PEINAR ÁNGELES PEINAR ÁNGELES En ocasiones encuentro que la esencia de la vida se puede descubrir en las cosas pequeñas. Una vez leí un libro que se titulaba de esa forma tan preciosa: “Lo pequeño es hermoso”. Te cuento algo pequeño y entrañable que relaciono con esto último. En Argelia tuvimos un embajador muy prepotente que luego escaló muy alto en la política, el nombre no viene al caso pero tú seguro que has oído hablar de él. Teníamos una compañera singular, alguien sublime, era como si constantemente te ofreciera motivos para esperar algo deslumbrante y diferente que te llenaba de vida. Únicamente le encontraba semejanza con Jose “Chorlo”, persona genial e irrepetible por sus valores humanos. Al embajador no le caía nada bien, eran la antítesis el uno de la otra. Una mañana de otoño soleada, lo recuerdo perfectamente, estábamos en su antedespacho esta chica, otra compañera y yo. El embajador irrumpió hecho un basilisco reprendiéndola porque según él había tenido un error grave. “¡¡¡¿…Y usted qué titulación tiene, qué es lo que ha hecho para trabajar aquí!!!?” Ella, sin descomponerse un ápice, sin inmutarse lo más mínimo, con suma naturalidad y gallardía, le respondió con educación: “-¿Yo? …En la otra vida quiero peinar ángeles”. Y salió cantando bajito un bolero dejando tras de sí una suave estela de admiración. Te puedes imaginar como se quedó aquel estúpido, maleducado y engreído energúmeno y nuestra indisimulada y jocosa satisfacción interior. Años después, de vuelta al trabajo en Madrid, la encontré, como una aparición largamente deseada, en el pasillo que comunica los dos edificios del Ministerio. Apareció demacrada, triste, indefensa, con su mirada enamorada perdida y caminando con dificultad intentando mantener su porte elegante y distinguido. Pero lamentablemente la prestancia de ayer hoy era abatimiento. Nos reconocimos con gran sorpresa y alegría: “-Hola, Miguel”. Y casi no la oía… “-He venido a arreglar unos papeles. Estoy de baja”. Y su voz sólo era un bello susurro… No sé cómo explicarlo, pero de repente percibí como si mi corazón se cayera roto en pedazos luminosos contra el parquet. “-Me alegro de verte”, le dije, entre la satisfacción por el encuentro y la desolación por su estado. Aún tengo metida la sincera, delicada y pequeña sonrisa que me dedicó en algún lugar que no acabo de identificar. Con la palma de mi mano derecha acaricié su melena a la altura de su oreja izquierda sobrecogido y con una ternura infinita. Ella, turbada, desbaratada por la emoción, bajó su cabeza. Nunca más volví a acariciar su pelo. No fue ninguna sorpresa cuando jornadas después leí una nota pegada por diversos lugares del Ministerio. Anunciaba que su funeral -no asistí- tendría lugar en tal sitio y a tal hora… Sin darme cuenta (me ocurrió igual cuando murió mi padre) noté que se deslizaban por mis mejillas gruesos lagrimones salados. Corrí al servicio. Me lavé y dije para sí interrogando desconsolado al espejo: ¿Qué sentirá ahora cuando peine el cabello de los ángeles, será su pelo igual al nuestro? La fascinación de su ejemplo y su recuerdo continuarán para siempre conmigo. Estamos rodeados de milagros y ángeles humanos y no queremos verlos… ¿Qué nos pasa?
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