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27-05-11 22:15 #7987750
Por:nubegris

La emancipación de los jóvenes.
Gran parte de la población se muestra altamente preocupada. En ciertos países europeos, como Italia, España, Portugal, Grecia, etc., los jóvenes no sentimos ningún deseo de emanciparnos de la tutela de nuestros padres. Tres de cada cuatro aún permanecemos en el hogar familiar a una edad cercana a los treinta años, e incluso algunos la sobrepasamos con creces. Nos ha atacado el síndrome de Peter Pan y no parecemos dispuestos a abandonar el nido. Se dice que somos inmaduros, parásitos, irresponsables y acomodaticios, y que evitamos adquirir las cargas y obligaciones que conllevaría la creación de un hogar y una familia. Indudablemente, tienen razón quienes afirman que no es un problema que se deba tomar a broma ni despacharlo con un análisis simplista y superficial.
Según el Injuve (Instituto de la Juventud español), la mayor parte de los jóvenes españoles (51%) entre los 18 y los 34 años viven en el domicilio familiar; un 42 % afirman hacerlo en su propia casa (comprada o alquilada), y un 5% viven compartiendo piso con amigos o compañeros. En efecto, en la época de nuestros abuelos, era frecuente que bajo un mismo techo conviviera la pareja con sus hijos –en muchos casos una prole numerosa– que tenía que compartir el espacio, además, con sus progenitores, a quienes cuidaba la mujer, que ejercía de ama de casa. En la actualidad, la familia está formada por la pareja, en la que ambos cónyuges trabajan para poder asegurarse el sustento, y uno o dos hijos, aunque cada día sean más los hogares de divorciados en los que convive uno de ellos con la descendencia. Los jóvenes disponemos ahora de un mayor espacio propio, lleno de comodidades, en el que podemos aislarnos y encontrar una relativa independencia dentro de la casa, sin tener que contribuir económicamente a los gastos, y sin ningún tipo de responsabilidad, lo que facilitaría la prolongación de nuestra permanencia en ella.
Debiéramos estar agradecidos a la sociedad y a los gobiernos por la posibilidad que nos brindan de acceder a unos estudios que salvaguardan nuestra juventud de la explotación temprana laboral, proporcionándonos una formación personal, física e intelectual. Sin embargo, el fracaso escolar o el abandono de los estudios universitarios de muchos de nosotros parecen muestra suficiente de nuestro inexplicable rechazo y desinterés por lo que se pone a nuestro alcance.
Se nos critica que hayamos cambiado la cultura del esfuerzo y del trabajo por la del ocio. Se nos acusa con frecuencia de darnos a la bebida, al sexo (las relaciones sexuales –dicen– son cada vez más prematuras) y a la droga; también de nuestra falta de compromiso familiar, político y social. Se nos mira con recelo cuando nos agrupamos o entramos a formar parte de una tribu urbana, que se supone siempre marginal y conflictiva; se temen nuestros excesos y violencia (quema de coches, destrozo de material urbano, etc.), de lo que se hacen eco inmediatamente todos los medios de comunicación. Los jóvenes resultamos insolentes, incómodos, conflictivos y una amenaza peligrosa.
Ciertamente valoramos mucho más a los amigos y el tiempo libre que lo que se nos ofrece en los centros docentes o en el mundo laboral, al que accedemos en ocasiones solo para conseguir el dinero a fin de seguir divirtiéndonos después. Se tiende, quizá intencionadamente, a ignorar que muchos de nosotros también dedicamos nuestro tiempo y esfuerzo a colaborar desinteresadamente en proyectos y asociaciones de solidaridad y ayuda humanitaria.
No, la actitud de los jóvenes no es algo que se pueda tomar a broma. Por tradición y cultura, se exige que formemos un hogar. Para ello hemos de realizar unos estudios cada vez más prolongados, insertarnos en el mundo laboral e independizarnos económicamente. Hemos de tomar decisiones responsables y adquirir compromisos, pero... ¿nos ayuda la sociedad?
Se nos obliga a permanecer una jornada laboral completa y muy competitiva en los centros escolares, en muchos casos en contra de nuestra voluntad, y a alargarla con actividades extraescolares. Se nos invita a prolongar nuestra formación académica en centros de formación profesional o estudios universitarios y a completarla posteriormente con estudios de postgrado. Nuestros padres invierten su dinero, y nosotros, nuestro tiempo y esfuerzo para lograrlo. Pero, después comprobamos que, si no estamos titulados se nos discrimina y margina en los mecanismos de selección de trabajo e, igual y paradójicamente, aunque las nuevas generaciones tengamos el doble de títulos que la que está en los centros de poder, su posesión tampoco nos facilita el acceso al mundo laboral.
Ciertamente, la falta de empleo y su provisionalidad puede potenciar en nosotros la no implicación en las tareas encomendadas, la frustración y el deseo de evasión. Las ocupaciones que nos vemos obligados a aceptar para no estar desocupados no están en relación con nuestros estudios o formación. Tenemos que aceptar que el futuro no se muestre placentero y que seguramente, a pesar de nuestra formación, no mejoraremos la posición social que lograron nuestros progenitores.
Los modelos educativos que recibimos de la sociedad no nos sirven. Lo que aprendemos en los centros escolares no vale para triunfar en la vida, sus títulos son solo salvoconductos para acceder a la universidad. Se nos habla de paz, tolerancia, compañerismo, solidaridad, esfuerzo, pero a nuestro alrededor, en la televisión y en la propia sociedad solo vemos guerra, intolerancia, egoísmo, insolidaridad, materialismo, desaforado consumismo...
Nuestro peso en la sociedad actual es cada vez menor, y el poder de nuestros votos no parece ser determinante para que se nos ayude a integrarnos en la sociedad y a entrar en el mundo de los adultos. Se nos acusa de pasotismo político, sin que nadie parezca interesado en conocer verdaderamente lo que pensamos ni precisamos. Se nos trata solo como meros consumidores compulsivos y parásitos.
Las crisis económicas se ceban principalmente en quienes tenemos menos de treinta años, más en quienes han fracasado en los estudios, pero tampoco mejora nuestra situación sustancialmente en épocas de bonanza. El empleo que se nos ofrece es precario y de pésima calidad. Ocasionalmente se nos anima a trabajar y a admitir responsabilidades a cambio de un sueldo miserable y, en ocasiones, sin ninguna seguridad laboral. Cáritas alerta en sus últimos informes sobre esta circunstancia. Cada día más jóvenes desempleados –incluso titulados– traspasan el umbral de la pobreza. Al no tener acceso más que a trabajos eventuales se nos excluye de ciertas prestaciones sociales.
Pertenecemos a la mal llamada irónicamente en Europa generación de los 1.000 €, cantidad que muchos de nosotros no hemos aún cobrado. La grave dificultad de encontrar empleo, la temporalidad de este, el nivel de precariedad laboral y la incertidumbre son, sin duda, elementos disuasorios para acceder a un piso, bien sea alquilado o propio, e independizarnos. Decidirse a formar una familia es impensable.
Según una encuesta hecha por el Injuve en el 2005, más de la mitad de los jóvenes que viven con sus padres desearían poder abandonar el domicilio paterno e independizarse económicamente, pero el 53% aseguraba que le sería muy difícil o prácticamente imposible lograrlo. El dinero que podrían destinar para su pago difícilmente alcanzaría los 400 € al mes, por lo que precisarían la ayuda familiar tanto para la compra como para el alquiler, y más aún las mujeres, en las que el desempleo se ceba con mayor intensidad. Los pocos que disponían de vivienda estaban pagando unos 460 € y la duración de la hipoteca no era inferior a los veinte años.
No es verdad que nuestros padres sean complacientes con nosotros y quieran retrasar nuestra emancipación ni que el abandono del hogar familiar sea para nosotros un mal negocio. ¿Qué otra cosa pueden hacer nuestros progenitores sino apoyarnos, resignados, ante tantas dificultades como encontramos y hacerse más tolerantes y permisivos que lo fueron los suyos con ellos? ¿Qué salida nos queda más que la permanencia en el lugar donde ha transcurrido nuestra niñez y adolescencia? La sociedad y el mundo laboral han sufrido cambios tan drásticos que su experiencia no nos sirve por inaplicable. Nuestra dependencia familiar no es más que el producto del balance hecho entre el precio que hemos de pagar por permanecer con ellos y de aquello a lo que hemos de renunciar. ¿Es, por tanto, difícil entender que prefiramos permanecer bajo el techo paterno, instalarnos en el presente y no querer asumir responsabilidades a las que no estamos en condiciones de hacer frente?
Ciertamente hay motivos para preocuparse. La sociedad no puede convertir a los jóvenes en víctimas y hacerlos responsables de sus desgracias. Quizá se debiera reflexionar y actuar. No en vano la juventud representa el futuro.
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