Zorita - Caceres

La presentación en el Aula Abierta de la UCLM del libro del catedrático y zoólogo Mario Vargas «Perdices de colores» (LANZA, sábado 14), me da pie a opinar que en la oposición social a la caza, en la crítica política a esa actividad y en su decadente valoración colectiva subyace la conducta de los propios cazadores y su comportamiento desorientado, a la deriva y sin norte, en esos patíbulos que son ya cientos de cotos mayores y menores. Si no existieran las vallas, no hubiera incubadoras de «fabricar» pájaros variopintos, no se ametrallara desde el coche, no se abandonaran en el campo vainas y reses decapitadas, si no se disparara indiscriminadamente ni se echaran a los cochinos —¡o a la basura!— las piezas de cacerías industriales y ojeos masivos de granja, si nada de eso fuera realidad, sería otro el juicio público. Y distinto el resultado de nuestros argumentos y demandas. Castizamente dicho, otro gallo cantaría.
Los cazadores debemos saber que repitiendo por millonésima vez los mismos tópicos y proponiendo iguales remedios hechos lugares comunes, no conseguiremos mucho. Con razón nos preguntarán si vamos a exponer lo de siempre sin rectificar nada. Díganle a la sociedad lo que quieran, nos interpelarán, pero sin ocultarle lo que convenga (que de conocerse en su dimensión, exacerbaría la crítica; la gente no imagina adónde se llega en esos lupanares cinegéticos que a tantos cazadores avergüenza visitar). Cuando oímos y leemos que la caza es matanza, estamos oyendo y leyendo lo que ciertamente pasa en muchos lugares. Cuando oímos y leemos que la caza es fiesta social en torno a ritos de sacrificio gratuito de irracionales, ídem de ídem. Cuando oímos y leemos que la caza no tiene nada de deporte, esfuerzo ni astucia, tres cuartos de lo mismo. Cuando oímos y leemos que la caza no se utiliza en la alimentación, estamos oyendo y leyendo la verdad de un matar en muchísimos casos para lucir trofeos o cifras. No seamos cínicos ni sordos. Cierto que la caza se repudia por multitud de alegatos sin fundamento y arrebatos de desinformados, pero también por culpa de los mal llamados cazadores, que aportan a la caza desprestigio y lastre.
Los verdaderos cazadores somos más en la relación de licencias, pero minoría en el volumen y cantidad de lo que mueve ese negocio que es ahora buena parte de la actividad cinegética. No son mayoría los que en él intervienen o de él participan, pero son los que más abultan y pesan. A la caza no la pueden defender, frente a la sociedad y en solitario, los humildes cazadores rurales y sus sociedades locales, los de escopeta y perro, los de a pieza por barba el día que cae algo, los que aplican corazón y mente al gozo espiritual de cazar. Por miles y miles que lo integren, este gran colectivo, millonario de afición e ilusiones, no es noticia ni puede hacer nada contra esos muchos menos en número pero más en poder, los que atestan de carnaza los remolques basculantes descargados como adoquines a granel, los que tres o cuatro días por semana entapizan de plomo el contorno de los puestos de ojeo fijos, los que esperan apostados a que salgan de las jaulas las ánades sentenciadas por engaño. No cabe defender la nobleza de la caza hecha pena capital desde la ventanilla, detrás del faro, a la vera del carril o en el cómodo refugio que domina las piletas y dornajos de rediles y corralizas. No hay derecho a hablar en estos casos de deporte noble, trabajosa brega, fatigas e inclemencias desafiantes, lucha incierta o habilidad y astucia burladoras del mejor instinto y mayor potencia física de las presas. Ni me vengan a mí con historias de tradiciones monteras si las reses recluidas en la mancha se han criado y recriado, carecen de escape y ni huir saben, no buscan su alimento porque se lo dan, no aprendieron a defenderse por ignorar el peligro…, y encima se las va ejecutando desde confortables puestos a escasos metros del portentoso todoterreno contaminante que allí lleva al tirador sin dar un paso ni pisar el monte. Que no le cuenten cuentos chinos a nadie con dos centímetros de frente para pensar y otros tantos milímetros de cerebro para razonar, por urbano que sea y alejado del campo que esté el denostado «urbanícola anticaza» tachado de ignorante (generalmente verdad).
Pierden el tiempo quienes se enredan en la misma maraña, pero dándole más y más vueltas a sus redes. Aumentan sus ataduras. Creo con Ricardo Ayala («hiciéramos lo que hiciéramos, nos seguirían cuestionando») que, aunque no existieran las prácticas perversas anotadas, tampoco la sociedad en su conjunto comprendería la caza. Pero mientras la degeneración no sea condenada desde dentro hasta su desaparición (sucede lo contrario, que crece y se extiende), parece realmente inútil clamar contra la sociedad que clama contra el cazador, ni hacer campaña alguna de prensa, ni buscar unión que valga para convencer al enemigo, atraer a quienes ocupan terreno de nadie y, en suma, para vender la caza. Yo no reniego de cazador ni renuncio a cazar con mis hijos de forma ética (según Ayala, «no como justificación ante terceros, sino para sentirse satisfecho con uno mismo), pero me encaro a semejantes vituperios, ideados y fomentados desde la propia orilla por los «cazadores» que luego reclaman prestigio social y valoración colectiva en respeto a sus inclinaciones naturales, atávicas, primigenias, genéticas y no sé cuantos adjetivos biensonantes más, que no les van ni como barniz a una pléyade de protagonistas. Es como si el «amante» de mancebía presumiera ante la sociedad de galán romántico y conquistador amoroso. Un gentilhombre del coqueteo que hasta reclamara subvenciones y desgravación por el fondo educativo de su ejemplo y los bondadosos efectos socio-económicos de sus iniciativas y costumbres.

AUTOR: EDUARDO COCA VITA