“El Herrero” de las traseras del Posito. La fragua se ubica en los bajos de un vetusto caserón de doble planta, cuya puerta de entrada y una pequeña ventana para luz, dan a la calleja de las traseras del Posito, frente a los huertos que riega el arroyo de las Higueras. Linda esquina con las escuelas y me parece recordar que es propiedad de un pariente que se la tiene prestá, pues él, sólo utiliza lo de arriba como cuadra para el burro, lugar para los aperos, gallinero, pequeña troje y pajar. El trabajo en la herrería es duro y agotador por el continuo y fatigoso esfuerzo que requiere, siempre sudando sin dejar caer un goterón, aunque lo bueno que tiene por penoso que parezca es que el trabajo y encargos no faltan. La profesión de herrador, que aprendió desde muy niño y heredó de su padre, siempre ha sido necesaria para mantener sanas las pezuñas de las bestias, laboriosa por su dedicación y respetada por la seriedad con que se lleva a cabo el trabajo, sin llegar a ser jamás un floreciente y lucrativo negocio. Lo difícil la mayor parte de las veces cuando se acaba y entrega el encargo es cobrar. Hay que fiar a la gente y esperar a que lleguen los socorridos y ansiados días de la aceitunera, época de jornales y destajos en el largo invierno, o esperar hasta la siega, que con la venta de las fanegas del trigo y la “cebá”, traerá a las casas otra vez dinero fresco. El herrero, hombre casado, debe andar por los cuarenta o algo más y tiene tres muchachas, que están entre los diez y los quince y las dos mayores andan tonteando y bobean ya con los muchachos. ¡Mala y peligrosa edad según la abuela! -¡Maldita la suerte y hora que nacieron tantas hembras juntas y seguidas!, reniega el honrado hombre para sus adentros. Él, quisiera que hubiesen sido muchachos, tres pares de brazos más” pa” trabajar, pero ¡Dios no lo quiso así!, y hay que estarle por ello agradecido. Con tal que haya salud, como dice el refrán, todos contentos, ya se sabe. En estos años de post-guerra, para mantener una casa humilde y que la misma prospere, son brazos y jornales los que faltan y las mujeres de eso, poco cosa o casi “na”, van cuatro días a aceitunas y si acaso otros tres tantos a segar. En el corral anexo a la casa donde viven, como toda familia que se precie, está el ganado: un altivo y vigoroso gallo que sirve de reloj y canta al amanecer todos los días, doce gallinas ponedoras que suministran carnes y huevos, tres o cuatro cabras para leche y queso, el burro para acarreo y trabajo y hasta que lleguen las heladas y los fríos de diciembre, según se tercie la cosa y los duros disponibles, dos o tres lechones de matanza de unas once o doce arrobas, comprados en la pasada feria de agosto, para la matanza, llenar la despensa con jamones, chacinas y tocinos e ir tirando de ellos todo el año. Los trabajos, tareas y minucias de la casa, son cosas más propias de las manos de mujeres. El preparar el berbajo en el caldero a los lechones, a base de patatas y remolachas cocidas, jaramagos, gamonitas y otras cosas, con su “embozá” de rollón para darle consistencia y espesor, para después acabar como una escudilla o lata llena de dulces bellotas; el echar dos “puñao” de trigo a las gallinas, recoger los huevos del “nial”; el ordeñar las cabras y atender a los cabritos, es otro menester y obligación que les incumbe. La leche sobrante del ordeño, mezclada con el cuajo, se trabaja a mano y se trasforma en queso tierno y fresco para comer la familia y si sobra, después de orear, almacenar en los puchero y las ollas de barro dispuestas con aceite, si es que no hay necesidad de revenderlo a las casas adineradas y ricas de la gente de este pueblo. Los cabritos se venderán a los mismos adinerados señores, que al comer carne, prohibida por la Iglesia en estás fechas de Cuaresma, no pecarán porque pagan con creces el canon impuesto por la bula que los exime de tales exigencias y condona los presumibles pecados por los dineros cobrados. Los dos duros que se sacan del negocio, de inmediato se esconden en el jergón entre la borra y la lana como ahorrillos, para que cuando se acerque la época de vacas flacas de no hay jornales, permitan a la familia ir tirando en estos meses aunque se a duras penas. El hombre de la casa por lo habitual y de costumbre, no lleva cuentas de na, ni se encarga de cobrar ni tampoco de pagar, y si acaso se preocupa de llevar en el bolsillo, si la mujer se las dá, cuatro perras gordas sueltas para pagar unos chatos que bebe con los amigos en alguna de las tabernas o tasca, de las más de trece que hay en el lugar. Antes de ir a cenar, se para con la “corrobla” en la esquina de tía Inés, para ver y comentar que tal tiempo hará mañana y echar el último cigarro y “parrafá“, despidiéndose entre ellos al terminar con un escueto, ¡ Hasta luego! No tiene que molestarse ni acercarse siquiera hasta el estanco. Alguna de las muchachas, “mandá”, habrá salido a comprar la bolsa de picadura para la pipa de brezo que enciende de vez en cuando, el paquete de tabaco cuarterón con su librito, una piedra de encender y una mecha de repuesto para el mechero de yesca, para que tenga reserva de todo y no tenga que molestarse tan ni siquiera en salir. Marcelino, de un tiempo acá no anda bien, se le ve “desganganio” y muy “desmejorao”. Su suegro preocupado, se lo comenta muy a menudo a la hija. -¡ Mira, muchacha! - No me está gustando lo que veo; noto al Marcelino con el cansancio metido en el cuerpo, más “apagao” y serio que de costumbre. - ¡Huy! -Esa cara más amarilla que la cera, no trae nada bueno. -¿Le has “preguntao” por si acaso, qué le incomoda o le pasa? -¿ Le has “empujao” a ir al médico? -¿Sabes si se trae algo entre manos que le pueda preocupar? Más de una docena de preguntas, requilorios y monsergas como estas, salieron en pocos minutos por sus labios, pero no hallaron contestación ni respuesta alguna. La desolada y afligida mujer no responde; cabizbaja, jimpla y llora por lo bajo, restregando ambos ojos a la vez con los puños de sus manos, mientras unas lágrimas resbalan por su cara, caen y se escachan al golpear contra las lanchas del suelo. Un inconfesable e íntimo secreto que guarda para sí, su principal preocupación y alegría, la roe insistentemente por dentro, como si fuera una carcoma. Nadie presume ni sabe nada de lo que sucede. ¡Sólo ella tiene la certeza de estar de nuevo embaraza! Una vez que se alejan las lluvias y desaparecen las heladas, escarchas, rocíos y el frío extremo del invierno, el campo va recobrando paso a paso su color. Marcelino, se levanta temprano, apareja el burro y se encamina como todo el mundo a realizar las tareas y trabajos que el campo en estas fechas requiere. A comienzos de febrero a mondar, quemar ramos de los olivos y rozar las zarzas de lindes y paredones; más adelante labrar y preparar el huerto de los Cardales; la siembra de las patatas tempranas, unos “brazaos” de millo y unas berzas “pa” las cabras; después todos los días a regar y dar un somero cabucheo a las ya prendidas y florecidas tomateras, arrancar los molestos y urticantes breos, la verdolaga, la grama y quitar las malas hierbas. A eso de las once regresa y antes de comenzar el trabajo en la fragua, se sienta un rato a mesa, echa un buen vaso de vino, saca la navaja, troncha una esquina del pan blanco de tahona reciente, aún templado y coge del plato unas tajas del tocino frito entreverao que le acerca su mujer, para reponer las fuerzas ya gastadas. Cuando acaba, toma un sorbo de café con una pizca de azúcar, coge el sombrero en la mano y la chaqueta en la otra, abre la puerta y se aleja canturreando cuesta arriba. Repuesto y descansado, con caminar alegre y animoso sube el repecho de la calle y de unas cuantas zancadas, en un momento se planta a la puerta de la fragua, donde ya hay gente esperando para aguzar las rejas del arado o herrar alguna caballería. Llega risueño, saluda a los presentes con un alegre, ¡Buenos días!, al tiempo que se pone la reluciente y sobada zamarra de cuero, antes de acercarse al hogar, con unos golpes suaves de fuelle, insuflar el aire necesario para avivar el poco fuego de la lumbre que se está a punto de apagar. Marcelino ha sido siempre hombre avispado y previsor. Esta mañana, antes de salir al campo, se acercó hasta allí, quitando las escorias y carbonilla acumuladas del día anterior y dejó la fragua encendida, cargada con gruesos trozos de carbón de cepas, y que a estas horas, haya unas abundantes y candentes brasas donde templar bien y en su punto el hierro. Descuelga y ase unos útiles de la pared, la tenacilla, el martillo, unas herraduras, eso que no se como se llama que sirve pa rebajar el casco de la pezuña, y sale con todo a la calle, donde espera sumiso y paciente el mulo rojo del padre de Martín, que es tan manso, que no hace falta ni siquiera atar con el cabestro a la argolla. Se remanga la camisa por encima de los codos y entra de nuevo en el calor de la fragua. Coloca sobre el viejo yunque, una de las herraduras y con un golpe aquí y otro allá, la amolda a la medida precisa de la pezuña del trabajado animal. De espalda al animal, levanta y sujeta sobre su rodilla una de sus manos y empieza el herrado. Con estudiados, hábiles y rápidos movimientos de sus diestras manos, limpia, rebaja y lima los cascos del sumiso semoviente, calzándole las herraduras ya adaptadas, fijándolas al caso con seis clavos con certeros y secos golpes de martillo. Antes de acabar pasan otros animales que bajan de la Cruz y el Alboguero, atraviesan el Castillo y bajan por la calleja y sus dueños paran allí mismo preguntando, Marcelino, ¿Cuánto queda?, por si acaso ha lugar a algo antes que suenen en el reloj de la plaza las dos, hora precisa de detener el trabajo e ir a comer. La tarde la dedica por costumbre a las labores de forja, los encargos y otros menesteres pendientes. Reparará y aguzará las rejas, orejeras de arados y vertederas; terminará las tenazas, las trébedes de la lumbre que le encargó hace tiempo tía María; hará los clavos, herrajes y bisagras para embellecer la nueva puerta de madera que le hace el carpintero a la tía Luisa; seguirá con la reja de forja, encargo del señor cura para tapar la ventana de la casa parroquial o quizás trabajará en el balcón de tres metros, de retorcidos y torneados barrotes, esmerados adornos y filigranas que está haciendo para la casa de la señora tía Felisa. Eso por no decir, los candiles, un farol y dos braseros de camilla y zapatero que le tiene encargado la vecina Luzdivina, que todos los días le echa en cara: -Marcelino, ¡ Ya está bien! -¡Qué va a pasarse el invierno! En sólo unos meses, todo un universo de ilusiones y alegrías se desmoronó y vino abajo en esta humilde casa. Al principio, cuando empezó a notarse mal, no dejó nunca de acudir y acercarse hasta la fragua, con su sombrero de fieltro negro en la cabeza, la mirada perdida y cabizbaja, aunque fuera con paso decaído lento y vacilante Ahora, ya ni se levanta de la cama y la afligida mujer con la barriga hinchada de seis meses, no hace más que subir y bajar los escalones con lo pesada que está, llevándole solícita, ora un plato de leche “migá” templada, una escudilla de caldo, una tortilla francesa, ora unos papones en salsa, que a él tanto le gustan. ¡Lo que se le antoje! La incontestable verdad, es que el pobre hombre nunca pide nada y con tal de no molestar, sería capaz de morir, dejándose llevar por el desánimo y tristeza que le embargan. Un cálido y sofocante atardecer del mes de junio, cuando la luz y las sombras luchan y se empeñan por dominar el lugar, el clamor, vocerío y algarabía de los muchachos, aleteos, chillidos y gritos de vencejos, pardales, gavilanes y cernícalos llenan con su estruendo y ruidos los alrededores de la iglesia, se deja oír el sonoro, fatídico y conocido repique de campanas tocando a duelo. En estos días, hace ahora un año, que el pobre, malogrado e infortunado Marcelino falleció. Un niño de escasos nueve meses, tez blanca, ojos azules, pelo ensortijado y rubio, que nunca sentirá en su rostro la delicada caricia de la mano de su padre, se afana y esfuerza en sostenerse en pie, agarrándose con esfuerzo y ahínco a las largas faldas de su madre y da tirones de ellas, en su pertinaz y continuo intento de llamar la atención para que lo coja en brazos. ( Con afecto y cariño a Gloria y Generoso). |