Cadalso de los Vidrios - Madrid

MITOLOGÍA TAURINA DE FRASCUELO

A comienzos de los 70 yo rondaba los 15 años. Era un adolescente enclenque, tímido y con pantalón corto remendado por los dedos amorosos de mi abuela. El día del Cristo mis padres me compraban una camisa y un pantalón nuevos muy humildes. Iba yo loco de felicidad al baile del vermú que se iniciaba a las 13h del mediodía en “La Alegría de la Huerta”. Allí aprovechaba para observar a los mozos de espadas limpiar y ordenar los trebejos de lidiar de los novilleros alojados en el hotel. Esos días eran especiales y las tardes de toros cadalseñas te sumergían en una dimensión nueva y maravillosa que aún hoy siguen abrazando mi alma. Digo yo que sería entonces cuando el aroma embriagador del toreo comenzó a endulzar y a llenar mi vida de sensaciones enamoradas. Recuerdo que el 14 de Septiembre de 1.970 Carlos Escolar “Frascuelo” debutó en Cadalso de los Vidrios acompañado de Paco Alcalde, como casi siempre que toreó en Cadalso, ante una novillada de Eugenio Ortega. Yo estaba encima de los toriles aquella tarde soleada para no perderme ripio de nada. Por eso vi entre los claroscuros de los chiqueros de aquella plaza portátil, comprada a medias con Cebreros, como al soltar el primero éste rompió la feble protección de chapa de los toriles y apareció desafiante en la calle. Recorrió toda La Ronda yendo hasta “Los Barrancos”, lugar donde le alcanzó y abatió la Guardia Civil que iba acompañada de Carlos con su estoque. Al volver “Frascuelo” con su muleta y espada a la plaza, el público agradeció su arrojo tributándole una ovación atronadora. Después de esta primera actuación toreó los tres años siguientes. Incluso lidió el único día del Pilar que hubo toros en la historia de Cadalso, ocurrió, creo, en el año 1.973. Su última comparecencia, ya como matador de toros, tuvo lugar el 14 de septiembre de 2.002.

Desde chico admiro en silencio a Carlos Escolar “Frascuelo”. En los años ochenta viajaba desde Argelia únicamente para asistir a la Feria de San Isidro. Recuerdo que una noche al finalizar un coloquio en el hotel Miguel Ángel charlé con Ramsés Trujillo, seguidor y admirador impenitente de Carlos. A las tres copas Ramsés me dijo con su melancólica mueca adornada por una dulce sonrisa: “-Hay que ayudar a Carlos para que toree más”. Sin saber la razón nos miramos conmovidos mientras cerca de nosotros “Frascuelo” firmaba un autógrafo a mi hermano Jose sobre la funda de cartón de un reloj que yo le compré. Divisé como, con elegante porte torero, atendía solícito a los asistentes. Y es que cuando ves andar al maestro es de los que te hacen exclamar: “¡¡¡Ahí va un torero!!!”. Torero de culto y leyenda, torero de una pieza, torero digno y bueno hasta sus últimas consecuencias al que nunca doblegaron las estructuras insensibles, anacrónicas e injustas del toreo. En definitiva, torero artista que tiene un misterio y sabe expresarlo. Ni los años pueden con él…

Una tarde agosteña de los noventa fui a verle a Las Ventas acompañado por nuestro paisano, amigo y gran fotógrafo Damián Gil. Lucía un terno muy bonito gris perla y oro, le observé en el patio de cuadrillas desde el tendido bajo del cuatro antes de hacer el paseíllo. Estaba abstraído, concentrado, con la vista desolada perdida en el infinito y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Parecía reposar en un pedestal como si fuera el Dios de la Mitología Taurina. Recababa para su espíritu legendario y romántico el beneplácito de los hados mientras aguardaba a impartir su clase magistral.

La luminosidad de la tarde se alió de pronto con el esplendor del arte. “Frascuelo” me enseñó allí como se esculpe la media verónica belmontina: Montera calada hasta las cejas, toro y torero en el centro del anillo, capote adelante trayendo al morlaco muy toreado, remate detrás de la cadera echándose el percal a la espalda y uniendo el pulso de sus muñecas en el costado. Y aconteció puro, sin más. Brotó esa obra de arte efímera y bella como un amor inesperado. Quedó el toro parado, dominado con añeja maestría. El torero estático, aislado, abandonado a su razón de ser. En los tendidos los orientales no paraban sentados ni quietos, únicamente se buscaban perplejos con miradas brillantes. Y después otra vez en el centro del ruedo. Ahora citando a regular distancia sujetando el estaquillador con la palma de su mano entreabierta, con la muleta planchada acariciando el albero y nuestros maltratados sentimientos, siempre de frente y muy de verdad, ofreciendo el medio pecho. “¡Eso es, Carlos!”, le chillan desde el tendido nueve. Y Carlos se entrega, se emociona, toma entusiasmo añadido y se enfrontila aún más con el toro expectante. Le cita, le desafía: “¡Eh, toro!”, rebota su voz contra la bóveda de nuestros corazones. Y allá que va el animal como una locomotora. “Frascuelo” le trae de nuevo toreado adelantando su brazo zurdo haciendo el quite a su cuerpo, le carga la suerte con su pierna izquierda rota por cien mil olés, le embarca templando en semicírculo y le despide con un suave y preciso toque de muñeca dejándole en el sitio idóneo para ligar el de pecho describiendo un “ocho” alado. “¡¡¡Eso es Carlos. Eso es!!!”, le gritan más fuerte ya quebrada la voz por la emoción. El matador se transfigura y flota sobre las nubes. Ya es milagro y hombre. Ahora se convierte en el Dios Mitológico del Toreo según atardece en Las Ventas y él va subiendo a su bohemio pedestal.

Gracias maestro por ofrecernos generoso estas emociones tan intensas e inmortales.