La morera de tío Arturo. Si hay un lugar que Martín recuerda con sentida nostalgia y añoranzas, son las incontables horas pasadas y multitud de historias vividas en su época infantil en el emblemático y acogedor barrio del Posito. En su desbordaba imaginación, aparece siempre la idílica e incombustible morera de tío Arturo, elevándose majestuosa, frondosa y verde frente a la puerta de su casa, desafiando el paso del tiempo. Es un sitio mítico, casi vedado y prohibido, lleno de misterios y de sombras, con un atractivo y encanto especial, y la figura esbelta y adusta de su dueño, rodeada de un halo especial, cabalgaba sin descanso por nuestra desbordada imaginación infantil, llena de fantasmas y misterios. A los muchachos, por ser lugar prohibido, nos gustaba jugar allí, a espadachines y a moros y cristianos encaramados en el alto paredón y subir y bajar a “toda leche” a la calleja por las estrechas y empinadas escaleras y cuesta, y cuál valientes, intrépidos, aguerridos y entusiastas cruzados defender el supuesta castillo o fortaleza desde sus imaginarias almenas, de los encarnizados y feroces ataques de los crueles e infieles moros, con improvisadas armas, arcos y flechas, escudos de cartón o corcho y simuladas espadas hechas de cañas secas, palos de jaras o vardascas de olivo. En nuestras incesantes y continuas correrías, cuando los dueños del lugar se encontraban ausentes o en el huerto, semejante ajetreo, ocasionaba que numerosas piedras cayeran de la pared, deteriorándola, motivo por el cual y sin lugar a dudas, el señor Arturo se mostraba tan severo e intransigente con nosotros. En las horas de más calor, en plena siesta, la solitaria plazuela está en una silenciosa y plácida calma; sólo se oye y advierte, el piar apagado de los pájaros pardales y el rumor suave y cadencioso de las hojas de morera al ser mecidas y movidas por el ligero viento. Desde los cercanos olivares, se escucha el clamor, monótono, trepidante y desgarrado canto de “chicharas”, que llega hasta el lugar en flamineas oleadas, de forma cadenciosa, en pausado vaivénas , impulsadas por la fuerza y frenesí del ligero viento que subrepticiamente se cuela y viene del cercano arroyo de la Jontanilla. Martín, a pesar de los años transcurridos, aún conserva en su mente, esa sensación agradable y placentera, cuando en plena siesta, solía esperar a la sombra y frescor de la morera, medio adormilado, con el tirador dispuesto entre sus manos, esperando que algún osado pardal o mirla se posase sobre sus ramas, y de una certera pedrada derribarlo y hacerlo caer al suelo. Indiferentes, despreocupados, agazapados, ocultos y silenciosos, los gatos sestean a la sombra y frescura del suelo y permanecen a pesar de su disimulada y perezosa apatía y supuesta indolencia, siempre al acecho, en alerta y vigilantes. En el tórrido y abrasador tejado de las escuelas del Pósito, el piar de los volanderos pájaros es incesante y está rebosante y lleno de nidos de pardales y algún de mirla. Es la época en que los pájaros salen de sus acogedores nidos y comienzan a dar sus primeros vuelos. Para muchos las altas ramas de la cercana morera suele ser el objetivo y la primera pista de aterrizaje de sus primerizos y vuelos. Muchos no conseguirán desplegar de nuevo sus ligeras alas, ni despegar y levantar el vuelo, víctimas de los ávidos y felinos gatos, gavilanes, almiroches o humanos depredadores. Algún intrépido y curioso gurriato, queriendo ser el primero en abandonar la seguridad del nido, deambula y corretea entre las ardientes tejas dando tumbos; si por desgracia y osadía se acerca hasta el alero y cae a la calle, antes de darse cuenta, algún astuto gato vigilante, se lanza sobre él, lo atrapa, llevándolo cogido entre las fauces de su boca, corre raudo, hasta perderse y desaparecer por la gatera de la casa o corral más próxima, donde dará cuenta. Don Arturo duerme su apacible siesta, recostado sobre los mullidos y grandes cojines del vetusto y cómodo sillón de mimbre de la sala de estar. La sala es amplia, confortable y fresca, siempre envuelta en una leve, misteriosa y acogedora penumbra. Una suave y ligera brisa se cuela por la entreabierta puerta del balcón que da a la sierra y mece con suavidad los ligeros visillos de la cortina de bolillos. Hasta la torera hora de las cinco, por lo menos, no se abrirá la puerta de su casa; nadie del lugar se atreverá ni osará en molestar ni a interrumpir la obligatoria y confortable siesta. Es un hombre delgado, enjuto, de facciones duras y secas, parco en palabras y más bien serio. Su sola presencia y porte basta para intimidar e imponer respeto a los bulliciosos e inquietos muchachos y muchachas que pueblan la concurrida plazuela, pero lejos de ésta primera y superficial apariencia, es educado, modales agradable en el trato y tiene una impronta y un carisma especial. No tiene hijos y las relaciones afectivas con la familia más próxima no existen, no hay afinidad ni trato más allá de los meros modales y normas que exigen la buena educación y la propia cortesía. En su tiempo, imperativos del trabajo y profesión, le forzaron desplazarse hasta Madrid. Hombre paciente y tranquilo, ajeno a las prisas, ajetreos y bullicios de la gran ciudad, hace algunos años que regresó; abandonó la ciudad y profesión, se compró ésta casa y el cercano huerto dedicándose desde entonces a las labores más gratificantes de la agricultura y a la caza, más amena y señorial. Su mujer, la caza y los perros, el huerto y sus árboles, son su única preocupación e ilusión, constituyen su mundo y llenan todo su futuro y universo. Todos los días, meses, estaciones y años son iguales y transcurren con puntual rutina, sin alterar su deseada, ansiada y buscada soledad, pero sin lugar a la menor duda , ¡ El es feliz! Rara vez, siempre por compromiso y obligación, ha vuelto a ejercitarse en su labor de docente, preparando a algún muchacho que al acabar la escuela obligatoria, se presenta a los exámenes de ingreso y poder comenzar a estudiar el bachiller. Su mujer, es educada y parca en palabras, de cabellos largos, blanquecinos por la edad, que recoge sobre la nuca en un cuidado moño, sujeto por una larga horquilla plateada. A primeras hora de la mañana del cálido y largo verano, barre las hojas secas que caen de la morera sobre las lanchas de pizarra negra y poyo de la calle con la frágil y ligera escoba de genillo. Al atardecer, para matar el polvo y mitigar los calores del sofocante estío, baldea con unas calderillas de agua el lugar para procurar y dar frescura al entorno y después de cenar, salir a la calle al serano, y junto a los vecinos, compartir una agradable y amena tertulia en tan sofocantes noches. Martín se despierta sobresaltado e inquieto mirando con extrañeza en derredor. Un zagal, un poco “zambo”, de apenas quince meses, chilla, corretea por el salón, parándose ante él, y con una alegre sonrisa reflejada en su tierna cara, le mira, y de su boca sale dubitativa , espesa y balbuceante la palabra ¡ Abuelo! Revoloteando y confusas, en el intrincado y misterioso laberinto de su mente, comienzan a aparecer las desaparecidas imágenes, desdibujadas y olvidadas figuras de aquellos lejanos días cuando él también tenía quince meses. ( Con amor de abuelo a mi nieto Iván Alberto).- P.D. Lo anterior en una mero relato y no se ajusta a la historia real de los personajes que mucha gente conoce. La intención de esta humilde y novel pluma, es reflejar y transmitir a la gente jóven, las vivencias y costumbres que exintían en el lugar en aquellos años. Un cordial saludo. |