Calahorra - La Rioja

Llegábamos a Calahorra por el camino del Soto desde Rincón, bebíamos en la fuente de los caños para suplir los rigores del sol de agosto, veíamos el Cidacos seco, puede ser que entonces ya intuyese en su surco una suerte de metáfora que me ha acompañado unos años más y a la que he recurrido en algunas ocasiones para hablar de mi experiencia con la poesía. Antes de abrazar al río Ebro, el Cidacos llega exhausto y serpenteante, casi ni río, desemboca a la ciudad en lo que hoy es un parque estupendo y entonces era un cúmulo de casillas, solares desvencijados y huertas, cuando llega al Ebro para expirar después de su terrible agonía de setenta y siete kilómetros no es apenas la proporción de la saliva en el agua de un hombre. La anchura de su cauce nos habla de otros tiempos más ricos en los que su fluir era mucho más espectacular, los embalses y el regadío justificaron la fundación de esta ciudad y de los pueblos que va dejando en el camino desde su Soria natal (tiene su nacimiento en Los Campos) a través del Puerto de Oncala, pero hoy, excepto en algunos meses del invierno riojano, apenas sin caudal, han convertido al río en una calzada abrupta y marrón. Pisaba entonces el camino, nuevo cada año, los cantos redondeados por el agua, cubiertos de tierra seca como los senos de las ancianas, pensaba yo, como el tajo de una navaja sobre una tierra tan rica, el contraste era dramático. Al seleccionar alguna piedras se desprendía la tierra, veía ese descender al suelo indolente y de fondo el magnífico cielo azul, era una visión hermosa. Después de lanzar unas cuantas, salpicarnos la poca agua de sus arroyos como hilos desmadejados, me cargaba algunas piedras que me gustaban más en los bolsillos de las bermudas de colores chillones y me montaba a la bici. A veces no hacía falta más. Comenzábamos en retorno, Diego delante y yo detrás, quizá algún amigo más, tal vez yo delante y Diego detrás, daba igual, el tiempo pasaba despacio. Por el camino las piedras me enseñaban ciencia, gravedad, masa, se hacían más pesadas, como si echasen de menos su aposento original y no deseasen alejarse más distancia de allí. Las acababa tirando en algún campo de los alrededores, donde parábamos a comer una pera o manzana o tomate. La poesía es otro cauce seco, las palabras sólo piedras, y como nosotros, estaban y están por tallar. En fin.


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