Un artículo de un joven valentino He encontrado este artículo de Gabriel Moreno González en su facebook sobre la importancia de los pueblos. Como es público en facebook, no creo que pase nada por ponerlo aquí: LA EUROPA DE LOS PUEBLOS Gabriel Moreno González Publicado en la Revista Cortiza en 2010. Uno de los más bellos poemas de la literatura rusa es el que Pushkin nos ha legado con el nombre de El caballero de Bronce. En sus versos el gran escritor ruso nos recuerda los peligros que entraña la artificialidad de las ciudades para sus atribulados habitantes. En el relato, Yevgeny, harto de vivir en una pantanosa San Petersburgo, creada por y para el capricho del poder, se acerca a la estatua ecuestre de Pedro el Grande y maldice al Zar por construir su capital en un lugar tan insano. La imponente estatua, tras escuchar el soliloquio, toma vida y persigue a Yevgeny en medio de la noche por toda la ciudad hasta que el díscolo ciudadano se humilla y acepta los designios imperiales. Amén de la calidad y belleza de esta joya de la literatura universal, el poema reviste una rabiosa actualidad. El verdadero origen del enfado del protagonista no es otro que la aceptación forzosa de vivir en una ciudad artificial, «sin alma», creada por el poder y para el poder. Es una rebelión contra la metrópoli industrial y su deshumanización, una rebelión comenzada a principios del siglo XIX, donde podemos incluir a los pobres londinenses de Dickens, a los miserables y misteriosos parisinos de Víctor Hugo y Eugène Sue, así como a los humillados y ofendidos de Dostoievki o las calles laberínticas de los procesados de Kafka. El enfado del joven Yevgeny es el motín de los proletarios hacinados, de «los hombres del subsuelo», de los desvanes, tabernas, burdeles y sótanos grises y sucios que inundaban las urbes europeas. Al igual que antaño, en la actualidad nuestras interminables ciudades entierran a miles de personas en bloques de ladrillo y hormigón, en grandes termiteras que se expanden sin armonía por todas las capitales europeas y que cada amanecer escupen por el metro a millones de personas que, con semblante serio y maletín en mano, se dirigen a sus puestos de trabajo. Todos los veranos huyen de los cientos de «caballeros de bronce», de las estatuas ecuestres de los grandes promotores y ejecutivos que parecen pender sobre sus cabezas cual espada de Damocles mientras se quejan en su precipitada huida por los atascos y peajes... marchan hacia sus pueblos y pequeñas ciudades, de donde verdaderamente son y siempre serán. Esta clase de ciudadanos se puede sentir, no obstante, privilegiada si la comparamos con aquella otra que engloba a los que ya han olvidado los pueblos y el terruño de donde sus padres o abuelos partieron hace años para ganarse el pan y que no pueden realizar ese ejercicio de catarsis cada puente o estío. Unidos forman la gran mayoría de las hormigas de nuestros grandes y metropolitanos hormigueros. Sus casas, impersonales; sus barrios, fríos; su historia, ninguna. No nos estamos refiriendo aquí a todas las ciudades, sino a aquellas que han perdido todo arraigo; tampoco a la totalidad de éstas, sino a los grandes barrios y ciudades dormitorio que almacenan la mayoría de los potenciales consumidores. Esto conlleva, como ya prematuramente advirtió Ortega en su particular visión un tanto aristocrática[1], la pérdida paulatina de la esencia de Europa y lo que hace que, en definitiva, ésta solo la podamos encontrar hoy en nuestros pueblos y medianas ciudades. Para explicar este fenómeno, primero nos tenemos que detener en el propio concepto de Europa. Porque Europa es un concepto, una idea, más que un continente. «Europa, Europa...palabra fetiche, palabra remedio, palabra de salvación» decía Lucien Febvre[2]. La búsqueda del origen de Europa se perdería en las tinieblas de la historia sin encontrar una respuesta fiable, a no ser por la seguridad que poseemos de que sus pilares se asientan firmes en lo que Edgar Morin ha denominado «dialógica»[3], término que hace referencia al proceso de continua renovación de todos los campos de las ideas humanas con otras nuevas procedentes, a su vez, de distintos lugares y circunstancias que concurren en un espacio común: Europa. Es la existencia en este pequeño espacio de decenas de naciones, concepciones y visiones de la vida, de distintas cosmologías y metafísicas, que en un continuo fluir de renovación persiguen un único ideal: la verdad y el progreso. Utilizando términos hegelianos, Europa sería el resultado de la permanente lucha de tesis y antítesis que daría lugar a nuevas síntesis confrontadas en un futuro con otras visiones. La posibilidad de que Catalina II, desde Rusia, mantuviese correspondencia con Denis Diderot mientras este desde Francia estudiaba al inglés John Locke; que el Quijote fuese leído en su día por toda la intelligentzia europea o que las obras de nuestro paisano Arias Montano fueran editadas en Amberes, demuestra una vez más la singularidad de Europa. La cultura europea no es solo la herencia de la vitalidad grecolatina y el judeocristianismo, es también la eterna oposición entre corrientes que luchan en un permanente torbellino: empirismo/racionalismo; individuo/colectividad; inmanencia/trascendencia; fe/duda; religión/ciencia; Hegel/Kierkegaard; barroco/neoclasicismo; Don Quijote/Sancho Panza etc. Sí, en toda cultura existen estos procesos, pero no de una manera tan evidente y continuada. El arte chino de la dinastía Qin, varios siglos antes de Cristo, mantiene un parecido asombroso con el que se desarrolla justo antes de la llegada de los comunistas. Sin embargo, ¿quién es capaz de afirmar que la literatura de Homero es similar a la de Galdós? No obstante, ambos autores, separados por más de dos mil años, pertenecen a una misma tradición literaria: la épica. Pero no solo este proceso dialógico o «variedad de situaciones», a decir de Humboldt, se da en el mundo de las ideas, sino también en la praxis más inmediata. Aquí encontramos a la madre de todas las cosas: la guerra. The balance of power, término acuñado por Davenant ya en el siglo XVII, viene a englobar la dialógica práctica en los asuntos mundanos: es la eterna lucha por la hegemonía de Europa. El cetro católico de la España de los Austrias sucumbió ante el poder de Versalles, débilmente oscurecido por las cuchillas afiladas de la guillotina que pusieron a un nuevo rey, Napoleón, en el poder. Éste intentó hacer suya, y casi lo consigue, toda Europa y quizá fuese el que más cerca estuvo de conseguir el control absoluto del continente, el sueño deseado por todos los príncipes europeos desde la caída de Roma. Pero se volvió de nuevo al equilibrio de poderes, gracias a la siempre guardiana Gran Bretaña, cuya ambición hegemónica superó todas las fronteras y se instauró en el primer puesto tras la caída del Sire. Recogido el testigo, el equilibrio de poder nunca fue más tenso que a principios del s. XX, cuando las nuevas armas posibilitaron que el peso de la balanza se cobrase un número hasta entonces inigualable de vidas. Así llegaron las dos guerras mundiales que devastaron el continente y frenaron para siempre los deseos hegemónicos de unos estados-nación que ahora se veían, literalmente, entre dos superpotencias (Rusia y EEUU) y dos modos de ver la vida, hijos, y no extraños, de Europa. «El mundo está lleno de ideas europeas que se han enloquecido», decía Armand Petitjean. Las ideas europeas se expandieron y acabaron amenazando a la propia matriz que les había dado vida con la luz cegadora de la Nada atómica. Ortega decía de Europa que «era, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo». Pero ahora las abejas no luchan en los campos de batalla ni en los mares o cielos, pues su lucha se pierde entre un mundo multipolar que se ha nutrido de las ideas europeas y que mira por encima del hombro al viejo trasto que es Europa. ¿Qué nos queda, pues, de lo que hemos llegado a ser? ¿Cuál es la esencia de Europa que perdura? George Steiner la encontró un día paseando por un boulevard de París... «la Europa de los cafés, de las tertulias, de los nombres de las calles»[4]. Como en la canción de U2, podemos encontrar la deshumanización imperante de las grandes urbes postmodernas en el anonimato de las calles sin nombre, algo que nos recuerda, irremediablemente, a Estados Unidos. En las ciudades europeas no se ha llegado a tales extremos y sin embargo, el carácter crítico, la duda cartesiana que siempre ha corroído las cabezas europeas, «piojosas pero laureadas», se está perdiendo en un mar homogéneo de modos de vida importados. Lo más normal si paseas por una de nuestras atestadas calles es encontrarte adolescentes con gorras de béisbol y camisetas de basket mientras no paran de soltar «anglitonterías» al salir del burguer. No están apegados a ninguna identidad, a ninguna costumbre. El tan pronunciado «individualismo» se ha perdido en corrientes suburbanas sin sentido que campean por los barrios de ladrillo y hormigón. Después de tantas guerras y de tanta destrucción, después de quedar casi aparcados en nuestro rincón, lo único que nos queda es lo que fue Europa. Nuestra herencia, nuestro patrimonio. Podemos encontrar Europa mientras recorremos el casco antiguo de Praga o visitamos los castillos del Loira. Europa es también la Europa de las catedrales, iglesias, torres y palacios; es un museo al aire libre que debemos cuidar, pero un museo que posee, además de sus exposiciones, vida propia emparejada a éstas. La singularidad de sus habitantes va unida a su historia, cuyo fiel reflejo es su patrimonio. Es esta singularidad, este apego a la tierra y nuestra historia, lo que nos queda de Europa. Y hay un lugar donde ésta todavía fluye como antaño: nuestros pueblos. El proceso que ya se ha iniciado de americanización de las grandes ciudades europeas no ha lugar en las provincias y zonas rurales. No estamos hablando de la pasiva e inocente «intrahistoria unamuniana», de un «oblomovismo» inactivo o de «las dos Españas» de Machado, sino de los pueblos que han sabido conjugar el sabor dulce de su memoria popular con las nuevas oportunidades; pueblos que mantienen su substancia sin impedir el desarrollo armónico de sus habitantes. Solo en estos lugares se mantiene intacta la riqueza europea; solo en ellos podemos aún escuchar el triste repicar de las campanas mientras disfrutamos de los días soleados en nuestras terrazas y bares sin estar asfixiados por la muchedumbre, ni perdidos en un mar sin rumbo; solo en los pueblos Ortega hubiera encontrado su sitio libre en los teatros que tanto temía perder. Esta es la enseñanza que debemos recoger de la herencia de Delibes. Dice El Mochuelo, uno de sus inolvidables personajes: Seguramente en la ciudad se pierde mucho el tiempo y a fin de cuentas habrá quien al cabo de catorce años de estudio no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. Aunque ya no sea época de guerras hegemónicas o de grandes corrientes de pensamiento, sino de loco y eufórico «centrocomercialismo», nosotros, desde las tribunas de nuestros pueblos y medianas ciudades asistimos distantes al Austerlitz de las rebajas y las compras, mientras acariciamos la estatua de Pedro el Grande sin miedo a que nos persiga... porque la cosecha siempre oscurecerá la loma otra vez. [1] José Ortega y Gasset, La Rebelión de las masas. Tecnos. Madrid, 2008. [2] Lucien Febvre. Europa, génesis de una civilización. Crítica. Barcelona, 2001. Pág. 230. [3] Edgar Morin. Pensar Europa. La metamorfosis de un continente. Gedisa. Barcelona, 2003. [4] George Steiner. La idea de Europa. Siruela. Madrid, 2005. |