03-12-10 00:31 | #6640459 |
Por:No Registrado | |
Autor: Zuñiga Valero, R “¡Viva el pueblo de mi madre!” Amigo usuario primero del Libro de Visitas de Dehesas de Guadix en GRANA-DAENLARED: Como señalaba en mi anterior apunte en el Libro de Visitas una de las historias que te hubiese contado de habernos tropezado alguna vez en Dehesas es ésta que seguidamente acoto entre comillas. Se trata como podrás apreciar de un relato curioso ¿Verídico? No lo sé. A mí siempre me pareció un enredo, un frívolo comadreo propio de desocupados. Es curioso sin embargo; no hace mucbeeptiempo volví a oír la hablilla en cuestión de boca de uno de aquellos zagales que, como yo, saltaba a Caña Ronca en el Cerrillo de Rull a la luz de la vieja bombilla que colgaba de la fachada de la casa de Concepción, a quien encontré casualmente por tierras de Cantabria disfrutando de uno de los viajes culturales que para mayores organizan las Instituciones Sociales del Estado. Él, a su vez, la había escuchado de su bisabuela Estefana mucbeeptiempo atrás, eso me dijo, mientras hablábamos del pasado, claro, de nuestra infancia, de nuestro pueblo y sobre todo de los amigos comunes. Pregúntale a tu madre amigo usuario primero si ella oyó mencionar alguna vez al personaje protagonista del hecbeepque aquí traigo y si sus recuerdos coinciden con las cosas que de él comento: “El arriero. Así se le conocía en el pueblo, por ese nombre, al sujeto cuyas desventuras se refieren en esta historia. Era trajinante de profesión. Se ganaba la vida como porteador. Poseía dos jumentos, dos burrillas mansas de fácil gobierno que empleaba para el acarreo. Llevaba vino aquí, allá jabón, bacalao, miel a otro lugar, a donde los precisaban y de ese comercio elemental obtenía beneficios bastantes para el sustento de la familia y el sostenimiento del negocio. El pueblo, por los días aquellos, era un villorrio dejado de la mano de Dios; un asentamiento primitivo, troglodita casi. Casas de piedra y cal, de adobe y argamasa, de ladrillo, hierro, cemento y cristal no llegaban a la docena, se alzaban en la Plaza y las habitaban los que poseían la propiedad de las tierras o sus administradores. El arriero poseía la vivienda en la parte alta del pueblo, por los Gorros; un agujero grande y confortable horadado de modo inteligente. Había sido proyectado para vivir en él, para aislarse de los peligros que ofrece la calle, para guarecerse de las inclemencias que la naturaleza esparce a lo largo de los días. La configuraban distintos espacios destinados a los diferentes menesteres que el hombre precisa realizar en su vivienda durante el tiempo que permanece en ella. Era ciertamente un noble agujero convertido en hogar: lugar desde donde partir cada amanecer en busca de lo que la vida exige a los humanos para subsistir y al que regresar con la anochecida para des-cansar junto a la familia del ajetreo que conlleva la conquista de tales exigencias. Era nuestro hombre un tipo rudo, áspero, de difícil trato, callado. Quiero decir que apenas si hablaba. Y si conversaba alguna vez de algo era tan parco en sus manifestaciones, tan sucinto, que resultaban hirientes dada su sequedad y desabrimiento. Sin embargo, no siempre había sido de igual talante. Se cuenta que se mostraba de tal modo desde aquel día en que oyó decir a su mujer a las comadres que quisieron oírla: “si los niños no se sientan alrededor de mi lumbre es porque el hombre que la aviva no pone interés...”. Seguro que semejante comentario salió de sus labios sin maldad; que fue hecho, sin duda alguna, de modo alegre y festivo, con ganas de jugar, de ser simpática ante quienes la escuchaban; sin meditar y, por supuesto, sin deseos de herir u ofender. Quizás lo que pretendía era justificar el hecbeepde modo gracioso y quitar importancia al desencanto que le embargaba; para aliviar más que para denostar. Es posible. Pero tales cosas no se comentan en público, la voz alta como el pregonero, a pleno pulmón, con risas además y aspavientos, para que todo el mundo vea y oiga y se entere ¿A qué mujer de su casa, que se tenga por seria, que quiera ser respetada, se le ocurre señalar de mal hortelano al hombre con quién vive? ¡Qué disparate! ¡Ni en broma; no señor, ni en broma! ¡Tamaña ofensa no tiene perdón! Contaban que a partir de aquel día el arriero se encerró en sí mismo, ató pareceres y pensamientos en lo profundo de su ser, puso bocado a sus sentires y se convirtió en triste y esquilmado erial. Nada salía de sus interiores. Se olvidó de que el hombre es más humano cuanto mejor sabe comunicarse con sus semejantes; cuanto más capaz es de hacer oídos sordos a las sandeces que escucha y, especialmente, cuando sabe perdonar las tonterías y mil necedades provenientes de los más próximos y queridos que, de ordinario, suelen proferirlas sin continencia de ninguna clase, de todo orden y de tamaño como el universo mundo. ¡No, no...! No se había olvidado de estas filosofías el porteador. En absoluto. Es que el pobre no las había sabido nunca; nadie le había enseñado a pensar así. Su cultura era la de los albores del homo sapiens y desde estadio tan lejano resultaba imposible reaccionar de otro modo diferente. Nada dijo el ultrajado hombre a su mujer. Ni un mal reproche tan siquiera. Tampoco comentó el incidente con los demás, con sus parientes o amigos, con nadie. Ni una sola queja salió de su boca. Eso sí, se sintió tan maltrecbeepy desvalido, tan grandemente ridiculizado que jamás, a partir de ese día, volvió a sonreír. Y de palabras, pocas; pocas y cortas; únicamente las justas: “si, no, hola, adiós...” y basta. Cuchicheaban maliciosamente los que siempre están en la casa de los otros arreglándoles sus problemas con daño terrible para la solución de los propios que, a partir de aquella fecha tan malhadada, en las noches, el vendedor ambulante echaba un jergón junto a la chimenea y allí, solo, acurrucado con el dolor de sus heridas, lloraba sus tristezas sin protestar ¿Para qué? Debía ser su estrella. Nunca más volvió a la alcoba de su esposa. Desde entonces, avergonzado, dolido en lo más profundo de su hombría, hundido en su triste desgracia, errabundo, caminaba por el doliente sendero que los días le habían deparado ¡Qué vida tan desdichada la suya! Y la verdad es que la malaventura le tornó violento; hasta tal extremo se mostraba irritable que la gente pasaba junto a él muda para no tener que oírle alguna de sus intemperancias. Sólo Celedonio, el talabartero, tenía algunas conferencias con él. Habían crecido juntos y se querían como hermanos. Celedonio tenía un hijo al que también manifestaba cierto afecto y con el que gustaba estar. Lo soportaba sin dolor. Únicamente cuando se hacía pesado y preguntaba cosas sin sentido o que el hombre consideraba que sus respuestas no harían ningún bien al niño o, sencillamente, porque entendía que era una frivolidad hablar de aquello con un menor, le mandaba callar o dejaba sin respuesta sus atolondradas cuestiones. El hijo del talabartero, Celedonio de gracia igualmente, conocía muy bien al arriero y sabía perfectamente como entrarle aunque, la verdad sea dicha, no siempre acertaba con sus salvas. Aquella mañana regresaban del bosque portando madera de pino para el fuego que debía calentar las noches gélidas del invierno que ya estaba próximo. El muchacbeeple acompañaba y vigilaba la carga de su asno. Era un día dorado y cálido de finales del otoño. Hermoso. Un regalo del Cielo para los hombres. Cuando llegaron a la altura del Tollo del Gato, Rambla de la Pava abajo, el arriero se detuvo frente a una retama enorme, anudadas sus ramas muchas veces, que crecía al borde del camino; se sacó el sombrero, se santiguó despacio, con devoción, y durante unos instantes se mantuvo en silencio, recogido, los ojos puestos en el suelo como si orase. El niño no salía de su asombro. No esperaba aquella manifestación doliente y reverencial a la vez de su acompañante. Sabía, lo había oído decir muchas veces a su padre cuando por allí habían pasado en otras ocasiones, que en aquel lugar, un anochecer sombrío de invierno, lejano ya, habían hallado muerto al padre de su compañero leñador. Nadie supo a ciencia cierta como aconteció el fallecimiento. Sólo se sabe que el hombre estaba echado sobre el ribazo, sin hálito, entregada su alma a Dios, cuando lo encontraron unos cazadores que a la caída de la tarde regresaban del monte. Hacía ahora rato que caminaban luego del rezo. Marchaban en silencio. Iban, mustio y murrio el hombre y el niño impaciente, echando de tanto en tanto algún que otro silbo al aire, con cuidado, eso sí, de que no fuese muy estridente para no molestar a su viejo y cascarrabias compañero ni sacarle de sus lúgubres meditaciones. Y todo ello por expreso deseo de su progenitor que le había dicho: “no le molestes, zagal; respeta su silencio”. El caso es que el chico que tenía la lengua fácil y la imaginación despierta, tras la pía oración de su acompañante y después de que se hubiera tocado nuevamente su anciana testa con el deslucido y viejo sombrero que usaba y caminado como digo en silencio largo rato, desoyendo los consejos paternos, modosamente va y le pregunta: -Tío Antonio -Antonio era el nombre propio del arriero-, ¿estaba usted rezando ante la retama, verdad? -Verdad, respondió el hombre al chico sin siquiera mirarle, sin levantar la cabeza, sin inmutarse lo más mínimo. -¿Y a quien rezaba?, insistió el muchacho. -Rezaba a Dios. -¿Cree usted en Dios?, tío Antonio. -Sí, creo en Dios. -¿Y le reza usted muchas veces? -Algunas veces, sí... -¿Y por qué reza usted?, tío Antonio. -¡Es bueno rezar...! -¡Sí, señor! ¡Y necesario!, eso ya lo sé, se quejó en voz baja el niño. No había modo alguno de que aquel hombre alargase una frase más de tres segundos ¡Cuanta terquedad la suya! Rezar, ciertamente, es bueno. De eso ya era conocedor. Se lo había enseñado su abuela Pepa. Y por eso mismo él rezaba siempre que se le ofrecía la ocasión y, de manera especial, cada noche antes de irse a dormir. Primero se encomendaba a Dios con entera humildad; luego le pedía perdón por las faltas que pudiera haber cometido, consciente o inconscientemente, durante la jornada transcurrida y prometía, al propio tiempo, sincero propósito de enmienda: ser mejor y más virtuoso el día viniente; y por último le rogaba al Divino Hacedor de todas las cosas la dicha de un sueño plácido y reparador y de un nuevo amanecer reidor y venturoso. Todo ello con convencimiento. Con nobleza. Sin tapujos. Sabedor de que Dios cono-ce hasta el último de los rincones de nuestros entresijos y lo que allí hay y no se le puede ir con embelecos. -Tío Antonio, ¿ahí, en esa retama ante la que ha rezado, murió alguien más, aparte de su padre que en Gloria esté? Otra vez intentaba Celedonio hijo sonsacar a su taciturno compañero de viaje. -¡No!, tronó el hombre. El niño esperaba que le respondiese de otro modo; con menos desabrimiento; que le contase algo nuevo, alguna historia de misterio o terror, de esas que narran tan bien las personas mayores y que dejase, de una vez por todas, de mostrarse con él, con su amigo Celedonio, el hijo del talabartero, tan huraño como lo hacía con las otras gentes. Pero no fue así. No lo consiguió. Muy contrariado se volvió nuevamente al silen-cio, a sus pensamientos, a esperar otra oportunidad que le permitiese hacerle romper su empecinamiento. Pasó un buen rato, largo, sin que volviesen a decir, hombre y niño, lo más mínimo. Caminaban, pausadamente el anciano, trotón el joven que, harto al fin de tanto callar insistió: -¿De eso, de la muerte de su padre, ya debe hacer mucbeeptiempo, verdad? -¡Sí!, replicó el hombre. -¿Y de que murió su padre, tío Antonio? El hombre miró al niño con mucha atención; muy fijamente; con descaro; centelleantes los ojos. Y luego, con voz de trueno, respondió: -¡De repente! ¡Mi padre, que en gloria esté, murió de repente, niño pesado! Qué humor, pensó el chiquillo, asustado. Debe resultar terrible vivir con un hombre así ¡De repente!, se repitió para sus adentros ¡De repente! O sea, que estaba vivo el hombre y sin que le diese tiempo para un nuevo parpadeo, ya no lo estaba, se había muerto ¡Qué cosas! Que el desdichado estaba respirando tan plácidamente el aire limpio de estos montes y sin más se le rompió para siempre el fuelle del alma; que tenía la sonrisa en la boca y antes de que se le acabase el gozo del sonreír ya había expirado; que estaba pensando y se le acabó el pensamiento antes de llegar al final de la idea... ¡De repente! Sin previo aviso ¿Qué semblante le deberá quedar a un muerto que todavía conserva en su rostro inerte una sonrisa a medio concluir? Mejor que así sucediese si bien se mira. Tal acontecer le evitó el tormento tan grande que tiene que suponer el conocimiento de la muerte a fecha echada. Seguramente que allí, recostado sobre el ribazo, al resol, calentito, rodeado de todos sus antepasados que debieron acercársele para acompañarle en ese momento difícil, en plena armonía con la obra de Dios, cerró los ojos cansado como iba para dormitar unos instantes y nunca más los volvió a abrir. Debió ser un tránsito dulce, sin sobresaltos ni terrores... ¡Una bendición del Cielo! A la vista de tanto enojo, Celedonio se hizo el firme propósito de permanecer callado por todo el tiempo que fuese necesario. A partir de ahora, pensó, le habría de solicitar que hablase aquel fiero hombre cuando desease oírle ¡Qué se habrá creído este gruñón y cascarrabias dinosaurio!, se dijo enojado e irrespetuoso. Pero ya se sabe, los niños se olvidan rápidamente de sus propósitos y compromisos y los inbeepplen cuando se les antoja sin pudor de ninguna clase. En esto habían llegado al pueblo. Iban calle arriba en busca de la casa de Celedonio. Era la hora del mediodía. Al paso de los leñadores algunos perros, asustados, ladraban estentóreamente desde las puertas de las casas de sus amos en donde dormitaban y un montón de gallinas que picoteaban sueltas, a su albedrío, en mitad de la calle, como si todo el pueblo fuera un enorme gallinero, huían espantadas. Una vez que hubieron llegado a su destino y antes de descargar la leña que portaban los animales sobre sus lomos, el niño se acercó al hombre, le miro de frente y con serena inocencia le preguntó: -Tío Antonio, ¿tiene usted la burra en estado de buena esperanza, verdad? ¡Válgame el Cielo! ¡Válgame, válgame, válgame! ¡Qué cosa vino a preguntar el atolondrado muchacho! El hombre se movió con la rapidez de un felino pese a sus años y, congestionado, con todas las iras de todos los demonios asomadas a sus ojos, sin poderse reprimir, sin quererse reprimir, plenamente consciente de sus actos, con grandes aspavientos, amenazador, le gritó: -¡Yo no! ¡No! ¡No...! ¡Yo no tengo a la burra en ningún estado bueno ni malo! ¡Ha sido el burro! ¿Te enteras insufrible niño charlatán? ¡La ha puesto en semejante trance de buena esperanza el burro! ¡El burro! Sus voces se oyeron en todos los rincones de aquel pueblo grande, pobre, muy pobre y atrasado. Cuanta desgracia. El hombre del negocio al menudeo, tras tan larga perorata de quince segundos de duración, cansado tal vez por el esfuerzo de la palabra, quizás por razón de la fatiga de mil días abeepulada en su alma o, tal vez, por los tormentos sin medida que se asomaban a su rostro, se llevó la mano el pecho, se encogió como una pobre bestia heri-da y cayó redondo al suelo sin sentido. ¡Qué espectáculo tan desagradable! Acudieron los vecinos a sus voces, asustados. Intentaron reanimarlo, devolverlo a la vida, pero todo resultó en vano. Nada se pudo hacer por él. Llamaron al médico. El medico que estaba en el pueblo de al lado de visita, cuando al fin llegó sólo pudo confirmar con cara compungida “que nuestro amigo, el buen Antonio el del menudeo, se había ido al Mundo del Más Allá y que su ciencia todavía no era bastante pa-ra resucitar a los muertos”. Arrodillada ante el hombre exánime, María, menuda, enjuta, insignificante, todo huesos y piel renegrida, lloró en silencio largo rato su pesar. Cuando el juez ordenó lo pertinente, sin apartar la vista del hombre sin vida que había sido su marido, exclamó, alta la voz, sin recato, para que todo el mundo la oyese: -¡Pobre hombre mío tan desdichado! Dios te tenga ya en su Santo Seno disfrutando, por fin, de las venturas que aquí se te negaron. Perdóname. Yo nunca deseé hacerte daño. Nunca. Si me necesitas, aunque sólo sea para estar a tu lado y hacerte compañía en silencio, llámame; ruégale al Todo Poderoso que me lleve contigo cuanto antes. De noche ya, cuando todo había pasado y vuelto la normalidad, Celedonio padre, el talabartero, vivamente impresionado por tales hechos, preguntó a Celedonio, su hijo, cómo había ocurrido la deplorable muerte de su amigo. El niño con voz entrecortada, lleno de tristeza sólo supo decirle: -¡De repente, papá, de repente! Pobrecillo, cayó al suelo engurruñido como un guiñapo y dando voces como si estuviese loco ¡De repente, papá, todo sucedió de repente! Y nada más supo añadir al suceso. Tan impresionado había quedado”. Celedonio, el hijo del talabartero, que todavía vive, me comentaba no hace muchos días que sigue manteniendo viva en el recuerdo la imagen del anciano arriero gruñón y cascarrabias amigo de su padre y que continúa profesándole un profundo respeto. Me explicaba que aún hoy, tantos años después, cada vez que sale al campo y tropie-za con una retama, grande o chica, como sea, se para ante ella, se descubre la cabeza y pregunta en voz alta: ¿cómo está usted tío Antonio? Y a continuación ruega al Señor: dale a mi amigo un buen lugar en tu Casa; no consientas que pase las noches solo en su jergón junto al fuego de la chimenea -que no debe ser un mal lugar ahí, en tu morada- que María le acompañe; que hablen, Señor, que hablen. Que no desaprovechen tontamente la Eternidad. | |
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03-12-10 00:33 | #6640464 -> 6640459 |
Por:No Registrado | |
RE: Autor: Zuñiga Valero, R ¡”Viva el pueblo de mi madre”!. No sabía yo amigo usuario primero del libro de visitas de Dehesas de Guadix cómo entrar en él, acercarme a la Desa desde sus páginas y decir a los que en ella viven ahora que los mil o más deseros esturreaos por el ancbeepmundo, añoramos profundamente el lugar. Tú, quienquiera que seas, con el grito de “¡viva el pueblo de mi madre!” me has dado el empujón que precisaba para hacerlo. Gracias. Verás. Solemos guardar magnificadas en la memoria las experiencias de naturaleza amable que atesoramos a lo largo del tiempo, vivencias que acostumbramos a exponer con aire solemne cuando se refieren a los días de nuestra niñez y sus hechos, al pueblo lejano en donde nacimos, a la recordación de los inolvidables camaradas… Mira si no: muchos días me doy una vuelta por Dehesas –con la imaginación, claro- y, andando muy despacio, me acerco al Donadio y al Tarahal y si las fuerzas no me flaquean continúo hasta el Fontanar. Suelo pararme a descansar unos momentos en el Cerro de la Minilla y en el haza que “Paquete” cultivaba en la Rambla de las Chartinas cojo un caqui maduro de los que él cría en la parcela que digo, exquisito, y lo saboreo con deleite. Me gusta regresar al pueblo de mi nacimiento aunque solo sea con la pensamiento. A menudo recuerdo con afecto a mis amigos de la infancia. Alguno de ellos se habrá ido ya. Seguro. Los otros, los que todavía se sostengan, ahora, terminada la maratón de sus días afanosos, descansarán sentados en el tranco de las puertas de sus casas, nostálgicos, rememorando las cosas que fueron. No escribo sus nombres aquí por pudor. Los guardo, eso sí, grabados en la memoria. Que la buena vida les acompañe. Nada tiene que ver, por lo que oigo, el lugar que ahora es Dehesas con el andurrial que era en los días de mis recuerdos. Se ha transformado, me dicen, en un rincón en el que se puede vivir sin agobios y del que no es necesario huir como acontecía entonces porque las carencias de todo orden han dejado de empujar a sus gentes hacia el destierro. Cuando yo era niño, hace unas cuantas décadas, muchas, y correteaba por sus calles sin asfaltar, era aquella una aldea pobre, abandonada, sin horizontes. Hoy, cuentan, se ha transformado en un lugar floreciente que permite a sus habitadores vivir como conviene que lo haga cualquier ser humano. Entonces, en los días a que aludo, algunos de los niños que como yo jugaban a pídola frente a la escuela, detrás del corralillo en donde cada mañana se recogía la dula para llevarla al campo a hozar, murió de inanición. En muchas casas se pasaba hambre. Cómo me alegra saber que sus niños de hoy, ahora, se nutren bien, disfrutan de asistencia médico sanitaria eficiente y viven una infancia plena. Eso sí que es una gran conquista. Cómo me alegra saber que sus niños de hoy, ahora, pueden escolarizarse, seguir una primera enseñanza reglada completa, ir al instituto y a la universidad luego, si así lo desean, y adquirir los conocimientos que exigen los tiempos actuales para acercarse sin titubeos a cualquier empleo, al que más les guste, y destacar en la sociedad. Para terminar, anónimo comunicante, me gustaría que el azar nos llevase un día hasta Dehesas, encontrarnos allí y pasear juntos desde la Cruz del Soto hasta la Plaza, al cabo del pueblo, y contarte, hacerte partícipe delante de cada una de las casa que hallemos a nuestro paso -desde la de Virolo hasta la de los Caro con su almazara- de las historias, mis recuerdos, de las gentes que en cada una de ellas vivieron. Te ibas a sorprender. No te quepa la menor duda: el pueblo de tu madre que es también mi pueblo, es un gran reino que como sus naturales merecen larga y placentera vida. Dale un abrazo a tu madre de mi parte. A lo mejor hasta somos de la misma quinta y hemos echado alguna conversación a los sones de la banda de música de Cabra de Santo Cristo durante la Fiesta de San Bernardino. Afectuosamente. | |
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21-12-10 20:41 | #6744660 -> 6640464 |
Por:No Registrado | |
RE: Autor: Zuñiga Valero, R hola perdona por no poder decir tu nombre pues nose como tellamas pero me ha yegado en lo mas profundo de mi corazon tu escrito por que yo siy de aquella hepoca yo fuy emigrante en los años 60 y a hora visito la dehesa un par de veces al año yo tengo 67 años recibe un cordial saludo | |
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12-01-11 10:51 | #6850997 -> 6640464 |
Por:Leo Cerrillo ![]() ![]() | ![]() ![]() |
RE: Autor: Zuñiga Valero, R hola,yo naci en dhesas,me gusto mucho tu relato me encanta conocer cosas de mi pueblo,mi padre que se llamaba juan cerrillo,contaba unas historias muy graciosas de un tal guirique,nunca supe si este hombre existio y si las historias son veridicas,me gustaria,si las conoces que explicaras alguna,un saludo y muchas gracias por tu relato,te animo ha que sigas escribiendo. | |
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13-01-11 19:57 | #6860025 -> 6850997 |
Por:antonioguadix ![]() ![]() | ![]() ![]() |
RE: Autor: Zuñiga Valero, R hola leo tu padre noseria cerrillo el que tocaba el acordeon llo soy hijo de alfonso el de juanmartinez | |
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17-01-11 23:14 | #6890664 -> 6860025 |
Por:No Registrado | |
RE: Autor: Zuñiga Valero, R no,ese era mi tio,el hermano de mi padre,mi padre es juan cerrillo y mi madre leonor. | |
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