Cuando echamos a volar El Mellao se sentó en su butaca, encendió un cigarro y abrió una revista de crucigramas, todo a la par mientras sonaba el timbre de su casa. Ya en todas las casas del pueblo había mandos a distancia para abrir la puerta sin levantarte del sillón, pero él se resistía tercamente, como en otro millar de cosas. Su mente era obstinada, al igual que la de los otros dos carcamales que seguían votando igual que él a Izquierda Unida de Santisteban del Puerto, aunque en el fondo únicamente sólo era un romántico. Tras la puerta estaban sus dos nietas, los dos soles de treinta primaveras que alumbraban sus días cuando las nubes le encerraban. Lo colmaron de besos y le llevaron de la mano hasta su butaca. Él ya sabía lo que buscaban. - ¡Cuéntanos un cuento abuelo! ¡Cuéntanos un cuento! El Mellao, que no tenía ni idea de que le quedaban siete días de voz, comenzó a improvisar una historia: "Era el primer día de trabajo de aquella bicicleta. El ayuntamiento había puesto a disposición de la gente todo una tropa de bicis que la gente podía coger en un sitio de la ciudad y dejar en otro. Nadie sabe que todas las bicicletas, aparte de leer el pensamiento y el futuro de sus conductores y conductoras, se ponen nombre a ellas mismas. Ésta se llamaba Candelaria. Hacía un sol espléndido en el casco antiguo de San Sebastián, que una fila de falsos castaños filtraba para el alivio de su material y del culo de sus futuros usuarios. El primero fue un chavalillo que empezaba la facultad. La mochila llena ya de libros, fotocopias, apuntes y algún que otro ejemplar de la biblia para los semáforos. Un mundo nuevo empezaba para él; atrás quedaba aquel pueblo perdido de Teruel. Tenía Introducción a La Virgen a primera hora, después Todos los Santos I, más tarde Fe y Etimología, Vírgenes Nórdicas, Dios y su Madre, y por último El Sentido del Rosario, se repetía continuamente. Llegó con muchas ganas de ser teólogo, pero se estaba dando cuenta desde el carril bici que las mujeres de San Sebastián estaban mejor hechas y eran mucho más guapas que las de su pueblo o, al menos, no tenían bigote. Una idea se apoderó de su mente, y cuando dejó a Candelaria en su parking de bicis habilitado por el ayuntamiento de San Sebastián sólo pensaba en ir al servicio de su Facultad de Teología para aliviarse un poco y de paso, anular su matrícula. Candelaria se quedó inmóvil un buen rato, hasta que un chaval algo más grande la desencadenaba y le ofrecía de nuevo la posibilidad de tomar el aire. Éste llevaba otra mochila, pero en ella sólo había una carpeta con un montón de fotocopias de su currículum. Tenía una cita con todos los restaurantes, bares y hoteles que se encontrara a su paso. Veintimuchos años viviendo en casa de sus padres al lado de La Concha, y sus euros se podían contar con los dedos de cinco personas. El paseo marítimo era fácil con la bici. Notó que su móvil vibraba. Era la jefa de personal del primer bar en el que había dejado el papelito. El perfil del currículum totalmente inventado que le había llegado encajaba con sus intereses, así que sin pensárselo se dio media vuelta y aparcó la bici en el lugar donde la había cogido. Ni en sus mejores sueños hubiera visto que acabaría acostándose con aquella jefa de personal, ni que llegaría a hacerse con su puesto, después de acostarse bastante más tiempo con la dueña del negocio. La siguiente que condujo la bici con la banderita de las Vascongadas no tenía muy buen humor. Se había pegado toda la noche discutiendo con su pareja, y después de dos horas de mal dormir le esperaban doce en una cocina mugrienta, con unas compañeras reprimidas de la vida e insoportables que le hacían la vida imposible. ¿Cómo podía haber llegado a ese punto? Licenciada en Filosofía por la Universidad de Almería. Una compañera era ingeniera y otra oftalmóloga. Y ahí estaban, tirándose de los pelos porque no habían pedido bastante aceite de girasol para freir las patatas precongeladas del Eroski, y ahí estaba ella, en el centro de una ciudad que odiaba, con una vida que odiaba y con un único sueño, comprarse un velero de segunda mano y navegar hasta Egipto. ¿Por qué Egipto? No lo sabía. Ya llevaba novecientos setenta y dos euros ahorrados. El parking más cercano estaba lleno y ya llegaba tarde. Otra bronca le esperaba. Justo había un tío sentado en las escaleras de enfrente, y al ver su cara le dijo que él la cogía, que no se preocupara. Le miró a los ojos, verdes, después su sonrisa, y se dio cuenta de que estaba contento. No le dio tiempo ni a contagiarse sólo un poquito, así que le dio las gracias y empezó a correr hacia su cocina. El tío empezó a pedalear. Se sentía pletórico, se acababa de cagar en todos los muertos de su jefe en su maldita cara, y un avión le esperaba. La cadena no daba para más, y los frenos recién estrenados tenían que dar lo mejor de sí algunas veces, saltaba los escalones, le sonreía a la gente que casi atropellaba, hacía caballitos, volaba en las cuestas arriba, y rompía la velocidad del sonido en las cuestas abajo. Su casa estaba en un pueblo de al lao, pero no tenía tiempo para esperal al tranvía que le llevara al tren. Las ventanas estarían abiertas de par en par y su mochila de viaje aguardaba llena hasta las trancas. Y en su mente sólo una frase, si he vuelto ha sido por tí. Candelaria se sintió relajada cuando volvieron a echarle el candado, necesitaba un descanso, sus frenos echaban humo, y sus articulaciones se resentían un poco de tanto ajetreo, ella estaba concebida para una vida tranquila. Se acordó de sus primas con amortiguación. Nadie reparó en ella en dos horas, hasta que una hermosa trajeada con muchas obligaciones asió su manillar. Tenía una cita con su presidente, que tenía que ponerle al tanto de las últimas noticias sobre la presumible nueva adjunta a la dirección. El negocio que ella dirigía no había tenido unas buenas ventas en el último bienio, y varias entidades estaban dispuestas a hacerse con el control de las acciones, con lo que su sillón beige de piel peligraba seriamente. Esa era la causa de que hubiera pasado de cero a dos paquetes diarios. Diecinueve años en la misma empresa, y a lo mejor la cambiaban por una prepotente alemana con estudios, cinco idiomas, master carísimo en Estados Unidos, y bastante más guapa que ella. Diecinueve años jactándose de que no necesitaba una carrera para llegar alto. Pero ahora estaba al lado del precipicio. Aparcó la bici en la calle Kieslowskirrikoetxea y encendió un cigarrillo. Necesitaba otro trabajo. Y un buen polvo. Un obrero acabó su tercer tercio en la herriko taberna de al lado de las bicis. Antes de coger a Candelaria escupió algo verde y amarillo que cayó encima del fosforito de una pegatina de la grúa que había a su lado. Atrás quedaban sus doce horas de cemento, ciento treinta y cinco mil ochocientos sesenta y cuatro euros pagados al banco, la salud y muchas cosas más. Delante aún ciento cincuenta y seis mensualidades de seiscientos sesenta y seis euros de hipoteca, el juicio de su hijo el mayor y diez horas de descanso. Nueve y media, contando con el viaje en la bicicleta. La ató en la puerta del Parque de Leturianabaroa y se dirigió a su piso de cincuenta metros cuadrados. Ya estaba cayendo el sol, la temperatura era mucho más agradable. Un ligero viento llegaba del mar, relajando la temperatura corporal del viejo que se acercaba poco a poco a Candelaria. No se había atrevido a salir de la calle en todo el día. Tenía setenta y dos años, y hacía cuatro días que se había jubilado. Agarró la bicicleta y entró andando con ella al Parque de Maria Teresa, como lo llamaban los lugareños. El estómago le hacía cosquillas. Se llamaba Fulgencio. Durante toda una vida de trabajo duro y mucha más pena que gloria jamás había reparado en que nunca había entrado en el Parque de Maria Teresa, ni había aprendido a conducir una bicicleta. Pero aquel día, ignorante de que le quedaba una semana en el mundo éste de este dios tan hijo mala madre, cambiarían aquellas dos cosas." Sus nietas estaban roncando, les encantaba quedarse dormidas mientras él les contaba sus historias. El Mellao se levantó, sacó de un cajón dos billetes de cien euros, dejó un billete en el bolsillo sendas chaquetas, que olían a Agua Fresca de Rosas de Adolfo Domínguez, y salió a la Casa del Pueblo. Aquella noche proyectaban EL LADRÓN DE BICICLETAS. "Este sábado me lo voy a tirar privando en mi casa hasta reventar" |