Las salvajadas no se olvidan Intentaba escapar. Y al llegar a la frontera española supo que su documentación no estaba en regla. Sin presentir que llegarían a aceptar sus papeles, Walter Benjamin decide suicidarse en Portbou, en 1940, ante la idea de ser deportado a un campo de concentración nazi. Otros, con negro pesimismo, idéntico al de este filósofo alemán, también abrazarían la muerte cual sendero de salvación. Creyendo en la nazificación del viejo continente, el escritor vienés Stefan Zweig se quitaba la vida en Brasil dos años más tarde, al lado de su esposa. La idea de Zweig sobre la inminente nazificación de Europa no era descabellada, toda vez que la Sociedad de Naciones jamás movió un dedo contra el régimen asesino de Hitler. La pasividad fue la norma que caracterizó a esa pomposa y carísima organización política, y eso que un 3 de julio de 1936, en la sede ginebrina de la citada Sociedad de Naciones, iba a sobrevenir algo terrible: tras el discurso del delegado español Sr. Barcia, un periodista de origen checo, Stephan Lux, denunciaba los inicios del genocidio judío y alertaba de los peligros del antisemitismo nazi a todos los delegados de la Sociedad de las Naciones. Y, para que su testimonio no fuera en balde, Stephan Lux se dispara a sí mismo en señal de protesta, en el pecho, frente a los allí congregados. Su sacrificio no sirvió de nada, pues sabemos que la planificación de las matanzas seguiría su curso nefando. No solo la Sociedad de Naciones tuvo un comportamiento indigno, bochornoso a todas luces. La celebración de la alianza germano-soviética (1939-1941) dio alas al régimen hitleriano y, por el camino de la propaganda, el pacto nazi-marxista fue alabado entre la mayoría de los miembros de los partidos comunistas europeos y, por cierto, por exiliadas de lujo en Moscú como Dolores Ibarruri. Y mientras esto ocurría, comunistas de gran peso político –como fue el caso de Georges Marchais– estaban en 1942 y 1943 en la Alemania nazi prestando servicios a Hitler en fábricas de armamento. No extraña que el filólogo alemán Victor Kemplerer, autor de la magnífica LTI. La lengua del Tercer Reich, apuntara el 31 de diciembre de 1933 en las páginas de su Diario que no había diferencia entre nazismo y socialmarxismo. “[…] Pongo a la misma altura nacionalsocialismo y comunismo: ambos son materialistas y tiránicos, ambos desprecian y niegan la libertad del espíritu y del individuo”, escribía Kemplerer En un 27 de enero de 1945 se liberaba a los reclusos del campo de concentración de Auschwitz, fecha que 50 años más tarde sería simbólicamente elegida por la Asamblea General de la ONU, sucesora de aquella Sociedad de Naciones, con el propósito de evocar la memoria de las víctimas del Holocausto. Hay que decirlo: desde el final de la Segunda Guerra Mundial, contienda que provocó entre 50 y 70 millones de muertos, continúan saliendo a la luz crónicas de tragedias. ¿Y el Holocausto marxista? En las páginas iniciales de La experiencia totalitaria, el pensador de origen búlgaro Tzvetan Todorov detalla el número de referencias al estalinismo que aparecen en un medio de comunicación tan emblemático como Le Monde. Curioso, pero entre 1990 y 1997, advierte Todorov, el mencionado rotativo francés citó el nazismo 480 veces y sólo 7 veces el estalinismo. Y mientras únicamente en dos ocasiones nombra el gulag de Kolyma, en 105 veces Le Monde cita, sin embargo, el campo de Auschwitz. La vergonzosa asimetría alienta olvidos que, sin duda, son harto significativos. Y no solo sucede esto en Francia. En todo el continente europeo pasa otro tanto, sobre todo cuando se silencian y se intentan disimular “SESENTA Y SEIS MILLONES DE MUERTOS. Estas son las pérdidas humanas en Rusia como resultado del experimento socialista: SESENTA Y SEIS MILLONES DE PERSONAS”, sentencia Alexander Solzhenitsyn en Alerta a Occidente. Y puesto que las cifras están ahí –léase El libro negro del Comunismo, de Stéphane Courtois et alii–, ¿por qué no se habla de los 100 millones de víctimas que generó el Holocausto marxista? Es más, si ya en 1960 un ex estalinista como Vasili Grossman describía en Vida y destino las muchas similitudes entre socialmarxismo y socialnazismo, ¿cuál es el motivo ideológico por el que diez décadas después se siguen enterrando los hechos? Y por poner algún ejemplo concreto, ¿por qué el genocidio ucraniano u holodomor (que, gracias a Stalin, llevó del hambre a la tumba a ocho millones de seres humanos entre 1932 y 1933) no ha sido reconocido ni por los propios comunistas de Ucrania ni en 2010 por el mismo Parlamento Europeo? Está claro que la intolerancia política obceca, mancilla y deshumaniza, del mismo modo que el uso selectivo de la memoria histórica no les permite a algunos reconocer el asesinato de decenas de millones de personas. Teresa Gonzalez Cortés |