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Zarza (Parte 1) por Juana Clavero Molina

Antes de partir
Hace mucho frío, se nota en el ambiente. Tengo la nariz helada. Aunque la tengo tapada con la ropa de la cama la noto fría. Es de madrugada, no he podido dormir. Cuanto tardan en llamarnos, ¿se habrán quedado dormidos?. La casa está en silencio, casi vacía. De tantas habitaciones, sólo a dos les queda una cama. Los colchones sobre los que dormimos tendremos que enrollarlos y colocarlos en el zaguán, donde están apelotonados todos los bultos que nos tenemos que llevar. Mi colección de sellos se la he dejado a Seve como recuerdo. Tengo muchos pegados en las hojas de un cuaderno y abultan bastante.
Oigo pasos, abren la puerta, parece que se acerca alguien y pregunta:
¿Ha llegado ya?
Todavía no -contesta mi padre-
Con pasos silenciosos mi madre sube las escaleras, entra en la sala y cuidadosamente corre la cortina de la alcoba, se me acerca y me dice al oído:
Levántate que tenemos que recoger.
¿Quién ha venido?
La tita Maria. Papa está preparando el café para desayunar las bolluelas que ha traído.
¿Cuánto tiempo tardará en llegar? ¿tardará mucho?
Poco, estará a punto de llegar. Hace frío, ponte el refajo.
Mamá baja de nuevo. Mientras me visto recorro con la mirada la alcoba, sólo esta la cama. Cuando salgo la sala está vacía. Bajo las escaleras corriendo. En el zaguán me tropiezo con una maleta y sigo corriendo por el pasillo hasta la cocina. En la mesa está el desayuno. Mis padres, mi hermana pequeña y la tita están sentados alrededor de la mesa. Esperan. La puerta de la calle se abre, llegan tita Esperanza, tito Emilio y tita Adela.
Justo, Chon ¿dónde estáis?
Estamos en la cocina.
¿Queréis un café?
¡Parece que tarda! -dice la tita Esperanza-
Sí y tiene que ir todavía a cargar donde la Rufina- comenta mi padre-
Se hace el silencio. De golpe se abre la puerta de la calle y entra un hombre frotándose las manos.
Ya estoy aquí, ¿dónde cargo primero?
En casa de la otra familia, ya te acompaño - responde mi Padre-
Mientras, se van acercando a despedirnos los familiares y amigos, a pesar de la hora y del frío que hace.
¡Ay, ay! rica mía, ¡qué pena! ¡qué pena! -dice la Paula-
Tened mucha suerte -dice la Amparo-
Mis titas lloran, mi madre y yo también. Como no puedo soportar la congoja y la pena que siento dentro de mí, empiezo a recorrer la casa en la que tanto tiempo había vivido. Subo al desván, está vacío, está muerto. Hemos tenido que deshacernos de todos los objetos acumulados y guardados durante tanto tiempo, unos a la basura y pocos al desván de la tita María.
El desván era el lugar de la casa donde más nos divertíamos jugando, mi hermana y yo de pequeñas. Era muy grande, estaba dividido con pequeños tabiques de ladrillo en diferentes apartados que antaño debieron de servir para guardar el grano de la siega. Nosotros guardábamos todas las cosas de mis abuelos y las nuestras que ya no se utilizaban. Allí podíamos encontrar de casi todo: instrumentos que utilizaban para trabajar en las minas, donde mi abuelo Julián era capataz; luces, alambres, aisladores, tulipas….,Todo lo que mi padre utilizaba para su trabajo, de electricista. En otro, había una estantería con muchos libros, libros de radio, manuales de conducir, de técnica de operador de cine, de cuentas, fotografías, manuscritos; en el suelo una gramola, aparatos de radio, maletas, mesas, sillas, zapatos, botas y ropas viejas. En otro, la leña que utilizábamos para hacer la lumbre. En el suelo quedaba la marca oscura que deja la leña al quemarse. Cuantas cosas se hacían alrededor de ella.

La matanza del cerdo.
El año pasado, este mismo día, matamos el cerdo que el porquero recogía todas las mañanas en la puentita (lugar en mi pueblo, de donde parten seis calles). Para llevarlo con otros, a comer bellotas a la dehesa de Benavente para engordarlos. Por la tarde, cuando los dejaba, cada cerdo, salía corriendo en dirección a su casa, nunca se equivocaban.
Todas las mañanas, cuando el cerdo se iba, mi abuela Deogracia le encalaba la pocilga y le fregaba el suelo. Mi abuela era una abuela muy limpia y el cerdo también.
Cada cierto tiempo, lo pesaban, para saber las arrobas que tenía. Colgaban una romana de una cuerda muy gruesa que sujetaban en la viga del techo. No siempre esta tarea la podían realizar a la primera. A veces el animal se les escapaba, salía corriendo por la casa como alma que lleva el diablo y si la puerta de la calle estaba abierta, por ella que se iba. Era muy divertido. Todos salíamos corriendo detrás de él. Algún que otro hombre se tiraba a cogerlo, pero el cerdo se le escapaba de entre las manos y lo dejaba tirado en el suelo, mientras todos nos moríamos de la risa.
A la matanza se invitaba a toda la familia para colaborar en las tareas. Por la mañana temprano, en la calle, se colocaba la mesa de madera sobre la que se ponía el cerdo. Lo sujetaban entre tres o cuatro hombres. Era frecuente que se les escapara corriendo por las calles y sucediera lo mismo que al pesarlo.
Mientras el matarife preparaba y afilaba los cuchillos, en el centro de la calle se apilaban los manojos de escobas secas para hacer la hoguera donde se chamuscaba el cerdo. Cuando, sobre la mesa, tenían bien sujeto al animal y preparado en la postura adecuada, el matarife, se acercaba cuchillo en mano, se lo metía en la yugular y así lo mantenía hasta que dejaba de sangrar. Mi madre, con un barreño en el suelo, iba moviendo la sangre con la mano evitando que se cuajara, para poder utilizarla en hacer las morcillas. Realizada esta tarea le sacaban la lengua y se llevaba al veterinario para que la analizara por si tenía triquina. Después, lo chamuscaban en la hoguera y con una espátula de madera grande le rascaban por todas partes para quitarle los pelos. Luego lo descuartizaban, y a pedazos lo subían en las artesas y lo cortaban en trocitos chiquititos. Ni una sola parte del cerdo se desperdiciaba.
El desván era el sitio donde se desarrollaba toda la actividad, que era mucha. En el centro, con leña de encina, se hacía la lumbre y alrededor de ella nos sentábamos. Mi abuelo Julián, por la noche, cortaba el pan que dejaba empapando, para hacer por la mañana las migas que desayunábamos todos juntos con café con leche.
Mientras mi madre preparaba el cocido para comer y la sesada para cenar, los demás, ibamos cortando a pedacitos chiquititos la carne que las mujeres, ponían a adobar para hacer las longanizas, los chorizos boferos y las morcillas patateras y de sangre. Las tiras de lomo y los solomillos las restregaban con sal, las colgaban y al día siguiente las frotaban con los ajos que habían frito en aceite, las metían en la tripa del cerdo mas gorda y las ataban.
De las vigas del techo y a cierta altura de la lumbre, entre dos cuerdas metían las varas donde colgaban la chacina. Algunas veces, y sobre todo los días de nieblas, se les hacía lumbre para que fueran secando. Cuando estaba seca, se untaba en aceite y se guardaba en los sillos de alvedrío, para conservarla y gastarla durante el resto del año.
También en el desván en agosto, los días de feria, por el calor, mi madre se levantaba a las seis de la mañana, encendía la lumbre y hacía la entomatá que ponía con huevos duros para cenar. Cuando se enfadaba con nosotras, por no llegar del baile a la hora indicada, nos hacía levantar para ayudarla.
El desván tenía dos ventanitas pequeñas entre el suelo y el tejado, que era muy alto en el centro y descendía mucho hacía los laterales. Por ellas yo me asomaba para contemplar el horizonte. Me gustaba mucho porque parecía que podía tocar con la mano, el cielo, y los tejados de las otras casas, sobre todo cuando mi madre me castigaba. En otro rincón, estaba el picón para los braseros, donde también se meaban y cagaban los gatos. Teníamos que tener
cuidado cuando encendíamos los braseros porque los excrementos olían
asquerosamente al quemarse.
Al lado de la escalera para salir a la azotea, mi padre tenía una mesa de madera, con un torno. Sobre ella, en una tabla de madera apoyada en la pared tenía toda la herramienta. ¡Cuánto tiempo pasaba él en esa mesa!. Mi padre hacía todo tipo de reparaciones, construía y arreglaba aparatos de radio, soldaba los pucheros. Un día tenía encendido el soldador y a mí no se me ocurrió otra cosa que ponérmelo en la parte inferior de la muñeca junto a la palma de la mano.
Pero, ¿qué has hecho? ¡Con eso no se juega!- me decía mientras me curaba-
Sobre una pared tenía colgada las jaulas con los perdigones y los canarios. Entre dos vigas mis padres habían colgado, una soga muy gruesa para columpiarnos. En la azotea también vivían las gallinas. Con una tela metálica, ellos, habían construido un gallinero. Cuántas veces mi madre me decía:
Sube a ver si las gallinas tienen huevos.
Ella me había enseñado como meterles el dedo meñique en el culo, Para comprobar sí tenían huevos.
En el verano, cuando nos obligaban a echarnos la siesta y todos estaban dormidos, mi hermana la mayor y yo subíamos despacito y sin hacer ruido a la azotea. Una parte del tejado del desván, estaba casi a ras del suelo y allí nos
subíamos para andar por él, y saltar a los de las otras casas. Jugábamos también a la madre de los peligros. Subíamos sobre el borde de las paredes de ladrillo encaladas, que limitaban con los corrales de las casas y recorríamos el circuito entero contando, con un pie bien pegadito al otro, y los brazos en cruz para mantener el equilibrio, cuantos pasos salían. A mi hermana siempre le salían menos que a mí porque tenía los pies más grandes. Cuando alguna vecina nos veía, exclamaba:
¡Muchachas, muchachas, bajaos de ahí, os vais a matar, ya veréis cuando se lo diga a vuestra madre!
Los domingos que mi madre no me dejaba salir, subía a la azotea para ver desde allí, a mis amigas y amigos, paseando por la carretera. También poníamos barreños con agua a calentar en el verano para bañarnos en ellos, y lavábamos la ropa que tendíamos a solear y secar sobre el tejado.
La contemplación de todo aquello vacío era desolador, me producía inquietud, desconsuelo. Tanto como la marcha y la despedida de los seres tan queridos y de mi pueblo, que me fui corriendo escaleras a bajo. Tan desolada me encontraba que no me percaté que la gata corría a la par mía, metiéndose entre mis pies, hasta que en los últimos escalones de las escaleras por no pisarla bajé rodando hasta el zaguán donde todos estaban reunidos.
Las dificultades que tuvimos para meter todo en la furgoneta fueron
muchas. La parte de atrás estaba repleta y no cabían más cosas. Así que las macetas, los canarios y los perdigones en sus jaulas los metimos como pudimos en la cabina donde íbamos, la Rufina con su hija y su hijo, mis padres, mi hermana pequeña, el conductor y yo.
Casi siempre las despedidas son tristes y esta creo que fue la peor de todas. Los familiares, amigos y nosotros nos abrazábamos llorando, nos deseaban que tuvieramos mucha suerte, y sí que la necesitábamos.
Hacer hueco para todos en la cabina no resultó nada fácil, pero entre estate quieto y ponte bien se colocaron los canarios, los perdigones y las macetas, todos encontramos un cierto acomodo.
Por fin, la furgoneta se puso en marcha y fue alejándose del pueblo, poco a poco, metiéndose en una densa niebla, que parecía una nube que se había caído del cielo.

Recolectar la miel.
A pesar de la niebla, por la ventanilla y de pasada pude contemplar la huerta en la que al abuelo Julián le dejaban poner las colmenas. A veces nos llevaba con él para inspeccionarlas. Cuando llegábamos, nos dejaba a cierta distancia de donde tenía los vasos. Se colocaba un sombrero con velo que le cubría la cabeza por delante y por detrás, se ponía en las manos unos guantes bien sujetos a las mangas de la camisa y se acercaba a cada uno de los vasos con
un ahumador. Cuando llegaba la época de recolectar la miel, se traían los panales a una cocina que solo se utilizaba para ese menester. Nos dejaba entrar cuando estaba bien seguro de que no quedaba ni una sola abeja.
La abuela Deogracia, tenía preparados mandiles y manguitos blancos para todos, en función del tamaño. Y si no te los colocabas no te dejaba acercarte. También en la cabeza, nos hacía poner pañuelos atados, para que no cayera un solo pelo.
Los panales se colocaban en unas bandejas sobre una mesa inclinada, y la miel de color dorado y transparente iba resbalando y cayendo lentamente en unos cubos que mi madre ponía en el suelo, cuando estaban llenos la pasábamos a las mieleras. Escurridos los panales, se estrujaban y estrujaban formando bolas de cera que luego mis abuelos vendían.
La abuela era la encargada de hacer el agua miel con tropezones. Su elaboración era sencilla, pero no les quedaba igual a otras mujeres. La abuela ponía gran esmero en ello. En una cazuela grande ponía la miel a derretir, la agregaba agua y trozos de calabaza, y daba vueltas y vueltas con una cuchara de palo hasta que el líquido se ponía de color negro y la calabaza estaba cocida. Esperábamos a que se enfriara antes de comerla.

Los chozos
La niebla seguía siendo densa lo que hacía que la furgoneta fuera avanzando lentamente.
Junto a la carretera, vi el camino que iba por la dehesa de Benavente a la majada donde los pastores en los chozos vivían con su familia, unos cuidando las cabras, ovejas y cerdos de pata negra del amo, otros le pagaban al amo por el terreno para cuidar su propio ganado. Los chozos donde vivían los construían ellos mismos, en forma redonda o rectangular. En el suelo de tierra, marcaban un circulo o un rectángulo y desde el borde marcado, iban colocando ramas de encinas entrelazadas y atadas con tiras de la corteza de la misma rama para darles forma de cono o rectangular, lo suficientemente alto para poder estar dentro de pie. Una vez construida la estructura sólida, la recubrían por fuera con escobas y jaras atadas entre sí tupidamente. El suelo lo empedraban con pizarras, en el centro situaban el hogar para hacer la lumbre. En la parte situada al mediodía, dejaban el hueco suficiente donde colocaban la puerta de entrada. Por dentro, como a medía altura del suelo, con palos de encina, construían los camastros y sobre ellos colocaban los jergones de paja. Los bancos para sentarse como otros muchos utensilios de cocina, los construían y tallaban en corcho. Alguna vez mi padre nos llevaba a visitarlos, ellos nos recibían con mucha alegría sobre todo sus hijos. Nos enseñaban como ordeñaban las cabras, veíamos como mamaban los cabritillos, cogíamos los huevos de las gallinas y les echábamos de comer a los cerdos. Con ellos nos sentábamos alrededor de la lumbre y nos invitaban a compartir su comida.
Con la leche de cabra, las pastoras hacían los quesos. Algunos los curaban ellas, otros los vendían frescos. Mi madre los compraba frescos y los curaba en la despensa, sobre una cama de paja. Había que darles todos los días la vuelta y pasándoles la mano con agua. Una vez curados, se untaban con aceite y se ponían a reposar en un sillo de alvedrío. De vez en cuando se volvía a repetir la operación hasta que se consumían. Los quesos olían muy mal pero estaban riquísimos.


Enviado por: Toño43 | Ultima modificacion:07-06-2008 15:29
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Foro-Ciudad.com - Ultima actualizacion:15/01/2020
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