Bespén - Huesca

No me es agradable abordar este tema, pero voy a hacerlo porque también era parte del día a día de aquéllas gentes y de aquéllos tiempos. Y digo que no es agradable, porque quizá fuera lo único que perturbaba seriamente las relaciones (tanto familiares como sociales) entre algunas familias y vecinos.
Y si es bien sabido que la cohabitación, la falta de intimidad, siempre ha sido fuente de conflictos en todas partes, qué decir de los pequeños pueblos, donde vivían hacinadas bajo un mismo, techo hasta tres generaciones.
Y gracias a que las casas, al ser generalmente grandes, con recocinas, repostes, cuartos, rincones y cuchitriles en dos, y hasta en tres plantas, además de cuadras, corrales, bodegas, graneros y huertos, contribuían a que se dispersara la gente, eludiendo los inevitables roces y polémicas que surgían por cualquier nimiedad ya que, como digo, vivían, más que juntos, revueltos, en un mundo muy limitado en todos los sentidos.
Las noticias de fuera que podrían haberles servido de temas de conversación, al no existir medios de comunicación, ni les llegaban, ni las conocían, con lo que estaban condenados a darles vueltas siempre a las mismas insignificancias familiares, vecinales, o domésticas.
Las múltiples ocupaciones -estaban todo el día sin parar de hacer cosas, “trajinando”-, en ese ambiente circunspecto, tampoco propiciaban las conversaciones distendidas. Sentados a la mesa se permanecía poco…, y se hablaba menos. Y en muchos casos, solo con monosílabos. ¿Para qué hablar?, ¿y de qué, si no tenían nada nuevo que decirse?
Las endémicas penurias económicas -auténtico origen de esas tensiones y desavenencias- favorecían todo tipo de discordias, y la “joven” -como llamaban a la nuera-, llevaba la peor parte.
La relación entre suegras y nueras, en general era correcta, pero distante, y desde luego, nunca entrañable. Y en algunos casos, incluso tensa. Tanto, que a veces, los gritos se oían desde la calle. Sin embargo, no me consta que fuera igual entre suegros y yernos, ya que no recuerdo oír discutir agriamente a ninguno.
Las pequeñas tinajas de conserva en adobo que guardaban en el granero o reposte, alguna suegra las rondaba casi a diario por si faltaba algún filete de lomo o costilla. Si era así, lo detectaba inmediatamente, ya que el “lardo” –grasa- que las cubría, al estar denso por efecto del frío, le delataba que alguien las había manipulado.
La primera sospechosa era la nuera, y aunque no tuviera nada que ver, en algunos casos le reñía hasta hacerla llorar. Era la más débil, la última que había llegado a la casa, y de alguna manera la consideraba “de fuera”. Además, que con alguien se tenían que desahogar de vez en cuando.
Eso de controlar la conserva, era solo un detalle, una muestra más de hacerle ver quién mandaba en la casa, en la que, por otra parte, esa tensión latente era algo consustancial en el día a día de algunas familias. Lo verdaderamente excepcional hubiera sido lo contrario, que en ese estado de cosas, la convivencia hubiera sido una balsa de aceite.
Tampoco entre algunos convecinos iban las cosas mejor. A los críos, lógicamente no nos afectaban esas cosas, pero recuerdo perfectamente que a partir de los ocho o diez años, y a fuerza de oírlo, todos sabíamos qué familias -entre las que había incluso hermanos- estuvieron siempre distanciadas.
Lo siento, pero también esto lo recuerdo.
José Miguel Palacio.