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Curillas - Leon

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España > Leon > Curillas (Valderrey)
28-05-09 19:36 #2356054
Por:No Registrado
RELATO_22.
El comienzo de la siega siempre se hacia por todos aquellos “resoles”, cuestas y cabezos que estaban sembrados de centeno y expuesto a las más tremendas radiaciones del astro sol que lo secaba y lo dejaba más tieso que la mojama. Dependiendo de la “hoja” que estuviera sembrada se comenzaba la faena por un lado u otro. Si la “hoja” que estaba sembrada era la de la derecha del camino de Astorga se empezaba la siega en el “castrión” y si era la de la izquierda las fincas que primero se segaban eran la de “peña uva”, al lado del reloj de Santiagomillas, y las de la cuesta iban a continuación. Los pocos días que se empleaban en estos lugares eran los justos y necesarios para que el resto del centeno se secara y fuera cayendo poco a poco en manos de las afiladas hoces que iban dejando el campo con muy poco rastrojo. La siega con la hoz se realizaba casi a ras de tierra, pero con la introducción de la guadaña era más paja la que se quedaba en el campo. La guadaña volaba más alto pues de hacerlo mas bajo cabía la posibilidad de toparse con alguna piedra y”amolar” el filo. El filo, que ya de por si era muy sensible, se fastidiaba muy frecuentemente pese al cuidado que se tenia con el. La verdad es que aquella tierra favorecía muy poco para que todo perdurara lo que en otros sitios era normal. Pese al cuidado que se tenía con las piedras que existían en la tierra, siempre había alguna que se interponía en el lento caminar de la guadaña mellando su filo y dejándola prácticamente inservible. Para ello los segadores habían tomado precauciones y se habían armado del instrumental necesario como eran la “bigornia” (una especie de pequeño yunque que se clavaba en el suelo) y del martillo de picar con el que “picaban” la guadaña volviendo ésta a ser como cuando era nueva. A esto hay que añadirle que también llevaban un “gachapo” con agua donde iba la piedra de afilar con la que, de vez en cuando, la pasaban por el filo de la guadaña y ponían el acerado corte al día… El “gachapo”, normalmente, era un cuerno de vaca que, hecho el vacío, llenaban de agua y allí iba la piedra presta y dispuesta para el afilado. Los hombres esto lo llevaban colgado del cinto y, el que no tenia cinto, lo llevaba colgado con una cuerda atada alrededor de la cintura.
Por esta época el campo estaba lleno de “cuadrillas” -a veces más bien eran escuadrones- formados por todos los miembros de las familias que se apuraban mucho en terminar de segar la tierra empezada. Los niños y las niñas que fueran incapaces de andar, eran dejados a la sombra de un “manojo” donde dormían cuando dormían, lloraban cuando lloraban y reían cuando reían. No creo que hoy ninguna madre dejara -como entonces se dejaban- a los niños allí totalmente abandonados y expuestos al peligro de todo tipo de alimañas que pululaban a sus anchas por el campo. No era extraño ver y encontrarse con fauna de todo tipo, como eran las culebras que se escondían bajo las “gavillas” que se formaban con el centeno y de donde salían despavoridas mientras los segadores intentaban matarlas. Pese a todo, jamás supe yo de nadie que le ocurriera algo con algún animal silvestre. Las culebras, en bastante variedad, existían y era muy frecuente encontrarse con alguna. Los lagartos, verdes y muy bonitos, corrían de un lado a otro de la tierra y las lagartijas se arrimaban tanto a las personas que parecían de la familia… Corría la idea entre las personas del lugar que si te quedabas dormido en pleno campo y existía el peligro de una culebra que te fuera a picar siempre aparecía un lagarto que te despertaba para que huyeras del peligro que ello suponía. Incluso alguien aseguraba que esto había sucedido. Yo nunca lo pude comprobar.
El protocolo de la siega era el siguiente. El Hombre de la casa -en algunos casos era acompañado por los hijos- iba con la guadaña segando y dejando las cañas y la espiga en un “maraño” que iba en capas de, más o menos, veinte centímetros. Detrás iba la mujer -en algunos casos las hijas- cogiendo el “maraño” con las hoces y haciendo pequeños montones… Un vez terminada la siega -todos juntos- iban atando los montones y a si quedaban hechos los manojos. El “atado” se hacia con un puñado de espigas que se tomaban del manojo que aún estaba sin atar. Una vez atado se volvían a coger otro puñado de espigas se tiraba fuertemente de ellas y de allí salían las espigas y las pajas que se empleaban como una “cuerda” con la que se iba atar el próximo manojo. Una vez todos los manojos atados, se acarreaban a varios lugares distintos donde se hacia las “morenas”. Las “morenas” tenía que ser hechas como mandaban los cánones y, aunque parezca mentira, no era fácil hacerlas, ya que las espigas deberían quedar lo más protegidas posible del sol, de la lluvia y de todas las inclemencias del tiempo que no fueran favorables. Una vez terminadas, parecían pequeñas casitas hechas en pleno campo. No entendía yo muy bien el por qué todas las morenas quedaban mirando hacia el monte, pero, mi afán investigador me llevo a la plena averiguación y a entender el por qué se ponían a sí y no de cualquier otra forma. La explicación es tan sabia como sencilla y es que la sabiduría popular es tan grande que muy poco tiene que enseñarle la ciencia. Ya he dicho en otra ocasión los puntos cardinales por los que llegaba el aire a Curillas. Dije que si el aire venia de Tejados pues se decía que el aire era de abajo. Si venia de Santiagomillas se decía que el aire era de arriba. Si venia del monte era del monte y, si venia de Astorga, era de Astorga o asturiano. Pues bien, dentro de todos los lados por los que podía llegar el aire al pueblo, el aire más pobre, mas tenue y con menos fuerza siempre iba a ser del monte debido a que de ahí es muy raro que venga aire y, si viene, el propio monte lo frena, con lo que se evitaría la destrucción de las “morenas”. Otra de las razones es que, en caso de lluvia con viento racheado, el aire siempre viene de arriba de modo que pillaría a la “morena” de costado haciéndole el menor daño posible a la “morena” y al tesoro que en ella se escondía…
La jornada laboral de aquel entonces, negociada con los sindicatos de tu cuerpo, de tu alma y de las perentorias necesidades, comenzaba antes de que el sol saliera y terminaba bastante tiempo después de que se escondiera. Era frecuente marcarse como una meta la de terminar de segar para “almorzar” la finca que se había empezado a las seis de la madrugada. Esta finca, pongamos que era de 4 cuartales, tenia que estar lista, es decir, segada, engavillada, atada y “enmorenada”, antes de hacer una parada para “almorzar”. El “almuerzo” -pongamos que ahora sería el desayuno- se llevaba a cabo a eso de las diez de la mañana. La hora la marcaba el sol y se calculaba a “ojímetro” de buen cubero. Podía suceder que un día fuera a las diez y otro a las diez y cuarto. Era igual la hora que realmente fuera. El caso es que todos los segadores paraban a desayunar. Un desayuno que siempre, o casi siempre, estaba constituido por un mendrugo de pan -a veces más bien duro- que se acompañaba de unas “sopas” calentitas. Estas sopas podían ser de ajo, podían ser de patatas con bacalao o patatas con “sopas”. Le llamaban “sopas” a lo que era una hogaza de pan cortado en finas lonchas que se acompañaban con el caldo de ajo, con las patatas, o con el bacalao y las patatas. Todo ello se acompañaba al mendrugo de pan y, a veces, también había un poco de tocino, y muy pocas veces eran las que caía algo de chorizo. Fuera como fuere el caso es que todo se regaba con un par de tragos de vino del “barril” y, si tenias mas sed, una trago de agua de la “barrila” y andando que es gerundio… Este suculento desayuno llegaba a los que estaban segando metido en una olla desde casa en las alforjas de un caballo, quien tenía caballo, o en las alforjas que pujaba el burro quien tenía burro. La improvisada mesa donde se hacia el “banquete” era el suelo y los comensales, tambados sobre la faz de la tierra, iban metiendo la cuchara en el puchero que poco a poco iba quedando vacío y la “indolga” llena. Las hormigas, las moscas, los mosquitos y otros insectos revoloteaban por allí y, más de una y más de dos, terminaba en el estomago sin que nadie le diera permiso para entrar en él. Lógicamente -se decía- “lo que no mata engorda…”. Terminado el “banquete”, el perro inspeccionaba toda la “mesa” buscando alguna migaja que llevarse a la “indolga”. Si encontraba alguna, cosa bastante rara, la comía con avidez canina y si no encontraba ninguna no pasaba nada; su estomago seguía vacío, pero su fidelidad continuaba estando intacta y tumbado bajo un manojo prolongaba él el cuidando de todos los miembros de la familia.
Con el fin de proteger los alimentos de alimañas indeseadas, también se utilizaba un “cesto” de mimbre el que se metía, si no era muy grande, la pota y el pan, más las cucharas y navajas que se iban a utilizar para zampar todo…
Mientras los segadores “desayunaban”, el burro, o el caballo, hacían lo propio atados a una estaca que se clavaba en algún cembo o recémbo donde la hierva estaba virgen y los animales la pacían con ansia y placer.
Recuerdo que el medio de transporte que teníamos en mi casa era un burro “rucio” pequeñito en el que íbamos mi hermana y yo a llevar la comida a mis padres que segaban en el castrión. No se que hizo el pequeño burro, si tropezó o que le paso, el caso fue que dio un traspié y tanto mi hermana como yo, terminamos en el suelo y las sopas por allí andaban también; lo peor fue la barrila de agua que habíamos llenado en el pozo de la “veiga” y que termino allí su historia hecha añicos. Por este motivo me parece que mi hermana recibió una bronca de tres pares de narices; pero quedo vivo el barril del vino, el pan y la ración (es decir el chorizo y el tocino) que iban en la pota. Con ello comimos divinamente o, al menos, eso creo yo. Lo que no nos impidió que, después de comer, a la sombra de un manojo de centeno, echáramos una feliz siesta.
De este pequeño burro “rucio” tengo ese recuerdo y otro más penoso. Fue el burro que llevo a mi padre Astorga cuando fue a comprar el ataúd en el que enterramos al Ti Pablo, esposo de la Ti Filomena, padres de Dionisia y Pepe. Lo recuerdo muy bien porque el ataúd era casi el doble de grande que el pequeño burro que transportó, desde Astorga al pueblo, a mi padre que subido encima de sus lomos sujetaba la caja que traía atravesada…
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