Riocerezo - Burgos

En los tiempos de la Quinta del Buitre yo me preparaba ceremoniosamente antes de sentarme con mi padre a ver los partidos del Madrid por la tele: agarraba mi bocina madridista que soplaría con mi aliento de diez años tras cada gol de los blancos, mi bufanda morada y la gorra con el escudo del equipo, que colocaba sobre la cabeza de mi mascota preferida, un Gizmo (la adorable estrella de Los Gremlins) de peluche. Arrastraba aquel equipaje hasta el sofa para sentarme junto a mi padre, quien también se había rodeado de sus objetos preferidos: una cerveza, un platillo de patatas fritas y unas aceitunas. Colocaba a Gizmo frente al televisor, y así mirábamos los tres juntos al Real Madrid ganar o perder, aunque generalmente lo primero. Estábamos contentos cuando ganaban. Con cada gol yo soplaba la bocina y mi padre cantaba como los locutores de la radio. Elevaba su cuerpo de gigante del sofá y levantando los brazos estallaba en un grito que asustaba al perro: “¡Gooooool!”. Si el partido estaba muy igualado y era importante llegábamos a abrazarnos.
Yo me alegraba genuiname con cada victoria porque nos acercaba más y más a ganar la primera Liga de mi vida. El Real Madrid ganó la Liga de aquel año, 1986. Y tras esta vino otra, y así hasta cinco seguidas. Yo, lejos de aburrirme de ganar, seguía sentándome a ver cada partido con mi padre, Gizmo y la bufanda y seguía soplando la bocina con cada gol.
El Real Madrid no volvió a ganar la Liga hasta cuatro años más tarde. Entonces yo ya tenía diecinueve años y no veía los partidos con mi padre, sino con mis amigos en el bar.. El Madrid venció, pero yo no lo viví de la misma manera. Ya no era algo nuevo. Cuando la Quinta del Buitre ganó cinco ligas seguidas en los ochenta había sido la primera vez para mí que había sucedido aquello. Sin embargo, aquella Liga no era sino otra más. Yo me había hecho mayor y mi equipo no ganaría el campeonato por primera vez nunca más. Calculé que en lo que me restaba de vida podrían hacerlo aún unas treinta veces, y aquella cifra me produjo hastío. No encontraba la manera de alegrarme por un suceso que iba a tener un lugar una vez tras otra a lo largo de mi vida. Cada partido me parecía vacío de significado y de emoción. En vez de mirar a la televisión charlaba con alguno de mis amigos, de las clases o de chicas, de cosas que nos sucedían por primera vez.
Poco a poco dejé de reunirme con mis amigos para ver partidos. El fútbol ya no me interesaba. Tampoco lo echaba de menos, salvo cuando iba a visitar a mi padre algún día que echaran al Madrid por la tele. Nos sentábamos a verlo juntos, pero si marcaban yo no reaccionaba, a pesar de que él seguía gritando gol de la misma manera: “¡Gooooool!”. Tampoco teníamos ya un perro que se asustara. Yo ni tan siquiera conocía los nombres de algunos juadores de nuestro equipo y eso me entristecía. Me pregunto si a mi padre también.
En España, al fin y al cabo, uno nunca deja de saber algo de fútbol, te guste o no, porque la gente a menudo no habla de otra cosa y ves las noticias en el telediario o los periódicos. Pero ahora que vivo en otro país es muy distinto. Aquí no se oye hablar de fútbol nunca. Nadie conoce al Real Madrid, y mucho menos a Butragueño. Tienen sus propios deportes, que a mí me resultan tan extraños como a ellos los míos. Eso me hace sentirme extranjero. Es algo que no se entiende cuando estás un tu país. En España te puede o no gustar el fútbol, pero aunque no te guste no deja de ser una referencia, algo que todos conocen. Es lo que los padres hacen con los hijos, lo que los jóvenes comparten en los bares. Aquí simplemente no existe, y esa diferencia te constituye como alguien de fuera.
Hace poco contraté un servicio de televisión por cable por el que puedo ver Gol TV, un canal por el que retransmiten muchos partidos de la Liga española. He visto algunos partidos del Real Madrid últimamente. Raúl tiene el pelo largo y barba. Eso me hace sentirme muy alejado de mi país. Cuando yo me fui llevaba el pelo corto y se afeitaba. Pero se ve que en mi ausencia el cabello crece y la gente decide dejárselo largo o cortárselo, aunque yo no esté allí para mirarles. Mi padre seguro que sabía que Raúl llevaba pelo largo y barba, los habrá visto crecer poco a poco, pero no me ha dicho nada por teléfono. Claro, que habría sido un poco estúpido que me dijera: “Sabes que Raúl se ha dejado el pelo largo y barba?”, “Qué Raúl?”, diría yo. “El del Madrid”, respondería él. No debería ser estúpido decir cosas así, me ayudarían a no estar lejos. Pero tampoco puedo esperar que mi padre me ponga al día de toda la gente que se corta o se deja crecer el pelo o la barba.
Ahora me gusta ver fútbol por la tele, más que cuando me marché de España. No porque tenga un interés propio en la competición, como cuando tenía diez años sino porque me pone en contacto con un mundo al que pertenezco. Mirar lo que otros miran, aprender los nombres de las nuevas estrellas, ver como las viejas decaen, como los entrenadores van y vienen, como los diseños de las camisetas se renuevan, clasificarse o no clasificarse para el campeonato del mundo, los partidos a las cinco en invierno, a las siete en primavera cuando todavía hay la luz templada del atardecer, una de las señales de que el invierno ha pasado. Hay algo en la contemplación de esa repetición de ciclos que me alivia. Aunque no conduzca a nada y todas las victorias y alegrías de un año no sirvan para la temporada siguiente. Precisamente ese no avanzar a ningún sitio es lo hace que el fútbol logre, como las rutinas, detener el tiempo.

Yo antes detestaba los domingos barceloneses. La quietud de la ciudad la enrarecía enormemente y era una sensación que no me gustaba. Hoy estoy deseando volver a aborrecer ese día de la semana.
A tu regreso, cuando te pase desapercibido el peinado de Raúl, recordarás la emoción que has descrito anteriormente y sonreirás. O quizá no... señal de que todo ha vuelto a la normalidad.