Tío Miguel “ El pelisco” Tío Miguel “ El pelisco” El presente relato puede quizás hacer a pensar a la gente que lo lea, que todo lo que se narra y dice es simple y mero cuento, pero los mayores del lugar, habrán oído hablar en más de una ocasión de este suceso o contar historias parecidas y sólo ellos pueden manifestar, confirmar y dar fé, con suficiente conocimiento de causa, lo que en parte tiene de verdad o por el contrario, si es el resultado e invención de una calenturienta mente y desbordada imaginación. En estos años, en la época de cría de los pájaros, no era raro ver, ni difícil de observar, como a menudo, alguna que otra culebra o “bartardo”, abundantes por cierto en el lugar, trepar por las tapias y paredes de las casas y corrales, deslizarse por los tejados, meterse en los agujeros y bajo las tejas en busca de los nidos de pardales, golondrinas, vencejos, mirlos…, llenos a la sazón de huevos y “gurrriatos” para alimentarse y después escabullirse con sigilo y esconderse en los pajares, trojes, cuadras y bodegas que había en las misma casas, donde se almacenaba el propio pasto, la paja, trastos viejos, aceite, vino, cebada y a veces hasta el trigo, que se echaba para que no se humedezca en las grandes tinajas de barro o latón. Una sofocante y calurosa tarde de verano, bastantes años después, al levantarse de siesta, sentadas en corro como solía acontecer, las abuelas, mujeres, mozas se dedican a la rutinaria y cotidiana tarea de la costura, hacer jersey o calceta, zurcir los rotos calcañales de los calcetines, hilar ovillos para las mantas de tiras y a los niños jugar y retozar como cabras saltando por las peñas del lugar, mientras las zagalas, más tranquilas juegan a la taba y los botones . Esa tarde, al amparo de la sombra, arrellanada en el poyo, mientras escoge en la artesa los garbanzos que había aventado y limpiado esa misma mañana, en la esquina de la calleja del Posito, aprovechando la bondad del aire que soplaba y venía de la sierra, la abuela Margarita ” la Corcha”, le contó a Martín la referida historia. El pájaro petirrojo, que aquí llamamos “pelisco”, es una diminuta ave, con el plumaje del cuello de un fuerte color rojo anaranjado, nervioso, moviendo su cola levantada de arriba a abajo de continuo, cuya presencia, casi familiar y habitual en estos pagos, no es difícil de observar y ver posado durante la primavera y el otoño, sobre las ramas de algún árbol sea olivo, cerezo, manzano, higuera, peral..., merodeando y moverse inquieto entre la espesura de los frondosos zarzales. Lo de “pelisco”, viene desde lejos, herencia de familia, y es el mote que le dieron y pusieron en su día a su tatarabuelo Alfredo. Aclarada y matizada la cuestión y sin más preámbulo y espera, vamos allá, a referir la quimera y sin razón que se armó con los hechos sucedidos aquel ya lejano día. *** Un atardecer del mes de abril, antes de la llegada de la estación de la ya cercana primavera, en la humilde y enjalbegada casa que habitaba la familia, todo eran prisas y un continuo trajín de gente que va y que viene. A través de los abiertos ”de par en par” postigos de ventana del balcón, llegan hasta la calle unas lastimeras quejas y gritos apagados que vienen de la alcoba. Una primeriza y joven mujer, casada hace diez meses, un sábado del mes de agosto víspera de la tan esperada feria del Campo, después de romper aguas y sentir cada vez con más frecuencia el agudo y lacerante dolor de las contracciones, se ha puesto de parto. La llegada al mundo de Miguel llenó de dicha y felicidad a la recién y novel pareja, familiares, amigos y al resto de los vecinos. De los rollizos, blancos y rebosantes pechos de la madre, manaba una abundante, espesa y nutritiva leche, que el niño succionaba con manifiestas ganas y apetito, que le hacían crecer y desarrollarse con total normalidad. La gente del lugar conoce y sabe, que el niño cuando nació era de constitución fuerte y sana, con una regordetas y sonrosadas mejillas, dispuesto a mostrar y dejar ver la mejor de sus sonrisas y dibujar lindos “pucheritos” en su cara, ante la menor carantoña, mimo o “cuchicuchi” que le hacen. Cuando se llegó al final de la estricta y prolongada cuarentena, en especial para el marido, en los sucesivos días la madre empezó a notar que a media noche, el infante se mostraba nervioso, intranquilo e inquieto y llegó a pensar en su interior, que quizás se debiera a la poca cantidad que almacenaban sus pechos, antes llenos y con la leche a flor de piel. El niño se agarraba a los rosados y turgentes pezones de sus pechos con renovadas ganas, ímpetu y empeño, pero algo extraño y raro estaba sucediendo. Durante el día, aunque sus pechos no fueran precisamente un “maná” de la abundancia, cuando el niño mamaba solía quedarse tranquilo, sosegado y dormido entre sus brazos como un cesto. Al llegar la medianoche todo cambiaba y los continuos llantos, lloriqueos y rabietas no cesaban de sonar en la intimidad y oscuridad de la alcoba. *** Con el paso de los días, el hasta entonces alegre y risueño niño se había vuelto triste, débil y apagado. Su madre no dejaba de sentir y mostrar cierta preocupación por ello, a pesar de las palabras de tranquilidad, consejos amistosos y profesionales que le daba el confundido galeno. - Mujer, no te debes preocupar, le decía el desazonado marido. - Se te habrá ido la leche y la poca que te queda se te ha vuelto agua, pobre y escasa. Para suplir semejante carencia, falta y escasez, la desvelada y afanosa madre no dejaba de tomar reconfortantes cuencos de caldo hechos de carne de gallina y huesos de jamón y se metía entre pecho y espalda, sus buenos tazones de leche de cabra, reforzados con un más que generoso chorreón de vino tinto, un par de yemas batidas de huevos y una buena y reconfortante escudilla llena de unas calientes sopas de ajo. La cuestión es que a pesar de los ímprobos y redoblados esfuerzos de la nerviosa, asustada y noble mujer, por mejorar la calidad alimenticia y energía nutritiva de su leche, el niño estaba cada vez más “engajerao” y “tísico”. La abuela empezó a decir y repetir con manifiesta insistencia: ¡ Este niño se va a quedar como un pelisco! Ya lo verás. ¡ Cómo un” pelisco”, que te lo digo yo! Tan manida y dichosa cantinela repetida una y otra vez, se volvió reticente, pesada y difícil de aguantar. La afligida y atribulada madre, no encontraba explicación lógica y posible a lo que estaba sucediendo y se mostraba cada vez más preocupada y nerviosa, y al más mínimo llanto, se desabotonaba el corsé , abría su blusa, sacaba el pecho y se lo ofrecía de inmediato al niño con tal de callarlo y calmarlo. El ávido y hambriento niño, en cuanto sentía el roce y el calor del pecho, abría la boca y acercando sus pequeños labios tanteaba con la lengua, hasta encontrar el tieso y firme pezón que asía y sujetaba con todas las fuerzas posibles de sus tiernas encías, succionando con presteza y avidez su dulzona y tibia leche maternal. Al llegar el alba, el guerrero y llorón niño, pasaba y permanecia la mayor parte del día tranquilo y sosegado dormitando, colocado en la pequeña banasta de madera de castaño que le servía de cuna, envuelto en la cálida toquilla. *** Antes del amanecer, el padre del muchacho se levanta cansado y ojeroso por lo mal y poco que ha dormido y sale en ayunas a la calle, con la azada al hombro, para echar la “mañaná” cavando viñas, olivos o lo que se tercie. Cuando está de vuelta a casa, antes de comenzar la cotidiana jornada de trabajo , no tiene tiempo de nada, ni para sentarse a la mesa a dar un “bocao” tranquilo, solo el justo y breve para llevarse a la boca unas “cucharas” calientes de la sopa de patatas, dar tres mordiscos mal dados al mendrugo de pan tierno, coger el morral con la merienda, y salir pitando calle abajo, antes de comenzar la prolongada y ardua tarea que le espera como obrero y empleado de la hacendada y rica casa de los Casasola. Al atardecer cuando regresa, las mismas prisas. Antes de poder arrimarse siquiera a la lumbre, aún le quedará la obligación de echar la paja y cebada en el pesebre para que coman las bestias, guardar, ordeñar y echar los cabritos a las cabras, y después poner a los glotones de los chivos los betijos para impedir que sigan mamando más. Cuando termina, ya casi ha anochecido. En un rincón de la cuadra, recogidas, encaramadas en lo alto, sobre unos jaces de ramos de matón, tarmas y carquesas, descansan como aturdidas y en el limbo, media docena de gallinas ponedoras y un vigoroso, encopetado y galano gallo, de cimbreante e intranquila cresta roja, salpicado su plumaje de variados colores, que vigilante y expectante, observa con sus vivarachos y despiertos ojos negros todo lo que acaece a su alrededor. Aún le queda otra tarea al fatigado hombre de la casa. *** Como mañana es la Santa, “fiesta grande donde las haya” y no está permitido el trabajar según manda la madre Iglesia en el tercero,” santificarás las fiestas”, saca el barreño hondo de cinz y vacía en él toda el agua caliente del pote, y con estropajo en mano empapado del jabón casero, hecho con las borras de aceite y sosa, se restriega piernas, nalgas, brazos, vientre, cabeza y las costillas, hasta que no queda pizca de roña. Limpio y despojado de toda suciedad y del olor empalagoso y rancio del sudor, con cara de “alelao” y embobado, toma a su hijo Miguel entre sus acogedores y robustos brazos, y ensimismado lo mira y arrolla, a la vez que una bonachona sonrisa se dibuja y perfila en las mejillas de su curtida y morena cara. Se acuestan pronto y antes de darse las buenas noches y dormir, su mujer se dispone a amamantar al pequeño bajo la pálida, vacilante y débil luz del farol. Esa noche a media luz, casi a oscuras, la visión inacostumbrada de los hombros y pechos desnudos de su mujer, despiertan en él, sus adormecidos sentidos a pesar del cansancio y la fatiga acumulada, y nota que un ligero cosquilleo y hormiguillo le recorre todo el cuerpo. Ella se da cuenta y con extrema dulzura le mira a los ojos y sonríe, al tiempo que coge una de sus manos, la acerca y deposita sobre su cálido seno. Mira a su mujer que asiente con la cabeza, que le invita generosa y compasiva a que tome y acaricie suavemente con la palma y punta de los dedos de su mano el cálido y templado seno. Las ásperas yemas de sus dedos, acarician y rozan con delicada e infinita suavidad y ternura el turgente y duro pezón de su querida esposa. Animado por su prometedora mirada de ella, inclina su cabeza y posa sus labios en él, sintiendo que un ligero, húmedo y dulzón sabor a leche maternal impregna las papilas de su lengua y se expande de repente por su boca con la furia incontrolada de un volcán y el oleaje salvaje de un mar bravío. Pegados a sus pechos, padre e hijo, succionan la leche lentamente, mientras la madre se abandona a su suerte, dejando caer las ligeras cortinas de sus párpados, cierra los ojos y va notando como una agradable sensación de calor y un ligero hormigueo invade y recorre todo su ser hasta hacerlo estremecer. *** Todo aconteció y sucedió en un santiamén esa noche. La pareja descansaba tumbada como siempre en el camastro y catre de la alcoba con la madre de cara a la pared, con el niño cobijado entre sus brazos para impedir que pueda caer al suelo desde lo alto de la cama y su marido duerme a pierna suelta y ronca como un lirón. Agotada por el cansancio, se siente adormecer sin darse cuenta y ajena a lo que está a punto de ocurrir. Se muestra inquieta y nerviosa y no encuentra la postura adecuada para descansar. Medio aturdida y confusa no alcanza a percibir si está dormida, despierta o quizás soñando. El idílico y voluptuoso sueño o lo que sea, de su sonriente hijito acudiendo alegre una y otra vez a beber de su henchido pecho, la llenan de una inenarrable e inexplicable sensación de felicidad y bienestar. ¿ Por qué se repiten tan a menudo semejantes imágenes e idénticos momentos? ¡ Que sensación más placentera y grata siente entonces! Pero si sólo es un sueño o ilusión, ¿ Qué significado puede tener todo? El eco cercano de tres sonoros, claros y broncíneos golpes del martillo del reloj del ayuntamiento llega nítido surcando el aire, a través de las recias paredes de tapias y se cuela como si fuera un duende en la alcoba. Sobresaltada y sudorosa se despierta al notar sobre su liso vientre un ligero e invisible cosquilleo. Asustada, golpea con el codo a su marido, que en voz queda y adormilado le pregunta, ¿ Qué pasa ahora? El adormecido hombre, de manera instintiva y a tientas, coge y enciende la vela dispuesta en la palmatoria, iluminando la alcoba. Sorprendido y atónito, no da crédito a lo que ven sus ojos, al observar como una repugnante y recelosa culebra bastardo descansa enrosca adormecida sobre el caliente y acogedor regazo de su mujer, succionando ávida y glotona la leche de uno de sus pechos, mientras intenta calmar y tranquilizar al niño posando y moviendo suavemente su cola con extrema sutileza y suavidad sobre sus hambrientos labios. Los gritos desesperado de la atónita pareja, hace que la bicha se despierte y salga del letargo en que está sumida e inicie una precipitada huida deslizándose con sutil presteza y rapidez bajo las sábanas y mantas de la cama hasta desaparecer por debajo de la puerta de la bodega. -¿Qué les ha pasado? se preguntan. -¿Cómo ha podido suceder? Por mucho que lo intentan, no consiguen alejar de su cabeza tan fastidioso, molesto e inexplicable suceso y menos aún, ¡ Cómo contar y explicar lo acaecido si nadie se lo va a creer! -¿Como explicar que todos los males y pesadumbres del niño venían a causa del hambre que pasaba por culpa de la zafia, tunante y asquerosa bicha? ¡Querrían contarlo todo, para compartir su pena y descargar un poco el peso de encima que le agobia!, pero ¿en quién? Las sentidas, quedas y amorosas palabras de la madre, sus susurrantes nanas y mimos, consiguen apaciguar al intranquilo niño, que ahora más apaciguado, y medio “encocao”, jimpla, gime y lloriquea un poco hasta quedarse placidamente dormido en su regazo. ¡Qué largas, fastidiosas e interminables se han hecho las tenebrosas horas de tan maldita y aciaga noche! Las inminentes luces del ansiado y esperado amanecer se hacen de rogar y cuando al fin llegan y se cuelan en casa atravesando las diminutas rendijas de la vieja puerta, encuentran a los tres adormilados, encogidos, arrebujaos como un ovillo y apretados el uno contra el otro, sentados en el escaño, tapados y cubiertos con una manta de lana, con los ojos vigilantes, quietos, clavados y fijos en los escasos rescoldos y brasas que quedan sobre la maciza lancha de la lumbre, que ante la falta de leña está a punto de sucumbir y fenecer. P.D. Con cariño a mi nieto Iván Alberto, mi familia los "Peliscos" y al afable y amigable Cafetero, que no se si tengo la dicha de conocerle. Un saludo al foro. |