás niños también, mirar y admirar aquella caja grande donde tenía pequeños carretes de hilo de todos los tonos y colores. Aquella mezcla de vivos colores parecía fantasía a nuestros pequeños ojos. Allí acudíamos a menudo para mendigar que cuando algún carrete de madera se acababa nos lo regalase para con sus dos extremos cónicos hacernos unas perindolas. Su vida, transcurría entre las tareas de la casa y la costura. Siendo ésta la que poco a poco, la iba absorbiendo más tiempo. La vida no le dio un amor que compartir con ningún hombre, podría decirse que todo su amor y su vida la plasmaba en sus bordados, acariciando agujas y aquellas pequeñas tijeras de punta fina y forma de cigüeña, con su acerico, su bastidor, sus hilos y madejas. Y llegó un día, en el que tuvo que abandonar su querido molino y mudarse a otra casa en el pueblo. Pero no por eso, cesó su actividad creativa en el bordado. Hubo un tiempo en el que por las mañanas y las tardes bajaba hasta el río con los curros, y hubo otro tiempo, en que abandonó el pueblo, al morir sus padres y se fue a vivir con sus queridas hermanas. En sus ratos de conversación siempre salía a relucir la adoración que sentía por su sobrino Ramirín, que pasó varios veranos en el pueblo y luego fue un gran cirujano en Madrid. Nunca, las agujas, hilos y telas salieron de su vida. Mientras tanto, los armarios de las madres se iban llenando de bordados para completar el ajuar de sus hijas. Privilegio del que sólo disfrutaban las mujeres y no los hombres. Más de la mitad de las hijas del pueblo y de otros pueblos, estrenaban el día de su boda y en la noche más mágica y misteriosa de sus vidas, aquellas sábanas con sus bordados que se hacían cómplices de los secretos y promesas más íntimos de aquel instante. Aquellas sábanas que envolvían todas esas ilusiones. Aquellos almohadones que alimentaban los sueños de futuro de las nuevas parejas y aquellas mantelerías usadas en los días de fiestas grande que adornaban la mesa y la daban realce. Siendo a la vez el orgullo de la dueña de la casa, porque sabía que nunca iba a faltar algún comentario de admiración y envidia sana. Hay muchas casas del pueblo y de otros pueblos que guardan como tesoros esos bordados y os puedo asegurar que pasan de generación en generación. Las madres se fiaban tanto de ella que entregaban la tela y dejaban en la mente y las manos de la bordadora el diseño y acabado. No sólo era capaz de bordar, también de tejer un jersey en un solo día y los ojos se quedaban como hipnotizados viendo el movimiento de aquellas gordas agujas y como iba creciendo vuelta a vuelta la prenda y con la tensión adecuada. Parecía un milagro ver la destreza con la que aquellas manos manejaban las lanas, y las gordas agujas; a veces dos, a veces cuatro. Más de una vez nuestros brazos abiertos y puestos al frente sujetaron la madeja que pasaba a ser ovillo en pocos minutos. Sólo con un vistazo ya te había tomado medidas sin necesidad de cinta métrica alguna y apenas erraba unos centímetros. Muchas veces sólo media la caída del hombro o la sisa. De ella aprendí que cuando media los brazos, los medía ambos porque no son del todo simétricos al ser uno más largo que el otro. Además, aquellas manos ágiles y armoniosas guardaban otro secreto bien conocido de los niños “del Molino” sabían pescar a mano cangrejos tan bien como cosían. Recordar que una vez hubo en Villalba unas manos que conocían todos los secretos de los hilos e hilvanes. Que tejían magia. Hace unos días, al enterarme de que esta bordadora prodigiosa está en una residencia en Guardo y con 86 años. He recordado su vida y he querido rendirle este pequeño homenaje. Y pienso que sigue soñando con sus hilos, echando en falta sus agujas e imaginando en el aire sus dibujos y diseños. Seguro que sigue bordando, y si la edad se lo impide, seguirá en los sueños entrelazando y mezclando hilos y colores. Fidenciana Valentina es su nombre. Para la gente del pueblo, es y será siempre “FIDEN”. Para mí, la bordadora prodigiosa |