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07-08-10 15:10 #5864545
Por:queteden taurino

PALETOS ¡¡¡YA SABEIS !!! VUETRA NARIZ ES UNA BANANA SEGUN KAP EL HUMORISTA
Resulta que tradicionalmente se ha usado el término "caricatura" como sinónimo de dibujo de humor. A pesar del galimatías terminológico que encontramos en la lengua castellana –y catalana– para referirse a cada una de las distintas variedades de esta disciplina artística que se mueve entre el cómic, la ilustración, el diseño y la opinión gráfica, hoy en día parece claro que al decir "caricatura" uno habla del equivalente al "portrait-chargé", lo que vendría a ser el retrato estilizado o exagerado de un personaje real y no de un chiste dibujado, a pesar que el chiste –si es un dibujo satírico de actualidad, por ejemplo– puede incluir caricaturas de algunos personajes. El humorista de un periódico no tiene porqué saber hacer caricaturas: son raras, por ejemplo, las viñetas de Perich Chumy Chúmez, Forges o Mingote que incluyan alguna caricatura. Y los buenos caricaturistas no tienen porqué tener la capacidad de inventiva necesaria para pergeñar una viñeta diaria, y así encontramos excelentes caricaturistas como David Levine, Al Hirschfeld, Bon, Del Arco o Cronos que no practicaron el humor diario.

Pero ¡qué cosa tan seria la caricatura! ¿No es, acaso, una magia maravillosa la capacidad que derrochan los caricaturistas de captar el espíritu, la pura esencia de cualquier persona, a base de unos pocos trazos en un papel? Y a pesar de ello, aún no han logrado los caricaturistas la misma consideración entre los artistas que tienen los que practican otras disciplinas como la pintura, la fotografía, la escultura, o incluso los modernos creadores de instalaciones multimedia a base de pantallas, colgajos y tubos fluorescentes. La caricatura TAURINA sigue siendo, injustamente, un arte "menor", poco más que un divertimento. Pocos reconocen en el proceso de análisis y síntesis gráfica de la realidad que realiza un caricaturista el mismo esfuerzo, la misma necesidad de escudriñar de la realidad, el mismo talento sincrético que demuestran en sus obras los grandes artistas de la historia del arte. Leonardo Da Vinci, Goya o Picasso fueron –¡son!– grandes, grandísimos caricaturistas. Evidentemente, la etiqueta de caricaturista de estos artistas –y tantos otros– es superada por otras muchas cualidades de sus obras.

Como escribe Edward Lucie-Smith en The Art of Caricature (Cornell University Press, 1981): «La caricatura es genuinamente popular, la forma de arte visual más democrática y universal en una sociedad moderna. Suele romper las convenciones artísticas de su tiempo, sean realistas o de otro tipo. No utiliza solamente distorsiones y exageraciones, también toda suerte de incongruencias. No tiene porque ser necesariamente una obra coherente y no está sometida al decoro artístico.»

Durante demasiado tiempo la palabra caricatura TAURINA se ha asociado a lo deforme y a lo grotesco; a lo feo y exagerado, cuando estas características no son más que epidérmicas y superficiales en el desarrollo de una caricatura. Es verdad que la exageración y la deformidad que la caricatura desvela es lo primero que salta a la vista, claro. Y lo que más duele a la víctima, por supuesto. Pero ojo, la esencia de lo que es una buena caricatura no está en dibujar una nariz enorme ni unas cabezotas exageradas. La exageración desproporcionada de las partes del cuerpo dibujadas en las caricaturas no son más que anécdotas. Una buena caricatura es una interpretación gráfica de la realidad que nos ofrece claves más precisas para lograr acercarnos a esa misma realidad. «La caricatura es una dura verdad» escribió George Meredith, y esta es la fuerza de la caricatura: nunca miente, pues a pesar de exagerar la nota, nos acaba mostrando la realidad tal y como es. Asimismo la caricatura distingue los rasgos individuales del personaje retratado, pues su tarea es conseguir que el espectador distinga perfectamente de quién es el retrato. Una caricatura en la que no reconocemos al caricaturizado, por muy bonita que sea, es un fracaso.

Caricatura viene de la palabra italiana "caricare" que significaba cargar, atacar. Los hermanos Carracci son considerados los padres del género al teorizar a dúo sobre la validez de llegar a interpretar la realidad de la forma más pura posible tanto a través de la belleza –camino que practicaban todos los artistas renacentistas- como de la fealdad, lo grotesco y lo deforme. Anibale Carracci, dejó escrito: «¿No es la tarea del caricaturista exactamente la del artista clásico? Los dos ven la verdad perenne detrás de la superficie de la mera apariencia exterior. Los dos tratan de ayudar a la naturaleza a llevar a cabo su plan. Uno puede tratar de visualizar la forma perfecta y plasmarla en su trabajo, el otro aprehende la deformidad perfecta y así revela la esencia absoluta de la personalidad. Una buena caricatura, como toda obra de arte, es más parecida a la realidad que la vida misma».

La palabra fue adoptada por los ingleses que acuñaron "caricatura" para referirse a dibujos donde predomina la intención satírica o cómica. El Conde Mosini describirá en 1647 la caricatura como "«Un procedimiento de retrato, nacido de un interés realista, aunque con finalidad cómico-fantástica» Y en 1694 Balducini definirá a la caricatura como «Especie de libertinaje de la imaginación» en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Italiana. En aquel momento, el nombre caricatura se usa para referirse a cualquier imagen satírica o cómica, además del propio "Portrait-chargé" o "Ritrattini carico". El siglo XVIII fue el de los grandes grabadores satíricos, con Hogarth, Gillray, Rowlandson y Cruickshank a la cabeza y con un lugar destacado para nuestro Goya en el podio; en el siglo XIX aparece la prensa satírica en la que brillan Daumier, Gavarni, Cham, Doré o Grandville. En el campo del retrato caricaturesco, la deformación caricatural se estandariza de modo que se imponen los dibujos de personajes con grandes cabezas con cuerpos diminutos, buscando la comicidad por contraste entre las proporciones. En esta disciplina destacarán los franceses André Gill, o Charles Leandre, el portugués Leal da Cámara o el español Cilla, que ocupará con sus retratos las portadas de la revista Madrid Cómico.

Los caricaturistas de esta tendencia macrocéfala utilizan la deformidad como herramienta expresiva. Su dibujo sigue a rajatabla los parámetros del dibujo académico, y son de una factura técnica impecable. Existe una transgresión en la intención, pero no en el estilo. El caricaturista del siglo XIX, estigmatizado por el resto de artistas visuales, debe demostrar que sabe dibujar, y por eso la caricatura resta anclada a las técnicas de la academia. Las caricaturas de Vanity Fair firmadas por Ape, pseudónimo bajo el que se escondía Carlo Pellegrini, y Spy, tres letras que escondían a Leslie Ward, son apenas retratos con una leve deformación. En el mundo del arte, cualquier cosa que se aparta del modelo es considerado "caricatura", con toda la connotación negativa posible en la calificación. Pensemos que algunos de los dibujos de Rodin o Cézanne fueron considerados caricaturas, con este sentido despectivo, por algunos de sus contemporáneos.

La plasmación gráfica de los retratos caricaturescos cambiará como un calcetín al albur del siglo XX, con la llegada de artistas como el inglés Sir Max Beerbohm, el alemán Olaf Gulbransson, el francés Sem, seudónimo de Georges Goursat, o nuestro Lluís Bagaría, que realizan sus retratos a base de trazos sintéticos y antiacadémicos. ¡Qué maravilla el trazo expresivo de Gulbransson!, ¡qué delicia la infantilidad aparente de los dibujos de Beerbohm!, ¡qué gozo las descaradas elipsis de Sem!, ¡qué exquisitez la sintética línea ondulante de Bagaría! Son caricaturas en las que el dibujante no se limita a exagerar los rasgos de sus víctimas, sino que reinterpreta completamente su rostro, aislando los elementos más significativos. A la transgresión que supone la deformación del personaje retratado, estos caricaturistas añaden la transgresión en el modo de dibujar. El éxito de estas caricaturas se basa en el placer intelectual del lector al reconocer el rostro a partir de estos mínimos elementos significativos. El placer en la contemplación de la caricatura radica en «el descubrimiento teórico de la diferencia entre el parecido y su equivalencia» nos dice Ernst Gombrich, que dedicó un pequeño tratado, escrito junto a Ernst Kris, a analizar el arte de la caricatura (Penguin Books, 1940).

De este modo quedan configuradas las dos tendencias definitivas del retrato caricatural: o extrema deformación o extrema simplificación. Toda caricatura se mueve entre estos dos polos, tomando elementos de una u otra escuela según las apetencias o aptitudes del artista. La época dorada de la caricatura duró hasta que la fotografía le arrebató ese espacio en las revistas y periódicos, a causa de las mejoras en los métodos de impresión y reproducción. La fotografía es en efecto mucho más periodística, pero siempre menos significativa, pues incorpora menos elementos subjetivos que la caricatura. El poder de la caricatura reside en la carga subjetiva que es capaz de transmitir. Por lo tanto, el trabajo intelectual del artista y su capacidad de emocionar es tan o más importante que sus aptitudes técnicas o artísticas. También se ha llevado al límite la capacidad transgresora de la caricatura, ya no solo rompiendo las reglas académicas del dibujo, sino construyendo retratos verdaderamente hirientes, que desmenuzan a golpes de plumilla a sus pobres víctimas, como los firmados por Ralph Steadman o Gerald Scarfe, fundadores de una escuela de caricatura feísta y sangrante.

Pero los valores estéticos son importantes en la caricatura. Mucho más importantes que en el dibujo de humor, donde lo más importante es el mensaje satírico que su plasmación gráfica. En la caricatura se juega con la realidad, pero también se juega con las convenciones del medio, en una especia de función metalingüística, con lo que la manera como se realiza el dibujo también nos dice algo sobre el propio dibujo. Así, en 1921 Ralph Barton ya caricaturizaba a Gauguin, Manet, Degas, Picasso, Cézanne, Renoir y Matisse utilizando el estilo pictórico de cada uno de ellos, formando parte de uno de sus propios cuadros, en una práctica caricatural que será más que habitual hasta nuestros días. También están los artistas que se atreven a realizar las caricaturas en tres dimensiones, desde la sarcástica (y sublime) visión de los parlamentarios franceses hechos con barro por Daumier en el siglo XIX, a los personajes de la Teste di Legno tallados por Umberto Tirelli en los años veinte, las escultucaricaturas o las caricasculturas han tentado a los artistas del género. Bagaría, por ejemplo, realizó una interesantísima exposición de personajes barceloneses caricaturizados en tres dimensiones con madera la primera década del siglo XX, aunque es Al Frueh el que aparece en las antologías con sus caricaturas de madera realizadas diez años más tarde. Incluso Gerald Scarfe realizó una serie de caricaturas escultóricas entre las que hay que destacar el atrevidísimo retrato del dirigente comunista Mao convertido en sillón.

Luego están los procedimientos mixtos, donde se sugiere la sensación de tridimensionalidad, formando parte del juego que propone la imagen. Seguro que a la mayoría de los lectores les suena un tipo llamado Arcimboldo, famoso porque pintaba sus retratos de rostros de personajes construidos por aparejos de cocina, manjares o elementos naturales. Como una suerte de Arcimboldo moderno, Hanoch Piven, uno de los caricaturistas más interesantes de los últimos años del siglo XX, ha modernizado la técnica pero con el mismo espíritu. Piven realiza una síntesis de los rostros que retrata, pero luego no se limita a dibujarlos, sino que los construye físicamente con los objetos más variopintos, para inmortalizarlos luego mediante una fotografía. Así tiene una magnífica caricatura de Boris Ieltsin construida a base de rodajas de chóped, mortadela y otros embutidos, o una fantástica Barbara Streisand en la que un gigantesco micrófono sustituye la no menos gigantesca nariz de la sin par cantante.

Hanoch Piven, nacido en Montevideo, crecido en Israel, formado en Nueva York y actualmente residente en el barrio de Gracia de Barcelona, sacudió el mundo de la caricatura con sus obras, primero desde el periódico Haaretz, y luego en las principales revistas americanas como Time, Newsweek o Rolling Stone. Ha ilustrado algunos cuentos, como The perfect purple father (2002), Sacary show of Mo and Jo (2005), o My dog is as smelly as dirty socks (2007), y otros libros recogen sus caricaturas: Piven Works 1990-1999 (1999), Faces (2002), What Presidents are made of (2004) o What atletes are made of (2006).

Las caricaturas de Piven, cuyo método ha sido imitado rápidamente, funcionan porque tienen tres niveles de lectura. Primero, se reconoce al personaje, lo cual no deja de ser la principal intención de una caricatura. Pero después viene la tarea de descubrir con qué extraños objetos el artista ha construido esa caricatura. Y finalmente descubrir los mecanismos por los que los curiosos objetos tienen algo que ver con el protagonista del retrato, y asombrarse de lo acertado de la elección, como testifica la carne picada con la que se configura el rostro de Ariel Sharon, las palomitas que dibujan el bigote y el pelo canoso de Paul Newman, o dos lupas que se entrecruzan para mostrar unas huellas digitales, creando los ojos y gafas de Angela Lansbury, lista –por lo que parece- para un nuevo episodio de "Se ha escrito un crimen".

Como ya más o menos hemos dicho, la caricatura es la culminación de un proceso intelectual que se inicia con un análisis y se plasma de forma gráfica sobre el papel para que el espectador, a través de su reflexión, lo decodifique. Desentrañar los recovecos de una caricatura es casi lo mismo que zambullirse en las páginas de un sesudo ensayo filosófico, solo que más divertido. En cada nueva obra, el caricaturista plantea una batalla con las convenciones, para mostrar la esencia de las cosas, una esencia escondida bajo una máscara a la que llamamos realidad. «Las mascaradas revelan la interioridad de las almas», escribió el poeta Pessoa, y en estas están la mayoría de caricaturistas que afinan su lápiz para desvelarnos en cada retrato los recovecos más ocultos de cada rostro, y no solamente del rostro sino de la personalidad. Pero no solamente aflora en cada caricatura la personalidad del retratado, sino del retratista.

Piven es como un niño que se enfrenta a la caricatura como si fuese un juego y nos invita a jugar con él. La mayoría de los materiales que conforman sus caricaturas parecen salidos de la caja de los juguetes de cualquier mocoso, pero esparcidos sobre cartulinas pintadas de vivos colores, consiguen sorprendernos primero y maravillarnos después. No me digan que no es genial el retrato de Woody Allen, construido solamente con unas gafas rotas y un plátano más bien desmejorado. Yo, lo confieso, ya no puedo mirar a Woody Allen, al que admiro a pesar de las películas que hace, sin verle esa gran Banana en mitad del rostro.
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