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21-02-13 04:11 #11085671
Por:No Registrado
La corrupción es el sistema
Sabemos desde hace mucho tiempo que la corrupción es parte estructural de nuestra vida democrática, del funcionamiento “normal” de nuestras instituciones: desde la Jefatura del Estado hasta buena parte de las administraciones públicas, pasando por decenas de ayuntamientos y varias comunidades autónomas judicialmente ya implicadas. En el centro, la conexión del poder económico con el poder político, mejor dicho, la “captura” de la llamada clase política por la oligarquía financiera, inmobiliaria y mediática. Ese es el verdadero problema que se intenta ocultar sistemáticamente.

©Joan Picornell
Necesariamente hay que partir, para entender lo que pasa y nos pasa, de que estamos en una democracia capitalista. Esto significa que hay una desigualdad fundamental de poder en nuestra sociedad cuyo elemento fundamental es el dinero, el capital. Derecha económica y derecha política, desde su propia autonomía, son un todo único. El problema a la hora de hacer política en estas sociedades lo tienen aquellas fuerzas con una base popular compuesta por las clases trabajadoras y los asalariados en general. La izquierda ha intentado resolver esta desigualdad de posición generando potentes partidos de integración de masas y buscando la financiación pública para el ejercicio de sus actividades, incluidas las cada vez más costosas campañas electorales.

Un sistema electoral discriminatorio, una gran dependencia de los llamados medios de comunicación de masas, la articulación de un sistema de partidos cada vez más homogéneo ideológicamente, fuertemente profesionalizados y con una afiliación cada vez menor, han convertido las campañas electorales y su financiación en el centro de la actividad política. Seguramente todo empieza por aquí.

La financiación de las estructuras partidarias se ha convertido en un problema central, enlaza fuertemente al poder financiero con los grandes partidos y crea vínculos de subordinación cada vez más perceptibles por la ciudadanía. La financiación pública, al parecer, no basta y se recurre frecuentemente a la financiación paralegal e ilegal. La corrupción que hoy vivimos tiene mucho que ver con esto.

Son los partidos que gobiernan y devuelven desde el poder político los favores recibidos. El modelo inmobiliario-financiero dominante durante estos años ha sido en gran parte posible por la corrupción y por las corruptelas de él derivadas. Unas administraciones locales mal financiadas y necesitadas de conseguir ingresos a cualquier precio y la complicidad creciente entre administradores locales y las constructoras que han llevado a que muchas de nuestras ciudades y pueblos sean planificadas por los poderes económicos y luego legitimadas por la voluntad popular. Las comunidades autónomas, que acumularon enorme capacidad de gasto, no solo no impidieron esta “coalición de intereses” lubricada por la corrupción sino que la consintieron y la apoyaron. Es más, junto con la Administración Central hicieron de los contratos y concesiones públicas otro vehículo más para fomentar la financiación ilegal de los partidos y el enriquecimiento personal de muchos cargos políticos.

Esto está tan a la vista que no es necesario subrayarlo más. Pero esto es solo una cara de la moneda.

La otra cara son los corruptores, es decir, los poderes económicos que han hecho de lo público un botín privado con la connivencia de una parte sustancial de la llamada clase política. Si algo ha puesto claramente de manifiesto la crisis financiera y de ese complejo mundo que se ha llamado “el ladrillo”, es que en una parte sustancial del funcionamiento normal de la economía, la corrupción se ha instalado fuertemente. La evasión fiscal sistemática, el uso y abuso de redes financieras piramidales, el blanqueo sistemático del dinero procedente del narcotráfico, del comercio de las armas y de la trata de seres humanos se une, sin grandes dificultades, a la colocación masiva de capitales en paraísos fiscales. Todo esto desde una lógica de depredación que hace del saqueo de los fondos públicos y privados y de la expropiación de los derechos de las personas el fundamento de lo que se ha llamado la globalización capitalista.

El debate actual parte de una enorme hipocresía: todos sabían (y sabíamos) que la corrupción es un componente fundamental y creciente de nuestra vida pública. Se miraba a otro lado y se justificaba, muchas veces, diciendo que entrar a fondo en esta cuestión pondría en peligro el desarrollo económico y el crecimiento. Mientras, el bipartidismo imperfecto imperante (siempre hay que incluir a CiU y al PNV) perpetuaba su control sobre las instituciones desde una subordinación completa a los dictados de los poderes económicos. El modelo nunca se cuestionaba y los que lo hacían eran duramente estigmatizados y solo quedaba escoger a la derecha o a la izquierda de la derecha.

Lo más curioso a estas alturas es que solo se culpabiliza a la clase política y se buscan explicaciones en el excesivo intervencionismo del Estado. Lo que se viene a decir es que para luchar contra la corrupción hay que reducir el peso del Estado y su capacidad para regular eficazmente la economía. Es decir, se invierten las causas y se busca darles todo el poder a los que han causado esta crisis, a los que han capturado a la clase política y a los que, de nuevo, saquean masivamente las arcas públicas.

La corrupción es la parte visible del iceberg. Debajo se esconde una crisis de régimen, de Estado y de la política como actividad ciudadana, en el marco de una crisis orgánica del capitalismo español. A nuestro juicio, una salida democrática de la misma, en beneficio de las mayorías sociales, exigiría un cambio de régimen y devolverle a la ciudadanía su originario e indelegable poder constituyente. Tampoco en esto hay que engañarse: la transición de régimen hace ya tiempo que ha comenzado y la iniciaron, precisamente, los poderes económicos rompiendo con las bases político-sociales sobre las que se basó la Constitución de 1978. Lo fundamental es que esto se está haciendo al margen de la soberanía popular y contra los derechos sociales y políticos de los ciudadanos. Reclamar el poder constituyente significa encontrar una salida democrática a la crisis de régimen y de Estado que estamos viviendo.

El objetivo está claro: el ejercicio de las libertades públicas para constituir una nueva legalidad y un nuevo Estado como instrumentos para construir una nueva sociedad de hombres y mujeres libres e iguales. En el centro de la propuesta, romper con el dominio, cada vez más antidemocrático, de la oligarquía y de la clase política que la sirve fielmente y, lo fundamental, definir una nueva clase dirigente desde una ética civil democrática y desde las virtudes republicanas.
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