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Antonio Ramírez de Mendoza

Poblacion:
España > Cuenca > Villaescusa de Haro
Antonio Ramírez de Mendoza
ANTONIO RAMIREZ DE MENDOZA: MEMORIAS

Nació en Villaescusa de Haro hacia 1550.
Hijo de Francisco de Mendoza, perteneciente a la noble familia de los Hurtado de Mendoza, y de María Ramírez, ambos naturales deVillaescusa. Sobrino del poeta Jorge Manrique por parte de padre y de Diego Ramírez de Villaescusa por parte de madre, de la que toma el primer apellido.
Pueden verse documentos autobiográficos suyos en la universidad de Salamanca en los que da cuenta de sus méritos y los de su familia con el fin de optar a una beca en el Colegio fundado por su tío materno




Viendo cada vez más próximo el final de mis días, aunque sin más enfermedad que la de los años, me arrepiento de haber gastado mi vida, desde mi juventud, yendo en pos de una fama esquiva, que si bien logré alcanzarla una vez, de ella hoy no quedan sino las sombras.
Para que Dios me perdone y para que sirva de ejemplo a las generaciones futuras, voy a examinar mi vida con todas sus equivocaciones y a esclarecer hechos y relaciones que he intentado ocultar para provecho mío.
Como la verdad es muy grande y la misericordia de Dios infinita, se me han concedido largos años sobre la tierra para que aquella florezca y triunfe y mi espíritu pueda conseguir la paz de espíritu sacando afuera lo que durante tantos años he ocultado adentro, y subiendo, ya no en mi aprecio, porque siempre lo estuvo, sino en el de las gentes, subiendo, digo, lo que estaba despreciado como inferior hasta los peldaños más altos.
El primer ensalzamiento es el de mi abuela Beatriz Cordidor porque me arrepiento mucho de no haberla mencionado nunca entre mis conocidos, aún siendo ella la que me ha criado más que mi madre.
Solo la he mencionado alguna vez, por necesidad, pero siempre ocultando la humildad de su persona y todo lo que tuviera que ver con ella. Tengo delante de mí la relación que hice de mis antepasados para presentarla al Colegio de Santiago Cebedeo, también llamado Colegio de Cuenca, en Salamanca. Se trata de las alegaciones finales por las que conseguí que se me concediera la beca de jurista de dicho Colegio que había fundado mi tío bisabuelo Diego Ramírez de Villaescusa . El escrito que presenté dice así:
“Digo que soy natural de la villa de Villaescusa de Haro, diócesis de Cuenca, hijo de Don Francisco de Mendoza y de doña María Ramírez, natural de Cuenca, hijo natural que fue de don Francisco de Mendoza mi abuelo, deán que después fue de la catedral de Cuenca, y de Beatriz Cordido; y el dicho , mi abuelo, fue hijo de Don Juan Hurtado de Mendoza y de doña Inés Manrique, su mujer, hermana que fue del Maestre de Santiago Don Rodrigo Manrique; los padres de la dicha Beatriz Cordido no se me acuerda como se llamaban. …”
Me he vanagloriado delante de todos de una rama de mi ascendencia paterna, la que menos méritos ha hecho para que yo, su descendiente, deba estar orgulloso, pero así son las glorias del mundo, desde que llegué a Salamanca a estudiar en su universidad, me he presentado como vástago de la regia familia de mi padre. He presumido de mis bisabuelos a los que nunca he conocido, he llevado y traído sus nombres: Inés Manrique y don Juan Hurtado de Mendoza en tabernas y corrillos de estudiantes, y me he presentado como sobrino del autor de las “Coplas a la muerte de su padre” sintiendo un orgullo familiar impropio de quien ni siquiera ha llegado a conocer a tal miembro de la familia. Así, para hablar de mi bisabuelo, el maestre de la orden de Santiago, he recitado los versos que escribió su hijo, mi tío Jorge Manrique:
Aquel de buenos abrigo,
amado, por virtuoso,
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
e tan valiente;
sus hechos grandes e claros
non cumple que los alabe,
pues los vieron;
ni los quiero hazer caros,
pues qu'el mundo todo sabe
cuáles fueron.
XXVI
Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
e parientes!
¡Qué enemigo d'enemigos!
¡Qué maestro d'esforçados
e valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benino a los sujetos!
¡A los bravos e dañosos,
qué león!



He recitado las coplas como si fueran mías y he llegado a sentir con ellas la vanagloria del mundo:
Los estados e riqueza,
que nos dexen a deshora
¿quién lo duda?,
non les pidamos firmeza.
pues que son d'una señora;
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelven con su rueda
presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.
Esa ha sido mi herencia paterna. En cambio, de los Hurtado de Mendoza, la familia de mi abuelo, no he recibido más legado que sufrimientos. Pues, en vez de hacienda y dineros, heredé condición y costumbres, y así me hice clérigo como la mayoría de los hombres de la familia, entre ellos mi abuelo, y siguiendo su ejemplo tuve poco cuidado en respetar el celibato. Él, siendo deán de la catedral de Cuenca se enamoró de mi abuela Beatriz de la que tuvo un hijo, mi padre, al que dio sus apellidos. Y pudiera haberle dado más cosas, y más hermanos, de haber seguido juntos, pero ella no quiso seguir siendo la manceba del deán y lo abandonó yéndose a su pueblo con el niño en brazos.
No sé que habrá de cierto en eso, pero el caso es que se vino a Villaescusa sola con mi padre muy niño y en este pueblo vivieron. Aquí se casó mi padre con mi madre y aquí me criaron. Mi abuela siempre vivió con nosotros, no tenía otra familia en el pueblo aunque sí mucha amistad con algunas mujeres del barrio moro con las que trabajaba la seda. Ellas pudieron ser la razón, por la cual, al abandonar Cuenca, mi abuela buscó acomodo en Villaescusa. Allí vivieron en la casa de la calle de los Tintes, en una casa que llamaban de las conversas hasta que al casarse mi padre se la llevó con él a otra más grande en la cuesta que sube desde esa calle de los Tintes hasta la plaza Mayor. Con lo cual, mi abuela siguió teniendo por vecinas a estas mujeres y yo jugué con sus nietos hasta la edad de diez años que me trajeron a Salamanca para que pudiera estudiar y seguir la carrera eclesiástica.
Pero antes de hablar de mi abuela, que es hacerlo de mi infancia, voy a recordar quienes eran mis tíos paternos de cuyo parentesco tanto me ufanaba. No solo había poetas por la rama de los Manrique, sino también por la de los Mendoza de los que me viene el apellido.
Mi tío Diego Hurtado de Mendoza, fue el que escribió “Historia de la guerra de Granada”, Pese a haber desempeñado importantes misiones en Roma, Inglaterra y Venecia al servicio del rey, sufrió destierro. Además de griego y latín, sabía árabe y hebreo. Lo llegué a conocer en Madrid, dos años antes de que muriese, el mismo en que solicité la beca de colegial en Salamanca. Mi padre acordó llevarme a buscar su protección cuando supo que otra vez gozaba del favor de la corte, pero este favor duró poco porque murió en seguida y no pudo ayudarme en nada. Fue la otra rama de mi familia, la más pobre y de menos fama, de la que me vino el favor.

Tengo mucho en la sangre, y en los demás humores, de la familia de mi padre. Hasta yo mismo me veo el parecido con los Mendoza y me asusto. En poco tiempo cuatro de ellos llegaron a ser cardenales y de ninguno puede decirse que respetaran los votos de castidad que su condición de clérigos conlleva. A mis tíos, los hijos del primer cardenal Mendoza, los llamaba la reina Isabel “los bellos pecados del cardenal”, y esta frase siempre ha sido motivo de vanagloria para la familia en vez de serlo de sonrojo.
El cuarto cardenal de la familia, que lleva el mismo nombre que mi padre y mi abuelo, fue mi tío, Francisco de Mendoza y Bobadilla , el único del que no me avergüenzo de parecerme y el único también del que he recibido regalos, si bien no de la manera en la que me hubiera gustado. El mayor de ellos, el haberme aficionado a los libros. También en la familia de mi madre los ha habido, pero no con tanta abundancia como en la casa que mi tío Francisco tenía en Salamanca.
Viví alojado a sus expensas durante algún tiempo en calidad de pariente pobre. En verdad era como su criado pues le ordenaba la biblioteca y le ayudaba a preparar sus sermones sacando argumentos de los libros que me prestaba. Lo que si es cierto es que tenía la ventaja de usar la biblioteca a mi antojo, incluso de encargar nuevos libros de los que tuviera noticia. Él decía que en cada libro hay siempre algo bueno y le gustaba comprar cualquier obra de la que hubiera oído hablar.
Yo era muy joven entonces, el mundo se me abría con las páginas de tantos volúmenes bellamente encuadernados. Los había escritos en muchas lenguas y me entró el deseo de aprenderlas todas para poder leerlos. Les tenía tanta querencia a aquellos libros que los consideraba míos, por eso lloré cuando supe que mi tío los había regalado al rey Felipe II para su Biblioteca en El Escorial ¿Qué necesidad tenía un rey de 935 libros más, que nunca iba a leer? Creo que, en el fondo de mi corazón, tenía por seguro que yo sería el heredero de una parte de ellos. Sufrí un gran desengaño.
Tardé algún tiempo en tener dinero suficiente para poder comprar libros por mi cuenta. Pero la semilla estaba echada y la afición por tener una biblioteca como aquella fue creciendo. Con el tiempo llegue a poder formar una aunque jamás conseguí reunir tal cantidad de volúmenes ni de tan preciado valor.
Este tío mío, Francisco Mendoza, murió al ir a tomar posesión de la sede de Valencia para la que lo habían nombrado arzobispo. Desde esta capital lo llevaron a enterrar a Cuenca, donde yace en el panteón de la familia en una de las capillas de la catedral.
Le estoy muy agradecido. Fue por culpa de su muerte temprana que no pudo brindarme su apoyo y protección en la carrera de letras que seguí a imitación suya. Estoy seguro que de seguir vivo me hubiera ayudado como lo hizo con otros primos míos. Para ayudar a uno de ellos, el conde de Chinchón, escribió la famosa obra “El Tizón de la nobleza”. Y lo mismo hubiera hecho conmigo, con toda seguridad, cuando he sido objeto de parecidos libelos.
Este sobrino suyo, conde de Chinchón, fue acusado de no poder probar su limpieza de sangre en un tribunal de Órdenes Militares en las que solicitó la entrada, acusación que se extendía a toda nuestra familia y que no debió ir muy descaminada porque, como demostró mi tío, quien más quien menos tiene un borrón en su ascendencia, y algunos más de uno. En el libro “El Tizón”, se acusa a todas las familias nobles de estos reinos de esto mismo, a unas de descender de un judío converso que era el almojarife de la reina Urraca de Castilla llamado Ruy Capón, a otras las declara descendientes de una tal Isabel Droklin, hija de un albañil inglés y de una criada a la que llama “espulga manteles” con la que se amancebó el obispo Pedro de Castilla.
Fue muy sonada esta obra. Lo mismo en las ventas que en los castillos se leía “El Tizón” con gran divertimento en las primeras y con rabia e indignación en los segundos. Tanta que persiguieron a su autor por calumnias. Lo llevaron hasta el Tribunal del Santo Oficio, pero no consiguieron desmentir el libro porque lo que decía era verdad. El rey se cansó de escuchar a los querellantes y mandó que se archivara la querella.
Esta obra le dio más fama a mi tío que todos los sermones y comentarios de la Biblia que escribió.




Mi abuela Beatriz, como decía, era natural de Villaescusa de Haro y allí pasó su niñez. No tuvo padre. Debió tenerlo, como todo el mundo lo tiene, pero su madre nunca le dijo de quién fuera hija y tampoco ella puso empeño en averiguarlo. Era fruto de la desgracia, como se decía en el pueblo cuando alguna joven se quedaba embarazada en parecidas circunstancias. Hacerle un hijo a una mujer soltera con la que no te vas a casar es desgraciarla para toda la vida - En eso, entonces, como ahora, las cosas no han cambiado-. A no ser que fueras rico o deán como mi abuelo y reconocieras a la criatura protegiendo a la madre y dándole medios para que pudiera sacarla adelante.
Así pasó con mi abuela, que mi abuelo, el deán de la catedral, se amancebó con ella y le hizo un hijo, mi padre, y lo reconoció como suyo. Mi abuela nunca pasó necesidad, pero no quiso seguir viviendo en la ciudad en la que todos la señalaban como la manceba del deán. Además, que mi abuela era muy religiosa y no quería que mi abuelo siguiera pecando con ella todas las noches, y como perdió las esperanzas de que mi abuelo colgara los hábitos, porque todo el mundo conocía a su familia y esconderse de ellos hubiera sido imposible, lo dejó plantado a él y a toda la ciudad y se vino a Villaescusa a la única casa en la que no le iban a recriminar nada. La única en la que sabía que la iban a recibir con los brazos abiertos como antes habían acogido a su madre cuando estaba a punto de nacer ella. Además, que en cierto modo, las monjas que estaban al mando de la administración de la casa eran las culpables de que hubiera nacido mi padre, pues fueron ellas las que mandaron a mi abuela recomendada a trabajar de niñera a la casa de los Mendoza en Cuenca.
Las monjas, con toda su buena voluntad, como mi abuela era muy espabilada, pensaron que tendría un futuro mejor bajo la protección de tan noble familia que había prometido tratarla como a una hija más que como sirvienta.
Y pasó lo que pasó.
Pero mi abuela no se arrepentía de nada. Ni guardaba rencor a la familia de mi abuelo sino que tenía un gran cariño por todos. Ese cariño fue lo que le hizo sacrificarse y dejar el amor de su vida, el único amor, mi abuelo, para no perjudicarlo en su carrera eclesiástica. Y luego, después, también por ese mismo cariño se atrevió a rechazarlo cuando vino a buscarla a Villaescusa con un coche de mulas para llevársela a ella y al niño. No se fue, pero le gustó que viniera, y ese gesto aumentó el aprecio que le tenía y las ganas de sacrificarse por él. Viniendo a buscarla la enaltecía porque así, los lugareños vieron que ella no era ninguna repudiada sino que era por decisión propia por la que se había venido a vivir aquí al pueblo.
Hasta les pidió al cura y al alcalde que hablaran con mi abuela. Todos intentaron convencerla menos las monjas del monasterio que dieron por muy buena la decisión que había tomado y la pusieron al mando de la Casa de las Conversas para que viviera allí con mi padre y llevara ella las cuentas de los trabajos que se hacían.
Los Mendoza le dieron dinero, pero ella lo rechazó, muy digna, diciendo que le sobraban medios para criar a la criatura. Aún así, ellos hicieron una donación muy grande a las monjas para la Casa y para que no les faltara nada a ella ni al hijo.
Mi abuelo el deán, dicen que se fue con lágrimas en los ojos, y mi abuela también me contó que se encerró en su cuarto a llorar y no salió de la casa hasta que no se fueron para no arrepentirse.
Las mujeres iban y venían con recados de las monjas, desde el convento a la casa del cura, donde se alojaba mi abuelo, y de ahí a la Casa de las Conversas en la calle Los Tintes, donde estaba mi abuela. Un trasiego de idas y venidas, dimes y diretes por todo el pueblo, pero ella no cedió. Y eso que lo quería, toda la vida estuvo recordándolo. Y él a ella tampoco la olvidó, ni a su hijo, mi padre, pero toda la ayuda que mandó fue a parar a las monjas temiendo que mi abuela no la aceptase.

Aquella casa de la cuesta era y sigue siendo mi paraíso en la tierra. No tengo más que cerrar los ojos para verme allí con mi abuela, ella y yo siempre juntos, primero con mis padres y luego ella y yo solos.
Los recuerdos que tengo de mi madre de pequeño son de verla siempre embarazada o con un recién nacido en la cuna y los de mi padre, mandándome callar o echarme a jugar a la calle para que no los molestara.
Solo mi abuela se compadecía de mí y compensaba tantos desprecios como me hacía el resto de la familia dándome confituras y pan mojado en vino y azúcar, o llevándome a jugar a la casa de las Conversas donde yo era el rey.
A mi familia por parte de madre no le gustaba que frecuentáramos aquella casa, por eso ir allí era un secreto que mi abuela yo guardábamos. Seguramente por estar prohibido me gustaba más aquel sitio lleno de mujeres y de niños. También porque yo era de los chicos mayores y los pequeños me respetaban y siempre jugábamos a lo que yo decía que era a hacer viajes a las Indias en barco, descubrir cosas raras como personas sin cabeza que tenían la boca y las orejas en el pecho, un solo pie o que vivían en los árboles como los pájaros. Algunas veces también había peleas pero no me gustaban tanto porque yo no era muy fuerte y hasta los más pequeños me podían.
Aquella casa, como digo, era mi paraíso. Sobre todo el corral tan grande que nos parecía una selva, con su cueva oscura, los árboles a los que se podía trepar y el área del pozo dónde siempre había una mujer al cuidado para que no nos acercáramos. Todo lo demás era territorio libre.
Por eso, cuando mis padres se marcharon a una casa más grande y me dejaron con mi abuela en la casa de la cuesta no lloré porque no me llevaran con ellos. Me quedaba con lo que más quería: mi abuela, la calle de Los Tintes y aquel corral de mis juegos.
Y mi abuela se volcó en mí. Ella sintió la soledad más que yo, pero no quiso mudarse yéndose a vivir con mis padres. No sé cual serían sus razones, siempre he creído que fue por no dejar la calle de Los Tintes y la Casa de las Conversas, ella y yo teníamos las mismas querencias. También fue porque la familia de mi madre, aunque ya digo que éramos la rama pobre, le habían puesto una criada para que la ayudara en la limpieza y la cocina, que se estaba quedando muy débil de tanto parto y no tenía fuerzas para nada, y mi abuela ya no hacía falta. Además de la criada, estaban mis tías siempre rondando por allí, porque al fin a y al cabo la casa a la que se habían ido a vivir mis padres era de ellos y por eso, creo yo que mi abuela no se quiso ir a vivir en ella. “El casado, casa quiere”, decía, cosa que no había dicho antes en la casa de la cuesta que era de su propiedad.
Mi abuela Beatriz y mis tías las Ramírez no se llevaban bien. Mi abuela decía de ellas que eran como mis abuelos maternos: “don sin din”, queriendo decir que no tenían dinero sino mucha vanidad por los títulos de su familia. Títulos que no eran de mi abuelo sino solo de sus hermanos por parte de madre. Mi tío Diego, que en paz descanse, había conseguido para ellos el título de hidalgos de solar conocido. Tengo en mi haber una copia de la Carta de Privilegio de Hidalguía dada por la reina Juana a favor de mi tío Diego Ramírez de Villaescusa siendo obispo de Málaga y su capellán mayor. Está fechada y firmada con el sello real en Tordesillas el día treinta de enero de 1510.
Dice así:
“Doña Juana por la gracia de Dios reina de Castilla de León de Galicia de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, de Granada, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias y de las islas Indias y de la tierra firme del mar océano princesa de Aragón y de las dos Sicilias, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña y de Brabante, condesa de Flandes y del Tirol y señora de Vizcaya por hacer merced a vos don diego Ramírez de Villaescusa obispo de Málaga capellán mayor e del mi consejo acatando los muchos e buenos e leales e agradables e continuos servicios que me habéis hecho e hacéis cada día en especial los que me hicisteis yendo conmigo a Flandes y el tiempo que allí residisteis y porque cuando plugo a nuestro Señor llevar para si a la Reina mi señora que sea en gloria y yo venía a estos reinos de Castilla con el Rey Felipe mi señor que santa gloria haya, pusisteis vuestra persona a mucho riesgo y peligro por servirme y por esta causa fuisteis desterrado perpetuamente de la corte y recibisteis en vuestra persona e bienes muchos daños e menoscabos de lo cual todo yo fui muy servida y por lo que después siempre nos habéis servido y servís y, en alguna enmienda y remuneración de todo, es mi merced y voluntad de haceros por la presente, y os hago, noble e hidalgo de solar conocido y que como tal podáis tener y traer armas conocidas y gozar de todos los privilegios gracias mercedes y franquicias y libertades prerrogativas exenciones e inmunidades de que gozan y pueden gozar los otros nobles e hidalgos de solar conocido e devengar quinientos sueldos de mis reinos e porque por ser vos persona eclesiástica no tenéis descendientes, y si esta merced a vos solo se concediese se perdiese la memoria de ella y de los dichos servicios y queriendo yo que quede perpetua , es mi merced y voluntad haced así mismo nobles en la forma susodicha a los descendientes de Pedro Martínez Villaescusa y Lorenzo Ramírez vuestros hermanos ya difuntos y al doctor Antonio Ramírez vuestro hermano que está vivo para que ellos y todos sus descendientes, desde ahora y para siempre jamás, gocen de la dicha nobleza e hidalguía según aquí se contiene, bien así y tan cumplidamente como si en todos y cada uno de ellos particularmente se hubiera hecho dicha merced y ellos me hubieran hecho el servicio y servicios que vos y es mi merced y voluntad de dar y señalar a vos y a ellos por vuestras armas conocidas las que ahora traéis que son un escudo dorado partido por medio de alto abajo y en la mano diestra seis barras coloradas y en la mano siniestra un león pardo arrimado a un árbol que quiere subir y desgajar y en la orla que ha de ser colorada nueve veneras de Santiago interpuestas con nueve aspas de san Andrés , todas de color de oro …”

Mi abuelo, sin embargo, a pesar de ser el mayor de los hermanos y haber pagado, según decía, los estudios en Salamanca a su hermano Diego, no resultó beneficiario de dicha carta de hidalguía por lo que ni mi madre ni demás hijos tuvieron el privilegio de llevar su escudo ni las rentas que conllevaba la tal carta. A mí padre nunca le importó, yo creo que porque de haber sido mi madre más noble no le hubieran dejado casarse con él, que pese a ser hijo reconocido de quien era, no podía ser heredero de ningún bien ni cargo. Y menos aún lo hubieran dejado por la fama de mi abuela, que todos sabían que era una de las recogidas en la Casa de las Conversas.
Con tal fama vine yo al mundo, lo que no fue óbice para que tuviera la niñez más feliz que pueda contarse. Y todo gracias a mi abuela Beatriz, que me crió y me educó con paciencia, sin ayuda de los palos como hacen con otros chicos y hacían mis padres con mis hermanos.
Me acostaba con ella en una cama alta con el colchón de lana más mullido que pueda imaginarse, las sábanas olían a membrillo y a plancha - guardaba estas frutas en el armario para que dieran olor – y siempre estaban suaves y limpias. En invierno las calentaba con el tumbillo antes de meterme en ellas y en el verano dejaba abierto el ventanillo que daba el patio para que entrara el frescor de la noche y el olor de las plantas recién regadas.
Por la mañana aquel ventanillo sin cortinas dejaba pasar los rayos de sol directamente a la cama y me despertaban tanto en invierno como en verano. Cuando lo hacía, mi abuela ya estaba trajinando por el patio y me tenía preparado el picatoste encima del puchero de leche puesto en el rescoldo de la lumbre para que no se enfriase.
A veces teníamos huéspedes, casi siempre mujeres. Las veía luego en la casa de las conversas o por la calle. Dentro de la casa las veía muy poco. Sin que nadie me dijera nada yo sabía que aquello debía ser otro secreto entre mi abuela y yo, así que nunca decía nada de su presencia a mi madre o a mi padre y cuando alguno de mis hermanos quería quedarse conmigo, si había alguna invitada, yo le decía que no podía ser y lo llevaba de vuelta a casa de mis padres sin decir nada.
Mi abuela y yo teníamos muchos secretos.
Enviado por: Luz gonzalez | Ultima modificacion:15-03-2011 22:25
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Foro-Ciudad.com - Ultima actualizacion:15/01/2020
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