Almanza - Leon

¿Cobardes?.

Declinaba la tarde, tan espesa, que nublaba los ojos con un dolor muy próximo a la enajenación. Los demás sentidos, si existían, eran apenas el rescoldo animal del instinto que te obliga a seguir vivo dentro de un esperpento de fuego y barro. No podría determinar cuánto tiempo llevaba sordo en aquella pavorosa ópera. Lo único cierto era que mis manos, sujetas a un trozo de madera y metal con el que mantener el nivel de flotación en aquel mar furioso, mantenían el himen virginal de mi fusil.

No conseguía ver si las formas que me rodeaban eran compañeras o no. No podía saber si los bultos con los que tropezaba a menudo eran protuberancias del suelo donde refugiarme un instante entre las explosiones, si eran restos de artillería abatida de las cureñas que me precedían, o el tórax deforme de Ángel, Mario, Pedro, ¡Oh, Dios santo!, ¡Tal vez el mío!. Caminaba errante, mareado, con el vómito presto en la boca. ¡Adelante!.¡Siempre hacia adelante!. Creía estar loco y lleno de babas epilépticas resbalando por las mandíbulas desencajadas tras mi último alarido.
No veía nada y, sin embargo, aquel rostro irrumpió en mi ceguera de súbito. Certero a la yema de mis pupilas. Asaltando mi testaruda inutilidad en el campo de batalla.

Tendría un metro setenta y cinco de estatura; como yo. La capa marrón oscuro que cubría su espalda temblorosa le descubría enemigo; a la mía le quedaba algún trazo de verde original. El rostro, manchado de fango seco, camuflaba unos ojos velados por la bruma del miedo; como los míos. Nos encontrábamos enfrentados en un espejo demoníaco. Nos sabíamos allí, ateridos por el mismo pánico, moviendo de hito en hito los clisos recuperados, sin saber qué hacer. Nos reconocíamos cobardes en un campo de gloria ajena, donde ninguno ganaría nada y perdería lo único que le queda a un hombre: la dignidad.
Miré directamente los iris negros de mi enemigo sin encontrarles límite. Y pude leer en ellos, con magnífica claridad, una carta de amor.
Pude leer cómo una espléndida mujer, a la que amaba profundamente, le daba los buenos días con una humeante taza de té verde, dulces de almendra y caricias. Cómo un hijo, de la misma edad que el mío, trataba en vano de hacerle cosquillas en los brazos desnudos, entre carcajadas y carantoñas. Leí sobre la brillante retina de mi enemigo, una promesa: iremos a ver el mar. La mujer rodeaba a su hombre con los brazos y el pequeño saltaba sobre ambos con alborozo y besos, muchos besos. Supe de noches de amor y despertares emplumados en almíbar.
Observé tantas cosas hermosas en los ojos de mi enemigo que tuve que cerrar los míos para no herirlos.
Le maté.
Lancé un único disparo que alcanzó su hígado sin remilgos.
Abrió los ojos hasta desorbitarlos y dejó caer el arma sobre el charco de barro ensangrentado, llevándose las manos a la fuga de su vida. Pude ver la certera muerte asomarse a esos labios de lengua extranjera.
Arrojé lejos de mí el cruel instrumento, caí de bruces y sujeté entre mis manos su cabeza, obligando al moribundo a mirarme. Su alma ya no estaba, viajaba lejos. Pronunció una palabra extraña que interpreté como nombre, el de su hijo. – Lo siento-, suspiré. Lloré amargo mientras apretaba con fuerza inútil la falla de su abdomen. Lloré por la promesa inclumplida, por la esposa ausente y por el hijo añorado. Lloré por matarme junto a su familia. ¿ Cómo podría yo explicar?, ¿ A quién?

Permanecí junto al cadáver hasta que el silencio de la muerte y de los cañones, y una hueste de uniformes del mismo color al mío, me anunció que todo había terminado; por hoy.
Regresaban con el rostro cansado, confuso, con las manos llenas de gargantillas aceradas, marcadas con el nombre de otros hijos a los que jamás llevarán a conocer el mar.
S. Santa Cruz.

buena iniciativa sergio continuala