RECUERDOS De mi edad para adelante (algo más de medio siglo, con generosa bendición), salvo amnesia galopante, todos se acordarán de la alacena; del huevo de madera para zurcir calcetines; de las agujas de hacer ganchillo o de las del punto; del eslabón, el pedernal y la mecha; del gancho de la lumbre o la chapa de atrás, tan difícil de sujetar con las tenazas al echar los leños; de los chisques; de las trébedes y el soplillo; de la badila del brasero; del traicionero puchero con agua, que te la armaba al menor descuido; de la silla baja junto a la lumbre, para aviar más cómodamente; de las tablas de lavar con jabón de sosa o Saquito y el azulete; de la ceremonia de toda la familia, para escoger las lentejas; del botiquín familiar (una caja de membrillo o de Cola-Cao) con calmante vitaminado, algodón y alcohol; del pañito sobre las sillas, tapando la enea medio rota, a juego con el del “camapé”; de las sábanas de La Algodonera, que «duraban la vida entera»; de los zapatos hechos por Nemesio o por Pelayo y los agujeros de las suelas; de las “albarcas” y las alpargatas de esparto; del tabaco de liar (cuarterón o media libra) y el librillo de Jean o Bambú; de la ropa para los domingos y fiestas de guardar, del traje de San “Panta”; del frío del carajo que había en toda la casa salvo en la cocina; del cocido casi fijo para cada día de la semana, o habichuelas; del trasiego diario al corral a por támaras o leños, a la cantarera a llenar el botijo o a la cuadra a recoger los huevos que han puesto las gallinas; de cuando se marchaba la luz cada dos por tres; del cambio de novelas y de tebeos; de los cortazos en el cine (cuando lo había), de cuando no teníamos ni calefacción, ni radio, ni televisión, ni ordenador, ni play station, ni deportivos y ni siquiera chándal... Al meterse en la cama, con el colchón de lana bien embullido, hacía un frío de solemnidad, pero lo amortiguábamos con una bolsa de agua caliente o un ladrillo, previamente calentado en la lumbre y convenientemente envuelto en papel; de pijama, tu ropa interior, hecha a mano, eso sí. Sin zapatillas, había que usar el orinal, para no salir al albañal del patio y sin sacar mucho los pies de la cama. La puerta de la casa siempre estaba abierta o con la llave puesta, y muchas veces por fuera, hasta la noche, en que se echaba el cerrojo. Si alguien te visitaba, tocaba al llamador o asomaba la cabeza por detrás de las cortinas y gritaba “¿se puede?”, desde dentro, sin preguntar ¿quién es?, la misma respuesta siempre: ¡adelante! En la alacena, cerrada con una aldabilla, había un pan moreno, un plato con torreznos y una o dos orzas, una con queso o con chorizos en aceite, otra con aceitunas aliñadas o puede que con lomo también en aceite. En algunas fiestas, como en Semana Santa, había azafates con natillas o arroz con leche en los vasares y en las fiestas de San Pantaleón con rosquillos o pastas y algún “naceitao”. Colgados de la chimenea, junto a la lumbre, algunos chorizos patateros, unas ristras de morcillas y algunas bofeñas. En el pasillo, junto a la cantarera, un “palancanero” con una “palancana” esconchá y al lado un barreño “restañao”, con una piedra de lavar en su interior. Dos pilastras, a la sombra que se crían muy hermosas. En el patio, un pozo con su brocal y una higuera en un acirate. Una hierva-Luisa pone el aroma en el ambiente. En la cámara, la máquina de hacer chorizos, un dornajo para la matanza, y un dornillo para el bodrio, un celemín, unas tomizas, un aparejo, una albarda, unos sacos, un serón, unas aguaderas viejas, algunos costales, unas seras, y algunos aperos de labranza. En un rincón, un cajón de madera, con una piedra encima o la reja de un arao, como cierre y contrapeso, dentro un jamón salándose y colgada de una viga una ristra de ajos y unos pimientos secos; sobre una estera, una gata paría. Con un real, Molina sacaba de su cestillo un capirucho y te lo llenaba de pipas, para pasar la tarde del domingo, con dos reales “Bocarrana” te daba un helado de medio molde o la Agustina del “Dulce” o la “Pajarilla”, unos cigarrillos de “matalauva” y con diez reales…….bueno, eran pocos los que tenían una moneda de diez reales. En el verano, en el porche o a la sombra en el patio, nos “alumbrábamos” un gazpacho, que era un azafate lleno de agua con vinagre y unas gotas de aceite, con trozos de pan duro (coscurro) y quizá algún tomate o pepino los domingos, (según la cosecha de “chicharito”), que nos dejaba listos para una buena siesta. En el invierno, unas gachas de “harina-pitos” con sus tropezones, que nos comíamos en la misma sartén, todos alrededor, junto a la lumbre. No obstante, en aquellos caninos tiempos, no precisamente en «technicolor», rozábamos la felicidad, pues teníamos dos grandes tantos a nuestro favor, éramos más jóvenes y vivíamos de espaldas al inconformismo.
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