HISTORIAS INFANTILES DE MI BARRIO (SANTISTEBAN DEL PUERTO) DEDICADO A JUAN FRANCISCO Y A J.J. (ANÉCDOTAS DE LA NIÑEZ DEL BARRIO DE EJIDO, O DEL LEJIO COMO SE LE LLAMABA) El sol, como un obrero más, cumplida su jornada, volvía a su casa. Con su retirada pausada, la tarde declinaba poco a poco, su luz era cada vez más lánguida, las nubes como últimos vigías, anunciaban sus casi extinguidos rayos de luz, dando así, pasó a la noche estrellada. El tiempo era apacible, pero el ambiente frío, los aceituneros con sus bestias de carga volvían de recoger el bienaventurado fruto de la oliva. Las mujeres, ataviadas con sus refajos iban bien abrigadas y sus pañuelos, cubriendo sus caras curtidas por el sol, caminaban cansadas, la jornada había sido dura, No sólo la jornada era dura por trabajar en posición de rodillas todo el día recogiendo la aceituna que caía en el suelo, de los muchos golpes mimbreados que daban los vareadores con sus lagas varas a los olivos, sino que, después, en muchos casos, les quedaba una larga caminata de vuelta hacia el hogar. Al llegar a casa, ¿había terminado ya la jornada para la mujer? No, todavía no había terminado el trabajo, quedaba la cena, atender a los zagales que por la edad, se habían quedado en casa, con el abuelo o la abuela, para no faltar a la escuela. (Ellas, -las madres- siempre las primeras en levantase y las últimas en acostarse). Los hombres, nada más entraban en el pueblo, se encaminaban a la Plaza del Artillero Cabot al ““Pilarillo” del Convento” –hoy, ya desaparecido– a dar de beber a los animales. Después, a casa, había que atenderlos, darles de comer y dejarlos en condiciones óptimas para el día siguiente. De igual manera se tenía que supervisar al resto de animales que casi, en cada casa habían: cerdos, o gallinas, o cabras, o conejos, en fin, animales domésticos para el sustento del hogar. Las calles del pueblo, a esa hora de la tarde-noche, recobraban vida. Era un ir y venir, las cuadrillas o equipos de la recogida de la aceituna se cruzaban en distintas direcciones, cada uno a sus quehaceres. Ese mismo día, por la mañana, su madre le dijo: -“Hijo, procura antes de que vengamos tu padre y yo de recoger la aceituna, hayas comprado el pan. Sabes que lo necesitamos para la cena y preparar la comida para mañana”. -“Sí, madre” -“No lo dejes para última hora, como haces algunas veces, no seas raviche”. - “Sí, madre, nada más salga esta tarde de la escuela, iré a la panadería”. El zagal, tenía unos nueve o diez años, era avispado y muy travieso; algunos días de la recogida de la aceituna, se quedaba bajo la vigilancia de alguna vecina, que por la edad, no hacía trabajos agrícolas. El Chiquillo, nada más salir de la escuela, se iba la tejera de abajo, era el lugar de sus juegos, en ella, se daba cita todos los niños del contorno. Hacían sus pistolas de madera, sus arcos, flechas, espadas; del barro, sus toros; jugaban sus partidos de futbol, etc. Con tantas “obligaciones”, no se acordó del encargo que su madre le encomendó. Pero en cuanto vio aparecer las primeras cuadrillas de aceituneros, recordó sobresaltado que, todavía no había comprado el pan. De manera que salió como un cohete hacia la panadería de la calle Convento. Hecha su compra -como siempre- tenía que ir a ver los peces de colores que había en el estanque del “Pilarillo”. Se quedaba absorto mirando todos aquellos peces por su multiplicidad de colores. Aquel día llevaba la idea de pescar alguno, así que se agenció una fina caña, un poco larga y se fue decidido al “Pilarillo”, dejó la talega del pan en un lugar de éste, y como los indios -como él decía- se dispuso a “pescar” un pez y llevárselo a su casa. Quería meterlo en un bote con agua y mirarlo cuantas veces quisiera. Se parapetó escondido con la cabeza semi oculta entre el borde de las paredes del pilar y la superficie del agua, empuñando en su mano la caña apuntaba sobre los peces. La pesca se le complicaba, éstos, no se estaban quietos, como en una feria, cada uno iba y venía mareando al presunto pescador. Él, con la punta de su caña, apuntaba a uno, después al otro, no se decidía por ninguno, no le daba tiempo suficiente para lanzar su improvisado “arpón”. Parecía que los peces adivinaban sus intenciones y no se dejaban pescar. A él le gustaban todos los peces pero no podía atrapar ninguno. Debatiéndose entre la dificultad que presentaban los peces y eligir al que más le gustaba, la mala fortuna se ensañó con él. Un delegado -lo que hoy es un policía local- ajeno a la idea del zagal, parecía venir cara al Pilarillo. El mozote, al ver el delegado, pensó que el guardia, había descubierto sus propósitos, entonces, echó a correr como un gamo por la calle Calvario abajo dejándose el pan en el “Pilarillo”. El delegado, extrañado por la actitud del muchacho, se acercó al lugar donde éste echó a correr y vio la caña y la talega llena de pan, cuando examinó la caña, se imaginó el motivo por el cual, el zagal salio corriendo como si hubiera visto al mismo demonio. Así, que, el delegado después de pensar en el cuadro que acababa de observar y reconociendo al chiquillo, llevó la talega del pan a la panadería. Pensó, que tal vez, al muchacho se le ocurriese volver para recobrarlo Como apuntaba antes, en la Plaza del Artillero Cabot, lugar donde estaba el Pilarillo del Convento, según se sube hacia las calles: Calvario, Torrecilla y San Francisco, en aquel tiempo, habían bastantes escaleras, él, se las saltó de dos en dos como si de un campeonato de salto se tratara. Enfiló la calle Calvario abajo, como alma que lleva el diablo, sólo cuando llegó a la Adv. Andalucía (junto al parque), miró hacia atrás, pudo comprobar que el delegado no le perseguía, Una vez recobradas las fuerzas comenzó a pensar lo que le había ocurrido. El pan no lo tenía, se lo había dejado en el “Pilarillo”, ¿qué sería del pan, y de él…? ¿Qué hacer ahora…? Los pensamientos más nefastos se le agolpaban en su cabeza. Recordaba lo que en la mañana, le había dicho su madre. A estas horas, lo más seguro era que sus padres ya estarían en casa, ¿cómo se iba a presentar en ella sin el pan? Pensó en el padre, esta vez sí que nadie le salvaría de una buena paliza. ¿Qué haré? –Se preguntaba- ¿Iré en primer lugar al “Pilarillo” a ver si todavía está el pan? Sí, sí, eso haré. Esperanzado se dirigió con mucha cautela hacia el “Pilarillo”, por la calle Convento. Miguel, el panadero, conocía al padre del muchacho, él sabía que su amigo de un momento a otro, vendría al “Pilarillo” a dar de beber a los animales, de manera que con la talega del pan esperó en la puerta de la panadería, el amigo, no tardó en aparecer. Le contó lo que había ocurrido a su hijo –según versión del delegado-. Justo en esos momentos, aparece el muchacho, iba con la mirada vigilante recorriendo cada metro del lugar tratando de divisar al delegado para llegar sin problemas al “Pilarillo”. No se dio cuenta de su padre que estaba a escasos metros. Miguel, el panadero, que lo vio, dijo al padre: -“Mira, mira, ahí va tu hijo”. El padre, da media vuelta y ve al hijo andando medio escondido y agachado detrás de los transeúntes, con la mirada escudriñando por todas partes sin peder su objetivos: el delegado –que ya no estaba-, y el “Pilarillo”. – “Miguel, míralo, -dice el padre-, parece un perro perdiguero en busca de su presa”. El padre le llama repetidas veces, por fin, se da cuenta el zagal que su padre le está llamando, se queda petrificado, su semblante, rojo como un tomate y sus ojos abiertos como platos por la sorpresa, se acerca al padre. Trata de explicar su aventura, el padre no le deja hablar, le da la talega del pan y le dice: -“Vete a casa, no te entretengas en ningún sitio, yo voy enseguida. El muchacho, agachó la cabeza, y caminó con mucha tristeza y preocupación a su casa. La madre, que lo ve venir hecho un adán: sucio, con los tirantes atados a su cintura como si fuera una correa, enseguida intuyó que algo raro y no muy bueno le pasaba a su hijo. Le pregunto: -¿Dónde estabas? -“¿Qué te pasa? ¿Estás muy triste?, dime… ¿qué te pasa? ¿Por qué vienes a estas horas de comprar el pan? ¿Mira como vienes? Llevas los tirantes rotos, todo sucio… desaliñado… ¿dónde te has metido? El chiquillo no puede más, echa a llorar y entre sollozos, lágrimas y tartamudeos, le explica a su madre la aventura. (Pobres madres, cuánto valéis, sí, es cierto, decís que sólo cumplís con el deber de madre -que no es poco- pero hay algo en vosotras que nunca, los hijos os podremos pagar, creo que sólo se puede restituir vuestro amor con el verdadero amor, es la única moneda que vale para todo y para todos). Bien, pues la madre conociendo el carácter de su marido, piensa cómo podrá apaciguar su furia. Lo intentó de todas las manera posibles pero fueron totalmente nulos sus esfuerzos, el padre no se dejo convencer, se quito la correa y le dio al zagal unos cuantos correazos -fueron más que menos- el padre decía malhumorado y con una cierta rabia mientras le zurraba que tenía que aprender a ser hombre responsable. Solamente, las lágrimas de la madre y sus gritos: ¡Ya está bien! ¡Ya está bien! Calmaron al padre. Aquella noche, raviche –como le llamaba su madre- se fue a la cama sin cenar –bueno, nadie cenó- El mozalbete estuvo con el trasero dolorido durante unos días. ¿Qué opináis? El chiquillo… ¿comenzaría a ser más responsable a partir de ese “acontecimiento”? ¡No! El chiquillo siguió –gracias a Dios- siendo el chiquillo tan travieso y raviche como siempre. Eso, sí, nunca más tuvo la “genial" idea de pescar peces de colores al estilo indio en el “Pilarillo del Convento”. Saludos cordiales a todos, que paséis un buen día. Montizón.
|