Gregorio de Robles moraleño de probecho Tener 29 años en la España de finales del siglo XVII no era precisamente ser un jovencito con batería suficiente como para lanzarse a la conquista del conocimiento del mundo, más cuando llegar en esos tiempos a los 35 ya era haber vivido. En el borde de la treintena estaba Gregorio de Robles, labrador pobre y analfabeto nacido hacia 1659 en Moral de Calatrava (Ciudad Real), pueblecito sin más recursos que los que brotaban del suelo, que no eran muchos. Animado por no se sabe qué relato sobre esas tierras fabulosas que esperaban al otro lado del Atlántico el bueno de Robles, que no sabía leer ni escribir y que posiblemente no habría ido nunca a más allá de diez leguas de su casa, agarró lo poco que tenía, se fue a Sevilla y de allí a Cádiz a servir en las levas destinadas al nuevo continente. Lo que le ocurrió en los siguientes catorce años de viaje casi ininterrumpido es, cuando menos, asombroso. Llegó a ser espía por cuenta propia de las operaciones de contrabando que ingleses, franceses y holandeses llevaban a cabo en los dominios españoles del Caribe insular y continental; analista crítico de posiciones militares estratégicas; montañero por los Andes; cautivo de piratas; mercachifle; descriptor de paisajes, ciudades y pueblos recónditos; explorador selvático; por un tiempo superviviente a base de dádivas y limosnas, por otro huésped de honor del presidente de la Audiencia de Quito... Pero, sobre todo, fue un patriota desinteresado que salió «A ver mundo y servir a S.M.», Carlos II de España y sus Indias. ¿Cómo pudo tomar notas un hombre que desconocía la escritura y lograr además que su relato oral, contrastado por otros documentos históricos de la época, fuera de una exactitud tan sorprendente? Sencillo: ni apuntó nada ni falta que le hizo. Robles, además de tener una perspicacia sin límites, don de gentes y un inconmensurable deseo por conocerlo todo, era poseedor de eso que llamamos hoy memoria fotográfica. Catorce años escritos con tinta indeleble en su muy bien armada cabeza. El comienzo de su periplo Empezó al llegar a América, en 1688, cuando comprobó con pena y rabia cómo en Cuba, Santo Domingo, Trinidad y Jamaica (tomada por los ingleses en 1656) las potencias extranjeras traficaban ilícitamente con azúcar, tabaco, oro, perlas y esmeraldas ante las narices de los españoles, que nada podían hacer dada la escasez de fortificaciones estratégicas y efectivos militares para el control comercial de la zona. Dispuesto a informar sobre este asunto se propuso llegar a Quito. Así que cerca de Cartagena (Colombia) remontó en una canoa el poderoso río Magdalena, llegó a Lima y después a su destino fijado. De vuelta a las Antillas sufrió su primer secuestro, por piratas franceses, que se hicieron con sus «servicios», llevándole de correrías hasta el Cabo de Buena Esperanza (Sudáfrica) y el de Hornos. Fue liberado en las costas de Portugal. Pero en vez de volver a España, volvió a América, pateándosela sin descanso. Años más tarde, cuando intentaba llegar por mar a Veracruz (México) para ir a Filipinas, una balandra holandesa capturó su embarcación y, tras pasar cautivo una temporada en la isla de Curazao, frente a las costas de Venezuela, acusado de espionaje, fue transportado a Amsterdam, desde donde inició por tierra su regreso a España. Sus informaciones suscitaron gran interés entre las autoridades, fue llamado a declarar en 1704 ante el Consejo de Indias. Dejó cerca de cien hojas con sus palabras transcritas sin firmar porque, sencillamente, no sabía. Se llevó 20 ducados en pago de servicios, una pastita para la época. |