Los sueños de Brígida al serano.. En las caliginosas y cálidas noches del seco y abrasador verano, la sofocada y agobiada gente después de degustar una ligera y fresca cena a base de ensaladas o gazpachos y pocas cosas más, sale a la calle con sus sillas y hamacas al serano colocándolas en lugares estratégicos ya conocidos, donde saben con certeza que un poco más tarde soplará y se levantará esa ligera y benefactora brisa que permanece aún dormida sobre lo alto de la sierra, acurrucada en las eras y agazapada y oculta en el cauce del arroyo que aliviará los encalmados y resudados cuerpos. La anciana mujer, coloca la baja y cómoda silla pegada a la pared, al lado de su hija, cerca de la demás gente, que se colocan en corro y en voz queda, casi musitando, como no queriendo despertar las ánimas de los muertos, hablan de sus cosas, del tiempo bochornoso que hace y relatan cuentos, historias y sucesos ocurridos hace tiempo. A eso de las doce, un ligero Céfiro se levanta y trae los fuertes y aromáticos olores a jara y tomillo de la sierra, llenando con su sutileza y frescor la amplia plazuela de la Fuente del Palacio, sumida e invadida por el griterio y albarabia de una caterva de muchachos que incansables, corretean y vagan por el lugar. En estos días, las tareas y menesteres más duros y trabajosos de la casa se hacen a primera hora, con la fresca, antes de que empiece de nuevo a calentar el sol. Adormilada, la joven Brígida se levanta tarde, cerca de las diez. Medio sonámbula y embobecida, abre los postigos de la ventana que da al huerto y la clara y diáfana luz que entra en la alcoba, la sorprende y ciega unos instantes. De forma maquinal y rutinaria, con desidia y pereza, coge el aguamanil, lo iza y con exasperante lentitud, vierte un poco de agua en la despostillada palangana de porcelana, enjabonándose y frotándose las manos hasta que aparecen por encanto y ensueño unas pequeñas y volátiles pompas de jabón, que al lavarse se posan sobre su aterciopelado y suave cutis y lo inundan de una agradable y sutil frescura. Una ligera y gratificante brisa matinal sopla del norte y el relente se cuela en silencio por el abierto ventanal a través de los ojetes de las finas cortinas de lino y su calada puntilla e hilo hecha a bolillos, aireando y ventilando las estancias . Su madre hace ya más de tres horas que saltó de la cama y deambula por la casa en un constante y contínuo trajín de ir y venir, yendo de acá para allá, haciendo los oficios, tareas y labores cotidianas. Al bajar la muchacha las estrechas y empinadas escalera, al sentir su peso, los viejos y agrietados escalones de madera de castaño de que están hechos, rechinan, y emiten una lastimera queja y protesta a pesar de su liviana y ligera delgadez. Huraña y mal encarada, sin mediar palabra, ni siquiera dar los buenos días, arrastra y acerca hasta la mesa camilla, una lustrosa silla con el hondón deteriorado, dejándose caer con abandono y pesadez. Su madre hace tiempo que claudicó y dejó de reñir y luchar con ella e hincó la rodilla en señal de humillante y vergonzosa derrota, abandonando la inútil y desigual pelea que dirimian. Se pasaron aquellos días llenos de monsergas y requilorios y de recriminarle una y otra vez las mismas cosas, sin que ella se inmutara, permaneciendo indolente, sumida en sus esporádicos silencios y evadida en otra dimensión. Al fin de cuentas, era la misma rutina, reiterada y repetitiva canción de todos los días y a la misma hora. ¡ Vaya falta de modales y educación! ¡ Vaya horas de levantarte! ¿ No te dá vergüenza? ¡ Aunque fueras la marquesa de Pitiminí! ¡Haz esto! ¡Haz aquello!..., sin encontrar nunca un gesto ni una respuesta positiva. Apenas desayuna. Toma una pizca de café con unas gotas de leche, las imprescindibles para matar su áspero y fuerte sabor y el color negro antracita que presenta. Tiene la sensación y convencimiento de estar gorda, cosa que no es cierta, y teme perder el tipo y silueta de su espléndido y lozano cuerpo, envidia del lugar, con ese talle y cinturita de avispa, ese culo llamativo y respingón, esos ojos ambarinos refulgentes y esos senos no muy grandes, sugestivos y turgentes, realzados por el prieto sujetador relleno de trozos laminados de algodón. Al regresar a la alcoba con escasa diligencia, mulle el colchón y almohada de lana, estira las sábanas ayudada por una recta vara de palo, colocando finalmente la colcha y como adorno y retoque, un artístico y magnífico cojín con bordados y flores en llamativos colores, típicos lagarteranos. Con la nueva escoba de palma comprada ayer al sillero en el mercadillo de la plaza, de rodillas, quita la escurridiza y casi invisible polilla oculta bajo el catre, barre y friega las rojas y desgastadas baldosas y acalorada y exhausta se abandona en la silla colocada ante el espejo del pequeño tocador, situado en el rincón, al lado de la ventana, y sonríe al contemplar reflejada en el, su bonita y agraciada cara. Con parsimonia, toma el cepillo plateado de alpaca, regalo de la abuela en sus dieciocho cumpleaños, se mesa y atusa su lacio y largo cabello, recreándose en ello, congratulándose y felicitándose una y otra vez de lo bonita, preciosa y hermosa que es. Interiormente se pregunta y ella misma se responde, que ¿Cómo va a malgastar los mejores años y momentos de su vida y dejar marchitar la juventud y lozanía de su cuerpo en tan desdeñable y olvidado pueblo? De ningún modo va a ser así, ni ella lo va a consentir ni permitir en manera alguna. Las yemas de los largos, ligeros y finos dedos de sus manos, sin premeditación, casi por casualidad y azar, rozan los rosados pezones de sus pechos. Un profundo, hondo y estremecedor escalofrío inunda todos los poros de su piel y un rápido hormigueo recorre súbito y electrizante todo el cuerpo, pone de punta y eriza todo el bello de su ser. ¡ Qué sensación tan agradable y placentera ha notado en un instante! Embobecida y acalorada, con los ojos medio abiertos, nota como sus lánguidos párpados, cual pesados cortinajes de teatro, van cerrándose poco a poco, y la luminosa y lujuriosa claridad de la alcoba, va transformándose en penumbra hasta llegar a la más tenebrosa y absoluta oscuridad. Por sus enfebrecidos, oníricos y fantasmales sueños, pasan los recuerdos de los primeros besos, abrazos y caricias que sintió, quizás robados y sin amor, que despertaron sus instintos, dudas y temores ocultos, aquel lejano día de primavera, con apenas trece años, al volver del arroyo de los Mártires de lavar, torcer y tender la ropa al sol, se encontró con él, de frente en la estrechez de la calleja, e incauta y soñadora, sin mediar palabras, fuerza ni presión, se sintió atraída y acabó atrapada y cobijada entre sus jóvenes, fuertes, morenos y robustos brazos. ¿ Acaso, esa sensación que sintió entonces era con certeza el añorado, mítico, enaltecido, loado y deseado amor? El tiempo demostró que no. Fue mero impulso, simples ansias y deseos, efímero placer, inherente al despertar de la pubertad y la pasión; anhelos de sentir y comprobar en la propia carne toda la verdad y realidad de esas historias y relatos escuchados y oídos a mayores, que como seres invisibles se alojaron y enraizaron en lo más profundo y arcano de su sugestionada y domeñable mente joven. Apoyada en al cachera, la encorvada anciana camina despacio, renqueante, arrastrando con resignado esfuerzo sobre los varicosos e hinchados pies, los achaques y flaquezas propios de la edad. Una leve y pícara sonrisa se dibuja y florece entre los pliegues y arrugas de su apergaminada cara, al recordar posados sobre su carnosa boca, el roce abrasivo y seco, no exento de lujuria, de unos agrietados labios y esa sensación dulzona y agria a la vez de aquel primer beso lejano, mientras unas ásperas, rudas, curtidas, y inexpertas manos, acariciaban con ardor y frenesí en la oscuridad, la blancura y suavidad de sus tiernas nalgas. ¡ Qué lejanos quedaron aquellos días de la juventud, con la cabeza llena de pájaros,loca e ilusionada, triste y alegre, cuando la primordial y única pretensión era abandonar para siempre el odiado pueblo! Un saludo al foro. |