¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!
Legionarios pechosduros con barbas que al cielo rascan, tiesos igual que tablones desfilan a paso lento exhibiendo su potencia con zapatazos al suelo al que apuntan con intención los cañones de sus armas.
No matarás. Mandamiento principal. Se mata y se muere matando y la tierra vueltas va dando a pesar de los del kukusklán.
El redoble del tambor monótono y amenazador, va sembrando nuevos miedos en cerebros ya domados acostumbrados al horror
de la normal contemplación del crimen y su escenificación.
Un quejido, una queja, un lamento que brota siempre a borbotones de las hondas profundidades de almas quizás humanas, se va expandiendo por los aires y lentamente se eleva, como huyendo de la atracción que ejerce sobre ella el núcleo imantado de un mundo que da vueltas siempre en torno, de los terrores imbuidos desde la infancia por crueles pensadores que son expertos nadadores en las miserias de las almas.
Suena el tambor con la voz gruesa del sonido de las bombas y, tamboriles y platillos y una algarabía de chiquillos semejan el batiburrillo que se produce al momento en que se rompen las vidas y las carnes convertidas en guiñapos sanguinolentos por toda el área se expanden.
Suena el llanto de unas madres y, en medio la leve esperanza que una tierna vocecita salida de la garganta de una niña que se ve sola en el mundo y, nos implora desolada, que le demos el calor que de la mano amiga escapa.
Ooooh, La Saeta, el cantar. Ese cantar olvidado que desconocen los buitres que se alimentan de almas que, caídas de los pedestales incorpóreos que las sustentaban, buscan con desesperación firme donde asentar sus plantas.
Salud