LOS GOZOS Y LAS SOMBRAS:
JOSE ANTONIO RUIZ es doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.-
Si algún votante indeciso ha esperado a ver el muermo «apasionante» (Manolo Campo Vidal, dixit) del debate entre Mariano y Alfredo para salir de dudas, debería ir pensando si no sería más productivo aprovechar el domingo veinte de noviembre para hacerse un chequeo médico o iniciarse en el parapente. Mucho se teme este cronista que los convencidos ya estaban convencidos; que los vacilantes han debido de quedarse más fríos que un muerto; y que los decepcionados han preferido a Belén Esteban.
Si Mariano no fuera rencoroso con sus adversarios, que no se si lo es, a no más tardar una vez aposentado en Moncloa tendría que dar un primer golpe de efectos especiales mandando llamar a Alfredo para que se acerque a la bodeguilla, o enviándole al motorista fantasma a Ferraz (antes de que Carmina Chacón le ponga las maletas en la puerta y que Pepe Bono organice una competición hípica para celebrar el hostión), para ofrecerle un contrato blindado como presentador del Telediario, o como presidente del IMSERSO, a fin de que pudiera tutelar las jubilaciones de Felipe y de Guerra, que a la vejez viruela parecen empeñados en seguir militando en las Juventudes Socialistas.
Rubalcaba, que ha dado muestras de saberse el programa electoral del PP mejor que el del PSOE y desde luego mejor que su contrincante, se pasó el debate haciendo juicios de intenciones, como si en lugar de en un plató de quinientos mil talegos estuviera en la sala de interrogatorios de la Comisaría General de Información tratando de arrancar la confesión a un chori tal cual si fuera Torrente.
El candidato del partido aspirante (que por momentos pareció ingerir Red Bull y por momentos haber bebido horchata), ejerció de presidente in pectore; el candidato socialista, más cínico que Antístenes, en su línea, de líder opositor; el moderador, de convidado de piedra, como en la ópera de Dargomyzhsky; y muchos de los compañeros periodistas invitados en los diferentes tinglados catódicos (con excepciones tan honrosas como contadas) hicieron de políticos, como de costumbre, presumiendo sin sonrojo ni vergüenza del pie que cojean.
Confieso que fui incapaz de llevar la cuenta sin perder la cuenta de las veces que MR se le insinuó a RBC guiñándole el ojo izquierdo; pero igualmente desistí de enumerar las ocasiones en las que Alfredo intentó en vano que Mariano cometiera la torpeza del morlaco principiante que entra al trapo de cualquier provocación.
«All the world’s a stage, and all the men and women merely players». En el mundo de las artes escénicas, cuando un actor calamitoso, carente de recursos interpretativos, sobreactúa, no sólo es tenido entre la colegada por un farandulero fulero poco creíble, sino que se expone a que el patio de butacas se le indisponga a media función y acabe linchando hasta al apuntador sin esperar a la bajada del telón, como a menudo sucedía en el The Globe shakespeariano londinense, donde compañías enteras ramplonas acabaron de cabeza en el Támesis o entregados en sacrificio al fantasma de Hamlet para que entretuviera sus ratos de asueto sacándole los ojos, uno a uno, a los incautos que alardeaban de sus incapacidades.
En el circo de la política, donde la mentira no es una convención dramática sino una evidencia incontestable tan asumida como la muerte de Manolete, el grado de exigencia del auditorio amaestrado es menor, porque todo el mundo miente a sabiendas y la borregada sadomasoquista se lo consiente.
Pero aun así hay señorías que subestiman hasta tal extremo el coeficiente intelectual del electorado (buena parte del cual, no sólo anda escaso de conexiones neurales, sino que carece por completo de la facultad de raciocinio y discernimiento), que no se cortan un pelo púbico a la hora de elevar a público conocimiento cualquier parida de sus ocurrentes mayordomos de cabecera y de sus «damas de honor» (Anson dixit), mediante declaraciones ampulosas y afirmaciones taxativas más próximas al dogma y a la demagogia totalitaria que a los planteamientos lógicos basados en el sentido común.
El orbe terráqueo está lleno a reventar de esa especie gregaria de fácil pastoreo (Cocteau) que Eric Hoffer bautizó con el título de El verdadero creyente, y que se atrevió incluso a contabilizar, millón arriba o abajo, asegurando que, puestos a sumar uno tras otro a todos estos individuos que viven en candoroso estado, podríamos estar hablando, ni más ni menos, que de un tercio de la población de la bola planetaria.
A cierra ojos, son personas predispuestas a seguir consignas, sin más inquietudes pensantes que su propensión vegetativa a dejarse convencer sin mostrar ninguna resistencia; gentes deseosas de tomar partido por un partido, sean cuales fueren las siglas, y a jurar amor eterno, por los siglos de los siglos, a un logotipo y a los colores de una bandera; son ganado ovino y caprino, en el sentido agropecuario del término, con el ojo crítico del raciocinio anulado como consecuencia del desuso de la razón, tal cual un pez darviniano que aun habiendo nacido con patas, las perdió por el camino de la evolución, porque no le hacían ninguna falta para nadar bajo el agua.
Me temo que Sartre predicó en el cementerio desierto de Montparnasse cuando dijo que la persona se define, sobre todo, tanto por el ejercicio soberano de la libertad como de la razón, necesidades ambas que no parecen echar en falta los animales irracionales impensantes, ninguno de los cuales, a lo que se ve, siente inquietud alguna por descubrir la verdad.
España, país de pelotas (Alfredo, has estado cumbre. ¡Pues anda que tú, Mariano!), ya no puede permitirse el lujo de tener un Gobierno falto de luces pero sobrado de iluminados.
