ALLEGRO...VIAJE A LA NAVIDAD (¡Que se pueda decir esto con razón de nosotros, de todos nosotros! Y también, como el pequeño Tim decía, ¡Qué Dios nos bendiga y a cada uno de nosotros! Final de "Cuento de Navidad" de Charles Dickens") Soy un loro. Un resignado loro parlanchín que cada vez repite menos, porque las fuentes de repetición se manchan de mácula de alquitrán y ladrillo y porque los loros también padecemos del gañote cuando quedamos a los caprichos víricos de la intemperie, y no sabemos ponernos la bufanda de cuadros de Miguel Bosé ni el pantalón de rombos de Torrebruno.(como actor era malo, muy malo, como los hermanos mala sombra, o los Dalton, que eran más numerosos y estúpidos) Pero en las Minas de abajo el aire de la Sierra del Puerto, untado de los perfumes encantados del océano tantas veces descubierto, se incrusta en mi cuerpo a modo de cuatrocientos once mil doscientos ocho puñales recién afilados. Soy un loro y, en este momento, embravecido o asustado por la agresión – más bien lo último – parezco una avutarda en busca del arca perdida del pienso del Gorrión, tal es mi estado de bola de plumas en la que me he transformado. Aquí descanso de las infinitas causas banales que me bañan a modo de chubasco, día tras día, sin llegar, pobre de mí, a desprenderme de ellas. Luchando en mi quietud de animal artrítico contra todos los demonios que pueblan mi mente y mi alma, contra mi voldemort particular. Pero en Extremadura hay un cielo de un añil diferente, existe un manto que ningún pintor, ni el más avispado Zurbarán, pudo pintar. Porque se trata del color que inventaron cuatro dioses extraviados: el del orgullo, el de la pasión, el de la búsqueda de lo ignoto y el de la valentía…. Soy un loro que descansa y veo el transcurrir de la vida sin extrasístoles ni firingoncias absurdas del que, creyéndose dueño y señor de sus vecinos y amigos, trata de agitar sus brazos al aire intentado arrogarse la función de mesías indulgente. El chaparro es sabio, pero en mucho le supera su madre encina cuando se conjunta con las fuerzas del universo de la dehesa, del silencio de nuestros campos casi desiertos. Sin embargo, no he venido a esta encina a hablar de las penurias de mi cuerpo y de las tierras que me dieron la vida y conformaron los tintes de mis plumas, ni de todos los vuelos que realicé, rasantes y troposféricos (¡Somulo con el loro!) por los cielos de este mi país. Los proscritos de la naturaleza, los que pasan frío en mitad del barbecho, los sin techo en este otro lado, poco protestan. Ellos no ven la televisión ni escuchan la radios y sus chascarrillos. Ellos pasan hambre cuando hay engorde de ganado y frío en las noches de helada cuando, sin embargo, existe la calefacción en los campos de hierba del “fumbol”. De “ la verea el lomo” vienen confundidos por el viento, unas canciones. Son villancicos. Voces de chavales embutidos en las bufandas y consejos de sus madres: Luces en el pesebre Luces en su rostro En el lienzo de Dios Entre pastores y desiertos Entre pugnas y anhelos ciertos ¡Ha nacido Dios en cada pueblo! Desde esta estación veo la pausa de las cosas en Alcollarín. Los coches lentos como caracoles que parecen arrastrarse por la carretera hasta llegar al alto de Zorita mientras los habitantes de la “gran ciudad” que se dejan caer por estos parajes, se pegan a ellos como orugas de la “procesionaria”. La lentitud de la sabiduría, de las causas que nacen en la naturaleza, nunca se amilana delante de la explosión de luces, de sonidos estridentes y de vientos artificiales que nacen en la gomorra particular de las celdas de los panales de humanos con aguijón que habitan en los alrededores de las ciudades. Pero ellos son guardianes del ogro baboso, barbudo y oloroso que mora en la Capital. Y no hay ruidos reconocibles. Y las barbas del ogro ahogan nuestros deseos porque mojan la ilusión, las costumbres ancestrales y la pasión. Desde esta estación, aquí aparcado, oigo los cencerros de la “birria” apretujada junto a la charca de las minas de arriba, oliéndose sus propias entrañas, respirando su futuro y buscando la nota afinada de la Nada. Allí, junto a esas ovejas desalmadas, junto a esa añoranza del cordero de Dios, de las velocidades entrópicas, me parece observar la escena de los gitanos, de una familia adornada de sombreros, vestidos multicolores y exagerados y de ademanes de otro mundo. Es una boda gitana. Un cántaro de barro lanzado al aire. Un silencio. Una explosión en cientos de añicos de la esperanza en lo intacto, en lo inexplorado. Un júbilo repentino, después de esas miradas de tensión, la mirada del padre gitano que escruta la virginidad de su hija, como si fuera la de él mismo. Demasiada algarabía. Todo es desmesurado en esa celebración. En esa boda de gitanos. El cántaro que se rompe y se componen las vidas como por arte de magia. Allí veo los cánticos provenientes de aquella fiesta, entre la charca donde ahora vaga el rebaño. El rebaño que me mira desde su quietud. Y en las gentes de bien Luces en los ocasos Tinieblas en el sol, Ascuas en el invierno Para ofrecerte todo mi amor. Hace frío. El hielo incrustado en mis pulmones de loro centenario. De aquel que ha vivido tantos sucesos y no recuerda ninguno. Las luces se encienden y se apagan. Pero cuando vuelo por encima de la niebla me parece estar navegando en mi barca de hojas de higuera flotando encima de las hojas de las casas que emanan amor y querencias. Llego al bar de la Fe. Falta Manolo, mi amigo. Pero está presente y me parece observar entre el letargo que atenaza mis plumas y mis pensamientos una presencia , una mirada repleta de ironía, un guiño que se pierde entre los ángulos de la antigua discoteca. Millones de cuerpos sin cuerpo, de seres agitándose entre la oscuridad de la noche estrellada. Algunos amigos, muy nuevos, que ya se fueron, que ya nos dejaron sin siquiera decir adiós. Digo adiós con mi ala, como si también estuviera diciendo hasta la vista a un pasado, a un tiempo que nunca volverá y que quedará anclado en mis recuerdos de adolescente, como si el recuerdo de aquella época fuera más luminoso que el actual y nada de lo que nos ocurre pudiera equiparase a esa situación. Pero la brisa de la noche de Agosto calma las resacas del alma, y el cielo acribillado de balas de fuego te succiona y te transporta a las dimensiones de la calma y el dibujo. La brisa, la noche, la calma y el fuego no son de este mundo. Los pájaros no bebemos ponzoñas alcohólicas. El alcohol debe ser puro igual que el agua de Jarandilla. En la barra del bar me encontré a la Fe. Es cierto que los pájaros rara vez saludamos a las personas, es decir, nunca o casi nunca. Pero la Fe es patrimonio de un pueblo. Es la mujer de las dos mil sonrisas que, a pesar de su tristeza, de su luto perenne, siempre nos regaló desde niños su mejor mejilla, su mejor palabra. Su mejor atención. La hice un guiño de loro y ella me respondió con otro. Y me habló y yo la hablé como solo hablan los loros. Torpemente. Después del saludo me quedé en la puerta. Aquellos dos tipos que bebían copas como descosidos no merecían mi confianza. La Fe entendió mi postura y nada me reprochó. Al fin y al cabo desde la puerta podía contagiarme sin ningún problema del calor que emanaba la estufa de picón. Aquellos dos tipos merecieron siempre mi desconfianza. Uno era alto, enjuto y enfundado en un raído y desfasado traje negro. Como si fuera de luto o el propio muerto recién resucitado. La caspa le rezumaba hasta las cejas, hasta el bigote negro y desaliñado. Su acompañante era su antítesis física. Rechoncho, calvo, cabezón, barrigón, pero cuya barriga afilada engañaba un aspecto que, finalmente, se presentaba en forma de piernas delgaduchas y brazos enclenques. La cara roja surcadas por cientos de venas. Del que bebió más de lo que pudo empaparse. Del que bebió su vida y no recibió la contrapartida añorada… - ¿Has visto a esa muchacha tumbada en el arcén? - ¿Dónde, amigo? - En el arcén, en las minas de arriba...- Afirmó el hombre alto vestido de negro. - ¿Dónde se juntas todos los aires del mundo? - Donde el hombre presuroso persigue a la tortuga sabia - ¿Qué le ha pasado a esa muchacha, amigo?- El hombre enjuto bebe un trago de vino. Carraspea. Mira hacia donde yo me encuentro empapado en humedad y frío. Mira hacia la Fe. - Mucho y nada. - ¿Qué quieres decir. Ha muerto? - Si. Murió. El coche se dio a la fuga como ocurre en tantos otros accidentes. Camino de zorita, sin mirar atrás, sin reflexionar sobre el futuro que le esperaba a la muchacha. A esa moza que asomaba por primera vez a la vida. - ¿Murió? - Si. Murió. - ¿Y nadie la socorrió? - Los caminos están vacíos. Mucha gente hace la vista gorda… - Yo nunca miraría para otro lado. - Tú. Amigo mío, serías el primero. El primero en mirar para otro lado. El primero en decir…, ¡Corre, espabila, esta historia no va con nosotros! ¡Corre! - ¡Mentira! – El hombre ancho de carnes se retorcía nervioso. Yo me escondí para que no me involucraran en su historia. Nunca me gustó el sabor de la muerte que vence a la vida. - Todo está dicho. Nos vamos . ¿Cuánto se debe? – Pagaron y se perdieron los dos camino del Alto, sin mirar hacia atrás, discutiendo sin parar, como posesos. Y sus sombras se difuminaron entre Zorita y Alcollarín. Y yo volé hasta colocarme en la charca de las minas de arriba, entre las ovejas. Sin que me escucharan. - ¿Quién tuvo la culpa? – Dijo el barrigón. - La culpa la tuvo el que miró y no vió. - ¿Quién tuvo la culpa? - El que la atropelló, la mutiló, quebró su voz para siempre, hirió su música humilde y aniquiló el motivo de su existencia, - ¿Quién tuvo la culpa, amigo? - Nunca fui tu amigo. Nunca lo seré. La culpa, amigo mío, fue del coche que conducía con aquella rapidez y se saltaba las curvas y rechinaban las ruedas. - ¿Quién tuvo la culpa amigo? - Tú, tu tuviste la culpa. Y yo decidí volar más alto, como solo alguna vez lo hice. Volando a mil pies de altura, por encima de la niebla, volando por encima de los sentimientos me dirigí a mi encina en mitad de la dehesa. "Allegro ma non troppo" hacia mi domicilio con vater y calefacción. Y dije adiós a la Fe y a mis amigos de siempre. Y dije adió a la Navidad, a la cual, también, considero mi amiga y se me transformó, como por arte de magia, en la chica atropellada y ultrajada en el alto de Zorita. Agur
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