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España > Cordoba > Cabra
08-12-09 02:10 #4069075
Por:cofran

El niño de Belén (el montaje del espectador).
Seis hindúes sabios, quisieron saber qué era un elefante. Como eran ciegos, decidieron hacerlo mediante el tacto. El primero en llegar junto al elefante, chocó contra su ancho y duro lomo y dijo: «Es como una pared». El segundo, palpando el colmillo, gritó: «Esto es tan agudo, redondo y liso que el elefante es como una lanza». El tercero tocó la trompa retorcida y gritó: «El elefante es como una serpiente». El cuarto extendió su mano hasta la rodilla, palpó en torno y dijo: «Está claro, el elefante, es como un árbol». El quinto, que tocó una oreja, exclamó: «El elefante es como un abanico». El sexto, quien tocó la oscilante cola acotó: «El elefante es muy parecido a una soga». Y así, los sabios discutían largo y tendido, cada uno excesivamente terco y violento en su propia opinión y, aunque parcialmente en lo cierto, estaban todos equivocados".

En la historia de la humanidad, Dios se nos ha ido revelando poco a poco, como el elefante a los ciegos de la fábula. Sin embargo, a diferencia del elefante, en lugar de estarse quieto, Dios no ha tenido reparo en ir cambiando de postura para fuéramos avanzando en su conocimiento. Así, por ejemplo, cuando el hombre primitivo consideró dioses a los fenómenos de la naturaleza que lo atemorizaban, lo sobrepasaban o a los que necesitaba para sobrevivir, Dios se hizo el encontradizo y se reveló como el creador de todo lo visible y lo invisible, del sol, de la tierra, de la luna y de los astros, de la tormenta y el rayo, del viento, de los mares, de los animales y de las plantas. Todo había salido de sus manos y Él estaba por encima de todo. Y Dios, que ya conocía al hombre como si lo hubiera parido, también dejó claro que el mismo hombre era una criatura. Eso sí, la más especial de todas, hecha a imagen y semejanza del propio Creador.

El hombre, que no había leído hasta el final el relato de la Creación, que es donde se dice aquello de “y vio Dios que todo era bueno”, conoció luego realidades tan poderosas como la enfermedad, el dolor y la muerte. Y como estas desgracias parecían estar por encima de todos y nadie escapaba a su hechizo, el hombre consideró que o eran dioses o creación del mismo Dios, terrible y vengativo. Entonces, Dios, maestro de vocación, volvió a moverse y a enseñar al hombre y le explicó la historia de la manzana de Adán y Eva: el mal que había en el mundo era la consecuencia del pecado del hombre, de su soberbia (“…seréis como dioses”…). De la misma forma que los sarmientos no viven separados de la vid, tampoco el hombre puede vivir si separa de Dios, fuente de toda vida. Mal comparado, es como si echáramos la culpa de los accidentes de tráfico al que hizo la carretera, cuando la mayoría de las veces los accidentes ocurren porque no adaptamos la velocidad a las condiciones de la vía.

Más tarde, el hombre sufrió las consecuencias de los pecados propios y ajenos, de su soberbia, de su egoísmo, de su indiferencia. Y vinieron las guerras, el destierro, la esclavitud, el abuso, la ignorancia, la soledad. Y Dios volvió a cambiar de postura, ya sabéis. Y se mostró como el mejor defensor de la viuda, del sencillo, del huérfano y del hijo del pobre. Y dio al hombre una ley para que se gobernara: “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas.”. Y añadió: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. (Es evidente que Dios conocía al hombre, porque desde el principio tiró a dar: “Escucha, Israel…”. “Escucha”, pidió Dios, sabiendo lo que nos gusta la palabrería y el ruido.)

Y los hombres, lejos de escuchar, donde Dios dijo “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, entendimos “ganarás el pan con el sudor de el de enfrente”, y abusamos de nuestro prójimo, aprovechándonos de su ignorancia, de su inocencia, de su debilidad y de su pobreza. Y volvieron la esclavitud y la violación, y las normas, y las leyes absurdas e injustas, y el papeleo y la burocracia y la manipulación. Condenamos a los inocentes y liberamos al asesino. Y hubo más todavía. Y donde Dios habló de hermanos, nosotros entendimos que hablaba de primos, y al que puso su buena voluntad, su tiempo, su esfuerzo y su mejilla en defensa de su prójimo, nosotros lo llamamos loco, nos burlamos y abusamos de él.

Dios, con una paciencia infinita, insistió sin descanso y volvió a mostrar una y otra vez su enseñanza. Y no ahorró en profetas ni en sencillos. Y nosotros, malos alumnos hasta merecer la cárcel, los fuimos apedreando, también de uno en uno. Porque, ¿cómo iba a ser Dios distinto de como lo imaginábamos nosotros, sus fieles? ¿Pues no se dice también ahora que Dios es un invento de la necesidad del hombre? (Lo que callan como zorros y lo que no dicen, es de dónde viene esa necesidad, esa aspiración.)

Tampoco entendimos una cosa que estaba clara desde el principio. Dios nos quería como a las niñas de sus ojos. Por eso le preocupaba nuestra suerte, nuestra desgracia. Por eso seguía saliendo todos los días al camino, a llamarnos, a ver si, al escuchar su voz, volvíamos. Y Dios recordó al hombre esto por boca de Isaías: “¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré”. (Dios, que veía más allá que nosotros, no daba puntada sin hilo: ponía el amor de las madres por “el hijo de sus entrañas” como el mayor posible… Ya estaría pensando en los abortos.)

Al final de los tiempos, Dios había adoptado todas las posturas posibles, pero los hombres no acababan de comprender. Y entonces cayó en la cuenta: “lo importante es invisible a los ojos; no se ve bien sino con el corazón”, que se dijo luego en El Principito. Y en lugar de cambiar otra vez de postura, cambió de estrategia y se agachó. Todo lo necesario para que el hombre lo tocara y lo conociera del todo. Se agachó hasta poder lavarle los pies a cualquiera. Y se hizo niño.

En María. En Belén. Un niño. Ya veis. ¡Un niño! Cercano, caliente, indefenso, fiado de cualquiera, inocente. ¿Había algo menos terrible? ¿Había algo más merecedor de cariño? ¿Había algo que conmoviera más el duro corazón de los hombres? ¡Qué noticia!, ¿verdad? ¡Qué noticia! (¡Dios de Dios! ¡Luz de luz!...¡Alégrate, llena de gracia!)

Desde ese momento, pero también desde antes, que para Dios no cuenta el tiempo, los niños fueron sagrados. Y el mismo Jesús, el mismo Dios hecho niño, repitió muchas veces esa idea: “lo que hagáis a uno de éstos, mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hacéis; y lo que dejéis de hacerles, a Mí me lo dejáis de hacer”. Esto lo aclaraba todo. A Dios no se lo amaba con sacrificios de animales, ni cumpliendo leyes y costumbres humanas, ni se lo honraba con los labios: al Dios de la vida había que amarlo con el corazón, con las manos, con nuestro esfuerzo y nuestro tiempo, con nuestra vida. Primero en aquéllos con los que más obligación tenemos, los más cercanos, los que más dependen de nosotros: los padres, los hijos, la familia, los alumnos. Primero también, que no hay segundo que valga, con todos los demás, especialmente con los que más sufren y con los más indefensos. A la manera del Santo Padre Damián o de la Madre Teresa. O a la manera de Cáritas. O a la de tantos héroes que en el mundo son.

Desde ese momento, el amor a los demás no tiene horario ni fecha en el calendario, que diría el otro. Hay muchos frentes, muchos incendios que arruinan la tierra y no hay tiempo que perder. En primera línea de fuego o llenando tinajas, como en Caná, es igual, lo importante es hacer bien la tarea. Que no hay ayuda, por pequeña que sea, que no podamos ofrecer: que ni la ofrenda de la viuda pasa desapercibida a Dios.

El amor era lo fundamental. Ése es el verdadero rostro de Dios. Lo repitió el evangelista: “el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. Y al músico le llegó tan dentro, que lo cantó a la gente de hoy: “con vosotros está y no le conocéis”.

Es Navidad. Dios se hace niño. ¿Qué regalo vamos a llevar a Belén? ¿Flores? ¿Novenas? ¿Velas? ¿Cantos? ¿Algo de estreno? ¿Acampada o botellón? Pues… si no va con amor a los demás… no vale de nada. Que ya lo avisa San Pablo: “si me falta el amor, no me sirve de nada, nada soy”.

¿Qué regalo llevar?... ¿Me permitís un consejo?... Ya que estoy metido a candil de casa ajena, os daré tres. Primero: el rey David canta en uno de los Salmos “un corazón contrito y humillado Tú no lo desprecias”. Buena cosa: un rato de silencio, silencio digo, silencio con Dios. Para escuchar a Dios. Silencio para pedirle perdón por tantas cosas mal y al revés y sin pensar. Y silencio para pedirle a gritos lo del ciego de Jericó “Señor, que vea”.

Segundo: ¿os acordáis de las últimas palabras de la Virgen María en el Evangelio? En las bodas de Caná: “haced lo que Él os diga”. No hay mejor cosa: hacer bien y a conciencia lo que Dios quiere, en el tiempo que Dios nos da. Lo dirá el propio Jesús: “el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

Tercero y último y tampoco es mío: cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros rezad así: “Padre nuestro que estás en el cielo…”.

Nota: seguro que lo conocéis, pero os lo aconsejo de nuevo estas navidades. Un magnífico vídeo: https://ww.cultureunplugged.com/play/1081/Chicken-a-la-Carte.

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