Almanza - Leon

aquí os voy a dejar un cuento que publiqué el año pasado en la revista camparredonda.
si os gusta la iniciativa, colgaré un pqueño cuento cada fin de semana, durante el verano.
y a ver si cambiamos de aires.



El morador de Los Reales.


-¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Mira lo que traigo!
-¿Qué quieres hijo?
-Mira, lo encontré en el río. En la revuelta de Los Reales. Tiene unas letras escritas.
-¿A ver?. Déjame ver. ¡oh, dios mío! Entonces existió de verdad.
-A que es del moro Almanzor, a que sí, abuelo, ¿verdad que sí?
-No, hijo. Más importante aún. Siéntate al pie de la chimenea mientras preparo un chocolate y te contaré la historia más asombrosa de estas tierras.

“Hace muchos años, entre la vega de Damián y el paso de Entrepuertos, vivió un hombre extraordinario. Había construido un chozo en una retuerta del río, muy cerca de la que hoy se conoce como Los Reales.
Dicen que aquel hombre cultivaba un pequeño huerto con semillas que le traían los pájaros. Torcaces y jilgueros recolectaban por campos y huertas las semillas antes de que las plantas las arrojaran al suelo, en el preciso instante de asomar al borde de la vaina. Volaban ante El Morador de los Reales y éste depositaba sobre un lecho de tierra negra la apreciada ofrenda. En pocos días florecían ramilletes de centeno y beza o germinaban sarmientos y parras de apetitosos frutos.
Las vacas enfermas de mamitis se escapaban de los establos para dejarse ordeñar por sus manos. El dulce masaje con que frotaba las ubres conseguía mitigar la inflamación hasta hacerla desaparecer. Caballos, mulas, perros, corzos, jabalíes e incluso lobos, acudían también a su chozo para recibir sus cuidados cuando se quebraban las patas o les invadía la sarna.
Tal era el trasiego de animales que por allí pasaban que finalmente la gente del pueblo se dio cuenta del prodigio.
El primero fue un pastor que, después de quebrársele una pata a su oveja y darla por perdida en el monte, la vio regresar al corral como si tal cosa. A la mañana siguiente, la oveja, en lugar de seguir el rumbo del rebaño, tomó un sendero que llevaba directamente al río. El pastor la siguió atónito. Al llegar a la retuerta vio al hombre. La curiosidad del pastor le hizo dar un traspié y caer al río con un fuerte golpe en el pecho y en la cabeza. El morador lo oyó y fue en su auxilio. Derramó un poco de agua que portaba en un pequeño odre sobre las heridas de la cabeza y masajeó con sus manos el pecho del pastor. Al instante los dolores habían desaparecido.
El prodigio corrió como un rumor a la puerta de la iglesia. Todos querían conocer al Morador de los Reales. El Morador, asustado por la invasión de gentes de toda clase en busca de milagros, se escondió durante algún tiempo, hasta que el olvido actuó sobre la comarca y todo volvió a la normalidad.

Una tarde, al regresar el Morador a su retuerta del río, encontró en las aguas a una bella muchacha.
La madeja oscura caía compacta sobre los senos firmes y redondos de la joven. Las caderas sumergidas en el agua. El Morador quedó enamorado perdidamente. Cuando la joven se volvió, los ojos oscuros sobre la piel rosada y brillante se le clavaron. Estaba ahí quieto, como un pasmarote, sin decir ni hacer nada.
Ella emergió despacio del agua y se vistió sin azaramiento ni vergüenza. Se sabía dominante y aún desplegaba más hechizo con la falda humedecida y la camisa sin atar. Enredó los cabellos con un cordel y le lanzó un beso. El Morador creyó morir de ardor.
Varias jornadas como esta a lo largo de la primavera y el amor entre ambos afloró sin remedio.
Pero la mala suerte quiso que la muchacha fuera objeto de codicia para el hijo del molinero del pueblo que trataba en vano de cortejarla. Despechado y furioso, persiguió a la muchacha una tarde hasta el río y allí vio cómo los amantes reían, jugaban y gozaban.
Los celos se le hicieron insoportables y bajó hasta la retuerta con la vista enajenada. La muchacha, aterrorizada, salió huyendo a medio vestir. El hijo del panadero la emprendió a golpes con el Morador hasta dejarlo inconsciente, sacó una navaja, apuñaló entre las costillas y huyó.
El Morador de los Reales agonizó durante horas. El reguero de sangre que manaba de la herida formó una senda que aún hoy puede caminarse.
Dicen que del cielo calló una pluma de faisán, que el Morador la untó en su sangre y grabó con ella en una paletilla de cordero unos versos de despedida. Unos versos de amor. Dicen que cuando murió, una cohorte de torcaces sobrevoló toda la comarca recogiendo cuantas semillas pudieron acarrear, que las arrojaron sobre el cuerpo del morador y que germinaron en una noche dando flor a un enorme salguero. Dicen que una orda de jilgueros silbó durante tres días y tres noches y que los vecinos del pueblo tuvieron pesadillas. También dicen que cada noche tres de junio, el alma del Morador pasea por su retuerta y entona una plegaria, y que si estás escondido puedes verle junto a un grupo de lechuzas remontando el cauce hasta el límite de la finca de Damián”.

- Anda hijo, prosiguió el abuelo ante el asombro de su nieto, lleva esa paletilla que encontraste y devuélvesela al morador. Entiérrala bajo el salguero y cántale una canción alegre.

no esta mal

esta bien sergio enhorabuena.me gustaria que sigieras pusiendolos

pero como eres tam vovo de dedicarte a eso anda deja e perder el tiempo y trabaa algo vago

y tu podias estudiar un poquito,asi no harias el ridiculo con tantas faltas.
sergio animo.

Que poco puede valer una persona como tú, que cuando acaba de escribir, no sabe ni lo que ha escrito.

Hola , estoy probando y no soy kyo

callate la voca
k yo a vagos no animo y tu david calla la vokita

bonita historia, y que paciencia has tenido para publicarla, para que te lo agradezcan de esta manera.

Esta visto que lo que mola en este pueblo es la trifulca.