La vieja calle de San Antón cadalseña CALLE SAN ANTON Subía lentamente la calle San Antón empujando su carrito de helados de madera y gritando: “¡Al rico helado!”. Pasaba todas las tardes sobre las cinco y todos los chiquillos nos arremolinábamos unos a comprar, otros a mirar como ceremoniosamente despachaba los helados con su maquinita manual alargándoselos a los más pudientes. En aquellos pequeños intervalos nos hablaba y nos gastaba bromas; le queríamos porque para nosotros y a pesar de su mayor edad era como un amigo de correrías. De él me llamaba poderosamente la atención su sempiterna fatiga y sus labios y dedos amoratados, alguien aclaró que ello era debido a que padecía del corazón. Una tarde, como en los cuentos tristes, le echamos de menos, comprobábamos que pasaba la hora y él no aparecía con su carrito y su mandil blanco inmaculado; los niños nos mirábamos y hacíamos sonar las monedas en nuestras manitas extrañados por su tardanza. Nos quedamos huérfanos de helados aquella tarde y... de nuestro amigo. Jamás volvimos a verle y nuestra calle lloró por el amigo fiel al que le dolía el corazón. “Abuela: ¿Qué pasa cuando duele el corazón?” San Antón era posiblemente el barrio más pobre y famoso de Cadalso, donde la gente humilde rumiaba sus penas con la dignidad del desheredado de la suerte. Yo nací en el nº 41, en una casa que se proyectaba hacia el interior, como los sentimientos de todas aquellas personas. Crecí aprendiendo a abrigar esperanzas para el futuro; columpiándome en las ramas de los olivos; ensayando cantos de los pájaros; observando el cielo para descubrir aviones con "propulsión a chorro", que eran los más veloces; bebiendo leche en polvo en la escuela donde nos enseñaban en una enciclopedia, que unos españoles buenos habían vencido a otros terriblemente malos con rabo y todo. En mi calle no lo creían así; en mi calle decían que los malos no eran tales y que luchaban por hacer menos injustas las diferencias sociales. Algo así como que los hijos de los labradores también pudiéramos estudiar -si valíamos para ello- y tener bicicletas. "-Nosotros somos niños yunteros, nuestro futuro es el campo, la construcción o las canteras. No os hagáis ilusiones." En aquella enciclopedia no hablaban de niños yunteros; sí de generales y muy poquito, como si no quisieran que nos enteráramos, de poetas como Miguel Hernández. El amigo mayor que nos hablaba de los niños yunteros me descubrió a Miguel Hernández un atardecer de octubre, mientras jugábamos sobre los "escobajos" procedentes de los racimos de uva que nuestros paisanos recolectaban en la Bodega Cooperativa. Supe entonces del por qué de los niños yunteros, de nanas de cebollas, de elegía al amigo del alma, de labradores "que van dejando por el aire impreso un olor de herramientas y de manos...", de cárceles, de tuberculosis, de adioses: "Adiós amigos, despedirme del sol y los trigales..."; de libertad: "Por la libertad sangro, lucho y pervivo..." Era republicano y poeta añadió mi amigo. Quedó callado y con la mirada perdida. A aquellas alturas la tarde se envolvía con melancolía y vendimia y me revelaba a uno de mis más grandes mitos. Mi abuela me tenía dicho que cuando oyera las campanas que anunciaban la misa de las ocho de la tarde yo debía estar en casa. Esa señal nos pillaba jugando con el carro de rodamientos echando carreras por la explanada de las escuelas y al oír el tañido yo me ausentaba mientras mis compañeros decían que aún era temprano, que no me marchara. Yo salía corriendo sin escucharles. Al arribar a casa mi abuela me lavaba, y al llegar a los pies su cariño hacia mí se deshacía en tiernas caricias, solo comparables a cuando con la "liendrera" buscaba parásitos en mi cabeza y amorosamente acariciaba las ondulaciones de mi pelo. Al poco aparecía mi padre lleno de polvo y cansancio. Su despertar se remontaba a las cuatro de la mañana de aquel día. Toda una vida dedicada al trabajo para "sacarnos a todos adelante". Yo sigo queriendo a mi padre incluso ahora que está muerto. Tengo la impresión de que en vida no supe manifestarle ese cariño; es decir, le quería pero no sabía encauzar de forma adecuada ese sentimiento hacia él. Sin duda achaques de mi personalidad que dejan en mí un poso, un requemor, cuando pienso que posiblemente no estuve a la altura de las circunstancias. Ahora puede ser tarde para rectificar. No sé. Cuando realmente cambiaba nuestra vida era en las Fiestas, a mediados de septiembre, los ruidos de los cohetes nos anunciaban unos días diferentes y bonitos. Siempre me impresionó la procesión del Cristo del Humilladero. Aquel hombre tan grande clavado en una cruz y acompañado por todo el pueblo adornado con sus mejores galas forma parte indisoluble de mí. No soy religioso pero es algo mío porque también es de mi pueblo y cada año, puntualmente, asisto a esa procesión solo y perdido entre la gente y cada vez me cuesta más trabajo contener las lágrimas, al ver esos brazos tan grandes que hacen posible que por una vez todos los cadalseños estemos de acuerdo. Por la tarde la asistencia a los toros era obligada y a la salida marchábamos a casa de mis abuelos donde toda la familia merendaba feliz y satisfecha. Para los domingos y festivos teníamos una indumentaria diferente, algo con qué remedar a los niños ricos del pueblo aunque solo fuera en el vestir. Ingenuamente pensaba que con eso ellos nos aceptarían en su grupo. Craso error infantil que nos hacia padecer sus bromas hirientes. Hay siempre una barrera invisible pero infranqueable, una barrera hipócrita que por turnos la adornan exteriormente buscando confundir a los que no son como ellos, una barrera que nos sitúa a cada cual en su sitio. Hay quien queda desairado queriendo ocupar en esa barrera un lugar que no es el suyo y que le hace no estar en ninguno. Mala cosa es esa. Me gustaba en las noches de invierno recorrer las solitarias calles de Cadalso. En mi calle siempre hacía viento, un viento que frenaba mi caminar pero no el ensueño en el que iba absorto, de cuando en vez pasaba alguien deprisa como sostenido en el viento y acompañado por los ladridos quejumbrosos de los perros. Y es que mi calle finalizaba en el campo, cerca de “La Torrecilla”, más allá no había nada, solo soledad y cierto temor ante la oscuridad no exenta de atracción por lo desconocido que se me antojaba interesante. Cosas de niños. En todos esos lugares transcurría mi vida, sigue transcurriendo aún fluida y apasionadamente, como si cada día me reservara una nueva aventura que añoro cuando le abandono y que recupero al regresar. Estoy seguro que nunca estoy ausente. Mi espíritu vaga siempre sostenido con ese viento, con esa ilusión, con ese horizonte que delimita mi pueblo. Esta tierra me parió y me engendró todo su amor...
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