EL TAMBORILERO En el Posito, detrás de las escuelas, cerca de la morera, vive el tío Miguel, un hombre más bien bajo y complexión fuerte, de manos rudas y callosas y escaso pelo, que el paso del tiempo ha ido blanqueando poco a poco. Más arriba, entre la Iglesia y el cementerio al final de una empinada cuesta, vive el tío Matías, un hombre delgado, moreno y fibroso, de facciones angulosas y duras y más o menos de la misma quinta que Miguel. Tienen muchas cosas en común. Como si el destino los uniese, en un momento de su vida han sido sepultureros y apenas saben leer y escribir. La escuela, como todos los de su generación, la han pisado poco. Desde niños el trabajo en el campo y el cuidado del ganado han sido su principal ocupación. El jornal, aunque escaso, venía bien en casa. La música es su pasión, aunque no saben que es un pentagrama o una corchea. Tocan de oído. Los instrumentos que usan los han hecho ellos mismos. Las flautas se hicieron de unas robustas cañas de huero, que crecen en el arroyo de los Lagares, a la altura del molino de la Robaldea. Con un grueso alambre incandescente y mucha paciencia se perfora la caña hasta dejarla totalmente hueca. Se templa a la lumbre, se labra y esculpe sobre ella con la punta de la navaja alguna figura de animal que la engalana: una mosca, que por su realismo parece que en cualquier momento se va a echar a volar; una lagartija de cabeza altiva que inmóvil mira al horizonte; un santorostro agazapado que parece dormido, pero siempre vigilante y dispuesto a echarse sobre una posible presa en cualquier momento. El tamboril, hecho con finas láminas de madera de castaño, que aún verdes, se ahorman y luego doblan hasta darle forma circular y hacer la caja. Las pieles, de los corderos que la familia mata en las fiestas navideñas y que curtió y preparó. Las baquetas del tamboril son de avellano. ¡Cualquiera diría que lo han hecho ellos con sus manos ¡ El ocho de septiembre, día de Nuestra Señora de los Melones, los mozos que entran en quinta, llaman al tío Miguel para amenizar la festividad y tocar y recorrer las calles del pueblo todo el día.. Los mayordomos de la fiesta, a su vez hacen lo mismo con tío Matías. Las campanas y el esquilín de la iglesia tañen de manera incesante llenando el pueblo y sus alrededores con su atronador repique. Desde el pilar de la Plaza suben los quintos cantando al son de las castañuelas; una ingente cantidad de muchachos les acompañan bailando y gritando al son alegre del tamboril. En la misa, durante la consagración, los tamboriles y flautas suenan al unísono tocando el himno nacional. El sonido armonioso y melódico de los instrumentos inundan la espaciosa nave del templo, hasta hacer erizarse el bello de los feligreses y ponerles la piel de gallina. Unos escalofríos, como pequeños pinchazos y calambres, me recorren todo el cuerpo. ¡ Qué sensación de bienestar¡ ¡ Qué quietud y tranquilidad! La solemne procesión llega hasta la plaza, y en la Puerta de Durán, al son del tamboril , se realiza el ofertorio a la Virgen: melones y sandías, brazos de gitano y bizcochones, aguardientes y coñac, … que salen a pública subasta y cuyos beneficios ayudarán al sostenimiento y gastos de la Iglesia. La fiesta continuará toda la tarde hasta bien entrada la noche, y mientras oscurece, con el ruido del tamboril de fondo, se irán iluminando con su pobre y mortecina luz, las escasas bombillas que jalonan algunos tramos de las calles, como si fuesen pequeñas y centelleantes luciérnagas en la noche. (Con el más sincero respeto y cariño a los tamborileros de mi pueblo).
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