Mantinos - Palencia

EL MANDIL DE MI MADRE


Hoy, han llamado a las puertas de mis recuerdos de infancia imágenes vividas. Será que el otoño, trae nostalgias y recuerdos de niñez del pueblo añorado, porque a pesar de tanto trabajo y esfuerzo aquellos tiempos, fueron tiempos felices.
El mandil, es una pieza de tela de corte sencillo que todas las mujeres del pueblo tenían y se enlazaba a la cintura para, sobre todo, proteger el vestido de las manchas.
Algunas mujeres parecía que no se lo quitaran nunca porque era lo primero que hacían después de vestirse y lo último antes de ir a la cama.
Solía tener forma, más o menos trapezoidal, grande, de tela fuerte y más bien oscura, “sufrida” a veces de un color, y la mayoría de cuadritos de varios colores. Otras veces, se aprovechaba un retal de la trasera u otra parte menos gastada de un viejo vestido.
Si para los hombres su boina tenía algo de sagrado para las mujeres lo era su mandil… y siempre había repuesto.
Es difícil en los recuerdos infantiles separar la imagen de la cocina con el calor de la placa, el rincón preferido de la trevede, sobre todo en mal tiempo, la hornacha encendida con su olor a leña, el basar con los cacharros y la madre trajinando con el mandil puesto.
Por eso, hoy, quiero rendir un pequeño homenaje a esta prenda “EL MANDIL DE MI MADRE y al de todas las madres del pueblo que lo llevaron.
En el ajuar de toda mujer no podía faltar y era un regalo apreciado. Las afortunadas como mi madre que sabían coser se los hacían ellas de cualquier retal y las que no; solían comprarlo o encargarlo la primera vez que iban a Guardo.
No era difícil de hacer ni de cortar, pero se ponía mucho cuidado en el dobladillo de sus bordes y en elegir aquella tela de “sarga” o “bichí” porque era resistente al uso y a los lavados de aquel jabón de “lagarto” o al que se hacía en casa y en el que cooperábamos los niños dando vueltas y más vueltas con el palo de madera para mezclar bien todos los ingredientes hasta que se fuera enfriando, y el brazo te dolía, y los sentidos se saturaban de aquel olor a sosa y grasa mezclada que poco a poco se iba espesando hasta verter en unos rudimentarios moldes hechos con tablas para que terminase de solidifirse.
Mandil de mis recuerdos de infancia, que eras la prenda más útil de la casa.
Cuantas veces, jugando al escondite me refugié bajo el regazo de mi madre al amparo del mandil, sintiendo su protección. Y cuantas veces enjugue en él mis lágrimas y penas infantiles.
En un mandil descubrí un milagro de la vida cuando una mañana mi madre me trajo en él diez polluelos recién eclosionados para ponerlos al amor de la placa encendida en una cesta y que se acabasen de secar y aquella tarde que me sorprendió con una camada de cuatro gatitos recién nacidos que fueron también llevados a la cocina al calor de la hoguera. El mandil era regazo y seno de vida.
Pero también era un cesto, lleno de sorpresas donde se recogían mil cosechas y transportaba las más diversas cargas. Lo mismo traía patatas que llevaba sus mondas. La cosecha diaria de los huevos puestos en los neales. Los frutos del huerto, los “titos” las “vainas”, los tomates, las verzas o las manzanas caídas del árbol, o picar el pan para las sopas de ajo o escogollar los frejoles. También llevaba el grano para tirar a las gallinas o cualquier otra cosa. El mandil era el capazo más a mano y útil que se tenía.
Era también el mantel que se tendía en el campo sobre la hierba para la comidad colectiva.
Y al poner la mesa para comer, no había mejor trapo para quitar el polvo de la misma. Era el mejor secamanos que se tenía cuando faltaba o no se encontraba la rodea.
Cuantas veces mi cara fue secada por aquel mandil de mi madre que a veces olía a limpio y otras a comida.
El mandil era el escudo que libraba al vestido de las salpicaduras de la sartén y le evitaba de aquellos “lamparones”, humedades y suciedad, y, si hacía frío, era un abrigo más que daba calor y protegía.
Lo mismo avivaba el fuego cuando era movido con salero que daba calor para fermentar la masa de los dulces, fermentar el hurmiento del pan o cubrir la artesa con las jijas para los chorizos y que cogiese sazón.
Con que pericia y rapidez limpiaba o secaba mi madre los cuchillos y yo me asombraba porque no cortaba la tela hasta que me descubrió el secreto de empezar por el revés y limpiarlo por detrás. Y, que agilidad para coger el rabo de aquellas sartenes de hierro a modo de manopla para no quemarse.
Pero además había un gesto repetido a diario como un ritual, cuando llegaban las horas de comer, mi madre siempre se quitaba el mandil y a la vez que lo sacudía nos llamaba a la mesa.
Nunca en la comida se ponía la prenda.
El mandil era todo, pañuelo para las lágrimas, las manos o la moquita y pañuelo para el pelo.
Y con que pericia, algunas abuelas y personas mayores lo cogían de las puntas para en forma de capazo podercoger más caramelos en los bautizos.
¡Mandil! regazo donde me cobijaba de niño y a veces dormía tapado arrullado por la voz materna y protegido por sus brazos cuando la enfermedad, el dolor o los miedos llamaban a mi puerta.
Hoy tu recuerdo, trae de nuevo a mi vida aquellos colores, aquellos olores y aquel roce.
Pero sobre todo me ha traído un tiempo feliz.
Y, para mandil, el de mi abuela, que siempre lo ataba del revés, para esconder en su bolsillo además de su moquero, una tentación de niño que nunca faltaba…caramelos.
Contadles a vuestros hijos que hubo un tiempo, en que una prenda de tela llamada mandil, servía para todo.
Quiero regalaros esta historia, porque aprecio a Mantinos y sus gentes y porque alguno ya la ha leido en el foro de Villalba

Estupendo relato!