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Zarza la Mayor - Caceres

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26-09-08 19:17 #1226867
Por:luciano montero

Para el fin de semana
EL HOMBRE QUE HABLABA CON JESÚS

Segundo Alegre declamaba de memoria, las veces que fuera necesario y a cuantos quisieran oírla, la crónica de la muerte de Manolete. Era tanta la emoción que le ponía al relato, y tanta la pasión que exudaba su voz, que siempre se le embargaba el habla antes de llegar a la mitad. Y el ansia lo hacía tartamudear. Al terminar disimulaba una lágrima, gorda como una ciruela, en la palma de su mano, grande y almidonada como un capote.
En las procesiones, Segundo Alegre portaba la manga, el estandarte tubular de tela gruesa bordada con hilo de oro, coronado por una cruz templaria, algo ladeada, que abría el paso del cortejo. Durante el recorrido procesional, nunca se desviaba lo más mínimo del centro de la calle, comprobando que las hileras de fieles discurrieran ordenadas por ambas aceras. También se ocupaba de preparar las flores y adornar primorosamente con ellas las andas de las imágenes.
En el despacho del pan y en los comercios del pueblo, corría el rumor de que Segundo Alegre hablaba con los espíritus del más allá.
Que hablaba solo lo sabía todo el mundo. Siempre iba por la calle con palabras enredadas entre los dientes, como dialogando con su propio estómago, aunque no por eso dejaba de saludar con un sonido, la mayoría de las veces ininteligible, y una mueca algo bobalicona que pretendía ser una sonrisa, a cuantos se cruzaban con él, ya fueran hombres, mujeres, chicos o mayores.
El rumor de que hablaba con los muertos fue creciendo. Y creció tanto que llegó a provocar disputas entre quienes defendían que podía hacerlo y quienes mantenían que sólo era un chalado. Dos mujeres, la Juana y la Mercedes, llegaron a las manos –y con las manos a los moños– una mañana en el ultramarino de la plaza, mientras esperaban su turno.
El viejo comerciante tuvo que hacer valer la autoridad que le otorgaba su desgastado delantal para restablecer la paz, porque el expositor acristalado de la carne amenazaba con perder la verticalidad y desparramar su contenido. Pese a ello, las mujeres, con los cenachos volcados abandonados en el suelo, insistían.
–¡Que te digo yo que sí! –sentenciaba la Juana, recomponiéndose las horquillas del moño con la derecha, al tiempo que degollaba el aire con la izquierda–. ¡Qué sabrás tú! ¡Lo único que sabes es quedar a la gente por embustera!
–¡Tú sí que eres embustera, tú! –contraatacaba la Mercedes.
–¡Embustera tú! ¡Y trapacera! ¡No, si de raza le viene al galgo! Si lo sabré yo bien...
La mercedes abandonó el comercio, sin dejar de gritar, arremetiendo contra las tiras de alambre y plástico duro de la cortina, que se enredaron como si fuera la trenza deshecha de una muñeca metálica.
Algo más tranquila, aunque todavía agitada, la Juana se dirigió al dependiente.
–¡Anda, ponme medio kilo corrido de esas costillas, que tienen buena pinta! Mejor que la de la lianta esa, ¡que es lo que es, una lianta!
–Pero mujer, si es que usted también tiene unas cosas...
La Juana adoptó la cara de las confidencias.
–Mira –dijo, bajando la voz y apretando las palabras entre los labios antes de soltarlas–. Mi Emeterio, que ya sabes que es callado donde los haya, me ha dicho que lo ha visto. Y que lo ha oído. Y para que mi Emeterio vaya diciendo, aunque sea a su mujer, que ha oído a Segundo hablar con los difuntos, con lo que es él, es que la cosa no puede ser de otra manera.
–Si yo no le quito la razón, señá Juana. Pero ya sabe usted que esas cosas, lo que es hablarlas por hablarlas, pues... que dan un poco de grima, qué quiere que le diga.

Llegó el día de Jueves Santo. En el interior de la iglesia, el sol tierno de primavera creaba dibujos caprichosos sobre el altar y el muro vestido con el retablo de madera que alberga el Sagrario, al filtrar sus etéreos tentáculos por la vidriera del Sagrado Corazón. La mañana olía a limpio y a flores recién cortadas. Las mismas que Segundo tenía ya dispuestas, junto con los jarrones de cristal tallado, que luego colocaría en los pasos correspondientes: los lirios morados en el Nazareno, junto con algunas margaritas y un poco de verde disimulado, para resaltar, pero no mucho; las rosas blancas y los picos de cigüeña, con sus trompetones amarillos, en la Dolorosa. También con algo de helecho verde, pero menos que en el Nazareno.
Afanado en estas tareas estaba Segundo cuando, justo al sonar la última campanada del medio día en el perezoso reloj del campanario, la vidriera del Sagrado Corazón se apagó. El eco del tañido reverberó atrapado entre las paredes de cantería unos segundos. Luego, el silencio se espesó, como si la gran nave central se rellenara con un fluido denso e invisible.
Como si fuera una señal establecida, Segundo dejó en el suelo, al pie del altar mayor, el jarrón labrado que tenía en las manos. Colocó sobre la piedra consagrada, al lado del misal abierto que reposaba en el atril, el ramo de margaritas que estaba preparando. Se situó frente al dorado Sagrario, y se arrodilló con ambas piernas en las frías y húmedas lápidas del suelo.
Las camareras encargadas de vestir a la Dolorosa para la procesión de la tarde entraron a la iglesia por la puerta lateral, en recogido silencio, recorriéndose el pecho y la cara con un manojo desordenado de dedos torpes, que dibujaban un galimatías indescifrable y húmedo de agua bendita. No vieron a Segundo Alegre, tapado por la inmensa mole rectangular de roca blanca del altar mayor, hasta que casi estuvieron encima de él.
Segundo, arrodillado de espaldas al altar, tampoco las vio a ellas, que se le acercaron por detrás, ni pareció oírlas llegar.
Las mujeres se quedaron quietas, en parte paralizadas por la densa atmósfera que flotaba en el espacio entre el altar mayor y el Sagrario, y en parte sobrecogidas por el recogimiento que emanaba del hombre arrodillado. Se miraron con complicidad y con cierto temor.
Unos instantes después, la vidriera del Sagrado Corazón volvió a encenderse desde fuera, y sus sombras coloreadas bailotearon de nuevo por las inmediaciones del altar, arrancando un fugaz destello de la dorada puerta barroca del Sagrario.
Segundo Alegre se persignó y se besó el dedo gordo, grande como un plátano, antes de incorporarse trabajosamente. Un cansancio infinito se veía en su cara, y un dolor inmenso le salía por los ojos.
Pasó junto a las mujeres sin mirarlas, todavía ensimismado.
–Nunca conseguiré acostumbrarme, a pesar de los años. Es tanto lo que duele... –murmuró para sí, mientras recogía con delicadeza las margaritas que había dejado sobre el altar y las colocaba con cuidado en el jarrón correspondiente.
Las mujeres se miraron en silencio unos segundos, sin poder cerrar la boca ni decir nada. Luego levantaron los ojos hacia las nervudas bóvedas de crucero, buscando el origen de aquella voz.
En ese instante, el viejo reloj de la torre dejó caer la una, rodando por las paredes de cantería.

Luciano Montero
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