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Villanueva de la Sierra - Caceres

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España > Caceres > Villanueva de la Sierra
17-03-09 19:10 #1952666
Por:izquierdo

La muchacha de las Hurdes


La muchacha de las Hurdes

Filomena, la animosa mujer, andará por los sesenta, se levanta temprano, cuando aún es de noche, antes de que las primeras luces del amanecer se reflejen sobres los viejos tejados, plazuelas y casas del lugar.

Baja a tientas, como puede, las oscuras, estrechas y empinadas escaleras hasta dar con la chimenea y tanteando con la yema de los dedos busca la caja de cerillas, que dejó metida en el mortero, que está siempre colocado el mismo sitio, sobre la repisa del basal.

La brillante y viva luz que mana al rascar y encenderse el mixto, la ciega unos instantes, a la vez que se agacha y prende fuego a la lumbre muerta que dejó preparada y presta la noche anterior, hecha con un “rebujón” de carquesa, unos cachos de tarmas secas y unas rachas de olivo antes de irse a la cama.

Al inicio un humo negro y espeso como una zorrera, sube y se pierde por el hueco del tiro del estrecha fogón, mientras poco a poco las débiles y mortecinas llamas de la lumbre van cogiendo fuerza e iluminan con creciente y deslumbrante resplandor la pequeña estancia que sirve de cocina haciendo a las nefastas sombras desaparecer.

Como suele hacer todos los días, de forma maquinal y sin pensarlo se coloca el desgastado mandil lleno de remiendos y cosidos y de seguido con su mano, quita con soltura la tapa del viejo y panzudo pote de hierro fundido de tres patas, la deja sobre la renegrida lancha de cantería del suelo, y llenándolo de agua, lo arrima y acerca al candente fuego del hogar.

Poco después, coge la olla de barro en la que hace el cocido, y va añadiendo los garbanzos ya reblandecidos, que dejo en agua y sal por la noche, el tocino troceado, un chorizo de costilla, y si el dinero ha llegado para ello, un cuarto kilo de cabra; eso sí, no faltará su pizca de sal fina, su punto de pimentón rojo de la Vera y su rama de antolana para darle mayor gusto y mejor sabor.

La casilla del ganado, bestias, cabras y gallinas, todos juntos cobijados bajo el mismo techo, está justo al fondo de la casa, en la misma planta, a la que se llega y accede a través de un estrecho y minúsculo pasillo que atraviesa la cocina.

Dentro de la cuadra a la derecha, excavada en peña viva a pico y pala se encuentra la típica bodega, con sus grandes tinajas de latón para el aceite, otras más pequeñas de barro para trasegar y almacenar el vino, el pesado carretón utilizado en época de la vendimia para pisar la uva y también puede que haya alguna que otra olla de barro llena de aceite donde se guardan para los días de fiesta y visita inesperada los chorizos, magro “refritado” y alguna orza más, llena con el queso artesanal hecho con la leche que sobra de las cabras.

En el hueco de las escaleras, hay un pequeño cuarto con sus repisas y baldas de madera, que hace las veces de despensa, la puerta con su cerrojo y pegado a su lado el chivitero.

Los pasados, lejanos momentos y recuerdos, aún hoy día acuden vívidos y claros a su mente, como si todo hubiera sucedido hace unos unas horas o por mejor decir hace un momento.

***

Un día, a los pocos años de acabar la fraticida e inútil guerra del treinta y seis, se encontró sola, desamparada y abandonada en aquella apartada y olvidada aldea hurdana, perdida en medio de los montes, lejos de toda civilización a dónde solo se podía llegar y acceder a través de estrechas veredas y retorcidos caminos andando o a lomos de las caballerías.

Sus padres, parientes y demás familiares allegados, fallecieron como otra mucha gente del entorno, aquellos nefastos días, cuando una desconocida, rara y mortal enfermedad, seguramente una epidemia de peste, asoló la comarca y se llevó por delante, al cementerio, a nueve de cada diez de los vecinos.


Una tía prima soltera de cuarenta años, Angélica, fue la única pariente cercana que sobrevivió a tan trágicos sucesos y consiguió por los pelos salvarse de la quema, le dió asilo en su casa y educó como si fuera una hija.

Por azares del destino, y sin que mediase ninguna enfermedad ni causa física aparente, la desdichada mujer falleció un buen día de la noche a la mañana sin decir ni pío, ni pedir a nadie permiso para morir y abandonar éste mundo.

Todo es suponer, pero bastó para certificar el luctuoso hecho de su muerte, el solo consentimiento y firma del alcalde y el señor juez de paz del lugar, sin que hubiera que esperar a la llegada del médico y diera un diagnóstico certero o aproximado de lo que pudo suceder, al encontrarse ausente y fuera de la zona en esos días.

Parece ser que fue enterrada al día siguiente, sin decir misa siquiera y antes de cumplirse las obligadas veinticuatro horas, en medio de la lluvia y del frío, al amparo de una espesa y húmeda neblina, con la única presencia de los cuatro hombres que acompañaron la caja, el citado alcalde, el señor juez, la inconsolable muchacha, y el cura que llegó sin resuello y cansado a lomos de una vieja mula del cercano pueblo de Nuñomoral, en el momento preciso y con el tiempo justo de rezar un breve responso por su eterna alma, antes de que el sepulturero echara las primeras palas de tierra.

A los ocho días del entierro se celebró en la iglesia parroquial una misa de difuntos por su alma y los demás fallecidos del pueblo, a la que acudieron los pocos vecinos del lugar.

Por lo que se dijo y contó a la puerta de la iglesia, al fin y al cabo simples y meras conjeturas, el suceso pudo acaecer sobre la media noche y más o menos así.

***

A eso de las nueve, Filomena la muchacha, como solía hacer todas las noches, subió los pocos tramos de las escaleras guiada por la oscilante luz del viejo candil y se llegó hasta la alcoba; allí se desvistió con paciencia exasperante, se puso el cálido camisón de franela y se metió en la cama.

La noche era cerrada y fría y las sábanas estaban más húmedas y heladas que de costumbre, a pesar de la botella llena de agua caliente que subió y colocó entre sus pies.

Castañeándole los dientes, tiritando y estremecida de frío, recitó de carrerilla las obligadas oraciones “Jesusito de mi vida …“ y “Cuatro esquinitas tiene mi cama…”, se tapó las orejas y cabeza con el “cobertón” adoptando una cómoda, ancestral, protectora y defensiva posición fetal en su intento de guardar y no desperdiciar el poco calor que desprendía su aterido cuerpo, quedándose dormida.

La pobre tía no tardaría mucho en subir.

En pocos minutos y en un “trís trás “terminaría de recoger los cacharros y cachivaches, dejaría preparada la lumbre muerta lista para encender por la mañana, pasaría la escoba por encima de la lancha y adecentaría un poco la cocina.

La tenue candela del candil se fue debilitando poco a poco, y cuando se consumió el aceite, la torcía se apagó, dejando sumida en la más absoluta oscuridad, negrura y silencio la pequeña alcoba.

El cadencioso y acompasado son y ruido de los campanillos de los machos, las esquilas y berrear de las cabras de la pastoría que pasa delante de la casa, los ladridos alegres del carea y las roncas y repetidas voces entrecortadas del cabrero, al pasar por la calleja, jaleando al ganado que se encamina a la sierra, la despiertan.

En un primer instante no percibe ni se da cuenta de nada.

Al ponerse en pie se asusta e incrédula contempla con manifiesto asombro e inquietud, y la sorpresa reflejada en su rostro, que el otro lado de la cama está sin tocar y vacío.

Amedrentada, corre hacia las escaleras y baja hasta la cocina, brincando de dos en dos, con inminente riesgo de tropezar y caer por los estrechos y empinados escalones.

Encuentra a la pobre tía tirada en el suelo, desmadejada, boca abajo, tendida sobre las frías y duras lanchas con la tenaza de la lumbre todavía asida entre los dedos de su mano, como si estuviera placidamente dormida.

Una voz entrecortada, asustada y lastimera sale a trompicones de su boca llamándola, retumba y rebota como el eco por todas las paredes y estancias de la casa.

-¡ Tía, tía, tía !

-¡Dios mío! ¡Dios mío! se repite.

-¿Como ha podido suceder tal cosa?, se pregunta.

-¡Qué va a ser de ella, ahora, si no tiene nada ni nadie que la proteja y ampare!

Todo su idealista e imaginario mundo joven, hasta ahora lleno de juegos, alegrías, ilusiones, risas, se derrumba y viene abajo en un instante.

***

Son días de hambruna y miseria para todos y los escasos recursos y medios disponibles hay que dedicarlos para atender las propias necesidades y poder subsistir.

Las buenas intenciones, deseos y desinteresada ayuda de los amables vecinos no bastan y hay que aceptar la cruda realidad de lo sucedido.

De la noche a la mañana, en un santiamén, a sus trece años, se vé sola, desamparada sin saber que hacer, a donde ir, ni a quien recurrir

El señor juez de paz, dejó correr estos primeros días llenos de lágrimas, tristezas y pesares, hablando después largo y tendido con la desconsolada y afligida muchacha, expresando su parecer e indicándole el mejor camino a tomar y la mejor salida que veía.

Dos eran desde su punto de vista y opinión las mejores opciones y alternativas que se presentaban.

Una irse a servir, con una de las familias más ricas y acaudaladas del próspero pueblo de Villanueva de la Sierra, que él conocía bien y la otra ingresar como novicia y convertirse en monja de clausura en algunos de los monasterios de los alrededores, que la admitirían y acogerían sin el menor problema y recato, entregando a cambio, su mísera dote y escasas propiedades.

Sin preguntarse porqué, ni meditarlo, eligió la primera alternativa.

El mismo juez, por su propio egoísmo e interés se encargó de todo el papeleo, quedándose por cuatro perras gordas con la poca herencia, a saber que poseía: la vieja casa en que vivían, hecha de pared y tapia con el tejado de lanchas, un tenao anexo y al sereno, el pequeño huerto a orillas del río, un olivar de no más de treinta pies encaramado entre bancales de escasa, árida y pedregosa tierra, de troncos retorcidos y milenarios cuyas raíces se agarran y hunden entre las grietas de las peñas de la empinada ladera, y dos pedazos de tierras de unas tres fanegas en pleno monte, sembradas en parte de castaños, robles, encinas, alcornoques, llenas de torviscas, jaras, brezos y escobones, casi abandonadas.

Un amanecer, llena de nostalgias y de lloros abandonó con la cabeza baja y los pies a rastra la mísera y pobre aldea de cuatro casas, y emprendió viaje a lo desconocido en compañía de una reata de burros y arrieros de la Alberca, que pasaban por el lugar, llevando todas sus escasas pertenencias y equipaje en una mísera y ajada maleta de madera, un atillo al hombro con el rebujón de ropa, y la merienda “pal” camino envuelta en una servilleta roja y verde a cuadros anudada por sus cuatro picos, colgando y balanceándose con desidia de los frágiles dedos de sus manos.

***

Con el transcurrir del tiempo y el paso de los años, apenas cumplió los diecinueve, se casó con un buen hombre, diez años mayor, jornalero de la casa, muy trabajador, honrado, serio, poco bebedor y mujeriego, formando su propia familia y hogar.


Desde aquel día lejano, que tomó ésta decisión, hace ya más de seis años, no sabía si acertada o equivocada de abandonar la aldea, hoy tiene la seguridad y certeza que atinó; nunca hasta hora se había sentido dueña, ama ni poseedora de nada.

Ahora sí, tenía su propia casa, su marido, su ajuar…, y aunque en su conjunto no es mucha riqueza, para ella significa todo un mundo, más de lo que nunca pudo imaginar y lo considera más que suficiente.

Los acontecimientos, sucesos y vivencias acaecidas durante ese primer año de matrimonio los recuerda hoy con profundo sentimiento, añorada nostalgia y manifiesta alegría.

Si cierra los ojos es capaz de contemplar y ver con nitidez la distribución original de las estancias y dependencias de la primitiva casa y el lugar en que se encontraba ubicada y colocada cada cosa.

Su cocina, a teja vana, era fría en el otoño e invierno, cálida y acogedora en primavera, con un calor sofocante e insoportable en el verano.

Nada más abrir la puerta y entrar, en un rincón, el hogar con su lancha grande e irregular de pizarra que sirve para acoger la lumbre, las trébedes y sartenes de rabo largo colgadas en la pared; bajando por el hueco del recto tiro de la chimenea las llares con su garabato, ennegrecidas por el hollín, y sobre el basal, un pañito de puntilla colocado como adorno, pisado con el mortero y su maza, los candiles, vaso de cristal con lamparillas prestas para alumbrar a los Santos, las cerillas y torcías, el farol y una palmatoria de cerámica talaverana con su vela, adornada con sus dibujos de flores.

La cocina es sin dudas el sitio más usado y acogedor de la casa, lugar de reunión con la familia, serano con los vecinos en las frías e interminables noches del invierno, de risas, llantos, alegrías, tristezas, ilusiones, esperanzas…

En la planta superior sobre el chillao, llenas sus vigas de puntas torcidas y oxidadas para colgar las chacinas, los tomates, los pimientos de gilar, las uvas de moscatel…, está la alcoba y bajo ésta, la cuadra de los animales cuyo calor sirve y hace las veces de calefacción en el invierno.

Al subir por la escalera a la derecha del rellano, separada por un débil y frágil tabique de rasilla y yeso, está la alcoba para dormir y más al fondo una oscura y destartalada trojes o desván con un pequeño y estrecho tragaluz por el que intentan colarse unos rayitos de sol, que sirve para guardar y almacenar los trastos y cachivaches poco usados.

También se encontraba allí, al otro lado del descansillo, el pajar, que permitía a través de una trampilla hecha de madera que se alzaba tirando de un cordel, hacer caer y llevar sin mucho esfuerzo la paja y pasto seco hasta el pesebre de los animales, ya que daba justo encima.

La llegada de un cuarto hijo, hizo que la alcoba y la cama se quedaran pequeñas.

Al principio, la cama la compartían los tres, padre, madre y Juan el hijo en medio de los dos.

Cuando fueron cuatro se siguieron apañando, tres a la cabecera, con Miguel, el segundo hijo en medio y el hermano mayor Juan con la cabeza a los pies aprovechando su corta estatura y edad.

La llegada de un tercero, Filomena, ¡ Por fín una niña ¡, origino y ocasionó nuevos problemas, quebraderos de cabeza y obligó a buscar nuevas soluciones.

Dicen que la necesidad y el hambre desarrolla la inteligencia y aguza el ingenio y cierto debe ser.

El viejo carretón usado en la vendimia para pisar las uvas, aparcado y olvidado en la bodega, se subió a la alcoba y se convirtió en improvisada cuna.

Llenó de pasto, paja y unas hojas secas de matón, para hacerla más mullida y evitar la humedad, una vetusta y raída saca de lona y la convirtió en un cómodo y acogedor jergón, donde a partir de entonces dormiría Juan, el mayor.

Con la llegada de un cuarto hijo, Martín, una boca más que alimentar, se acentuaron y crecieron los problemas de subsistencia y alojamiento.

Esta vez la solución fue otra y el invento más acorde con la necesidad planteada.

La vieja y carcomida artesa de roble, usada para amasar el pan, preparar y adobar la matanza, se convirtió en improvisada y nueva cuna para el recién llegado.

La alcoba esta llena hasta los topes, y ya no cabe ni un alfiler ni se puede dar un paso sin tropezar con el baúl, el catre, la pequeña mesita, el carretón o la artesa colocados a ambos lados de la cama.

El palanganero con su jofaina, tolla y aguamanil tuvo que abandonar la sala y quedó ubicado en el rincón del rellano de las escaleras.

***

Parece que fue ayer cuando todo sucedió y han pasado ya más de veinte años.

El próximo nueve de septiembre se cumplirán las bodas de plata y veinticinco años de casados.

La vida en éste tiempo ha sido esclava y dura para todos, llena en ocasiones de dicha y alegrías y en otras repleta de malos ratos y sin sabores, pero a pesar de los pesares, avatares y dificultades sufridas, han sabido con esfuerzo y voluntad, como todo “quisqui” bandearse y salir con la familia “palante”.

Estas lúcidas imágenes y nostálgicos recuerdos pasan por su mente en un instante, como el fulgurante resplandor y fogonazo de un relámpago, y duran el mismo tiempo que tarda en surca el cielo una rauda, huidiza y vertiginosa estrella fugaz.

Respira hondo, toma aliento, se agacha y coge de la lumbre un palito ardiendo y enciende el farol de aceite que ha cogido del basal.

Con él asido en la mano, recorre el breve pasillo y según se acerca a la cuadra, el fuerte y característico olor del estiércol y el ganado va inundando sus sentidos.


Una sofocante bofetada calor y aire casi irrespirable se estrella contra su cara, cuando al quitar la tranca, empuja y abre la puerta.

Desde el rincón del fondo llega y se oye un revoloteo inquieto de alas y el potente y estruendoso kikiriki mañanero del gallo jefe del corral.

-¡Kirikiki! ¡Kirikiki!,.., repite una y otra vez.

Al entrar cuelga el farol de una pequeña estaca clavada al efecto en la pared, iluminando el entorno con su tenue luz y amarillento resplandor, las paredes del cochambroso lugar, sus oscuros rincones llenos de frágiles y espesas telarañas, que desvelan un mundo lleno de inquietantes sombras y fantasmales figuras.

Las cabras descansan echadas sobre sus cuartos traseros y no dejan de rumiar y mover el alimento en la boca todo el rato.

¡Ea, Ea!, las llama y anima para que se levanten.
Sujeta y coloca el pequeño caldero de latón entre las piernas y comienza el ordeño.

Cuando termina, lleva el recipiente con su leche y lo coloca sobre lo alto del poyo, al lado de la pila de fregar.

Vuelve a la cuadra, abre la puerta del chivitero, y saca los animosos y alegres chivos a mamar, antes de llevarlas y reunirse con la pastoría en el puesto del común, detrás de la iglesia, para que el cabrero tío Eulogio, las arree y cuesta arriba se las lleve todo el día a pastar en los extensos jarales, pinares y amplios campos de la sierra.

Los pequeños y hambrientos cabritos desprovistos de betijos, con las patas delanteras dobladas y arrodillados sobre la paja del suelo de la cuadra, se afanan con ahínco, ímpetu desenfrenado y tensón en extraer golpeando con su cabeza y hocico una y otra vez sus ubres, incitándolas y animándolas a soltar la blanca y nutritiva leche que almacenan.

Las ociosas cabras sin dejar de rumiar, giran con pereza sus cabezas hacia atrás, a un lado, y como diligentes y preocupadas madres, lamen con sus largas lenguas, ásperas como lija, la piel lustrosa del cuerpo, rabo y orejas de sus chivos.

Al fondo de la cuadra, y entre la penumbra, brillan y resaltan los pequeños puntos rojos de los ojos de las inquietas gallinas que dormitan, encaramadas en unos jaces de tarmas y carquesas que están puestos encima de un ordenado montón de cepas del rincón.

De vuelta a su quehacer en la cocina, se ajusta el cordón del mandil a la cintura, y coge la tenaza para atizar y avivar el fuego de la lumbre añadiendo unos raigones secos de jaras y unas rachas de olivo.

Con diligencia y soltura, cuela en la manga la leche y la vierte en la abollada cazuela de aluminio que coloca sobre las “estrébedes” para cocerla.

El agua que echó hace un momento en el pote, hierve ya a borbotones haciendo estremecerse y bailar a la gruesa tapadera que produce un ligero tintineo y soniquete, al ser levantada una y otra vez por la fuerza incontrolada del vapor del agua al cocer.

Coge el rojizo, moteado y despostillado puchero de porcelana lleno hasta poco más de la mitad con agua hirviendo, para de seguido añadir unas cuantas cucharas soperas del café torrefacto portugués en grano “ El Cubano”, comprado como siempre de estraperlo.

Esto podría considerarse un lujo en medio de tanta pobreza y escasez, pero aquí no es para tanto.

Este pueblo no está lejos de la raya portuguesa, y además es zona de paso habitual de contrabandistas y el café se consigue a un buen precio y nunca falta.

¡ Qué se lo pregunten sino a las civileras!

Otros inquilinos de la casa comienzan a deambular por la cocina, se acercan a la lumbre y extienden las palmas de sus manos frotándolas dirigidas hacia el vívido y resplandeciente fuego.

Echan en los grandes tazones el café caliente recién hecho, rellenándolos después con la leche ordeñada y hervida de las cabras, y añaden unos pedazos o unas rebanas del pan sobrante de ayer.

¡Es hora ya de salir a dar la “mañaná”!

Los tres apuestos, fornidos y morenos hermanos encienden un pitillo a la vez, se calan en la cabeza sus boinas, y salen de la casa con el “pon” a la espalda sujeto a la cintura por la correa de los pantalones, la “pona” en una mano y la azada al hombro sujeta por la otra.

Cuando el alba empieza a clarear y las tenebrosas sombras de la noche van dejando paso a la frágil y tenue luz del amanecer, las calles van llenándose de ruidos con el paso y trajín de la gente del lugar, escuchándose el resonar metálico y acompasado de las herraduras de las caballerías al entrechocar sus cascos contra los rollos de la calle.

¡Qué lejano y distante queda ya aquel día en que la angustiada muchacha abandonó la olvidada y perdida aldea entre sierras de las Hurdes!

¡Un nuevo día lleno de inquietudes y esperanzas acaba de nacer!

( Quiero agradecer desde aquí ese espíritu y animosidad que embarga a los foreros participantes por los buenos ratos que hacen pasar y que tan buen rollito,como dirian los jóvenes, tienen).

¡ Va para todos!
Puntos:
17-03-09 21:51 #1953719 -> 1952666
Por:No Registrado
RE: La muchacha de las Hurdes
SEÑOR IZQUIERDO, COMO NOS COMENTO NO HACE MUCHO, MEZCLA FICCION CON RELIDAD; ASI Y TODO, LOS QUE SOMOS MAS JOVENES NOS QUEDAMOS CON LA MIEL EN LOS LABIOS. CON GANAS DE SABER UN POQUITO MAS DE LOS PERSONAJES.
ASI Y TODO ES DE AGRADECER SUS HISTORIAS, QUE FALTA NOS HACEN.
UN SALUDO MUY CORDIAL.
Puntos:
20-03-09 09:52 #1964210 -> 1953719
Por:No Registrado
RE: La muchacha de las Hurdes
LOS PESONAJES DE JUAN, MIGUEL, FILOMENA Y MARTIN ¿SON PERSONAS DE NUESTRO PUEBLO?.
SALUDOS.
Puntos:

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