Badalona - Barcelona

quisiera remarcar uno de los logros fundamentales acometidos por el separatismo durante los últimos treinta años, aunque su concepción ideológica se remontaría a finales del S. XIX. Partiendo de la infinita estupidez y cobardía inherentes a un pueblo –el español en general– que tuvo que mendigar la democracia de quienes se la arrebataron y merced al monopolio nacionalista de la enseñanza, las instituciones, y ese descomunal emporio de propaganda que inunda todas las esferas de la sociedad, finalmente han conseguido incrustar en el inconsciente colectivo de la masa (verbigracia: c.h.u.s.m.a) sus perversas asociaciones y complejos con respecto al idioma catalán.

La primera y más repugnante es de tipo clasista: según su visión, hoy en día el español es de pobres y desarraigados. Es el lenguaje de la e suburbial, de los subalternos, los delincuentes, forajidos y demás calana. Como hace unas décadas ocurría con el catalán, hoy el castellano no queda chic en ambientes pudientes y menos en la llamada "sociedad civil", donde simplemente ha sido barrido. Pero no sólo eres un marginal si hablas español, aunque para mí sea un aliciente más para usarlo si me excluye de la hipocresí burguesa. Lo sensacional es que han disimulado un miserable y trasnochado desprecio de clase dándole la vuelta mediante una manipulación histórica plañidera y victimaria.

Así, además de lo antedicho, el castellanohablante es el heredero irreconciliable del supuesto genocidio franquista -un peligro siempre latente, como los moriscos quintacolumnistas- y por tanto no sólo alguien despreciable, sino un enemigo a combatir hasta la conversión o expulsión. Ni que decir tiene que cualquier espíritu con un mínimo grado de autonomía mental luchará por escapar de semejante manicomio. Desde cualquier óptica ético-moral, es deleznable asistir al resurgimiento de unos tópicos clasistas tan trasnochados, superficiales, falsos e injustos en cualquier caso. Sólo el desconocimiento de la historia y la exaltación del tribalismo pueden mantener vivo este ideario. ¡Ahí los tenéis! Un catalán puede campar a sus anchas por España y los demás deben arrodillarse ante él por su lealtad, mientras que el resto de españoles tienen vetadas hasta las funciones más elementales en su cortijo si antes no han pasado por la lavadora nacionalista. Si se ha llegado a tal extremo es sobre todo por culpa de España.

Se ha permitido a una minoría t.r.a.i.d.o.r.a e insignificante tomar parte en la redacción de una Constitución nacional. Se ha mercadeado con sus migajas electorales por avaricia política, otorgándoles un papel grotescamente mayor al que proporcionlmente les corresponde. No se ha defendido la historia de España, nos hemos avergonzado de nuestro pasado durante demasiado tiempo. Hay que empezar por reivindicar los orígenes comunes, o sea la Roma Imperial y el Estado-Nación visigodo consumado por Recaredo en el siglo VI. Hay que escupirles en la cara a estos meapilas atávicos que sus fantasías jamás han pasado de eso: un embuste para paletos y usureros. Que jamás existió un reino de Cataluña, que Cataluña misma no es más que otra consecuencia del desastre que padeció esta nación durante la devastación musulmana, y para mayor oprobio acunada por los Carolingios hasta su traición inevitable. Que es legítimo y justo que sea Castilla, la tierra indómita que más contribuyó a liberarnos del yugo islámico, quien enarbole el estandarte también lingüístico de la España renacida. Que no hay que confundir la parte con el todo, que Cataluña es parte de España y no al revés. Que Jaime I era aragonés, que fue el Cid quien primero entró en Valencia; que si por ellos fuera, España seguiría siendo un mar de moros y su raquítica expansión mercantil Mediterránea no puede ni compararse con la epopeya del descubrimiento y conquista de América. Que es una demencia suicida amputrse el idioma español por puro fanatismo rencoroso, sabiendo objetivamente que constituye una herramienta de comunicación muy superior y sin querer entrar en descalificaciones cualitativas de tipo sentimental. Ni siquiera en Irlanda, nación soberana, es tan imbéc de prohibir el inglés. Que los llamados inmigrantes de los años sesenta del siglo pasado no eran tales, pues se trataba de ciudadanos humildes que circulaban dentro de las fronteras de su propio país y vinieron a levantar un tejido industrial a costa de sangre, sudor y lágrimas para que encima ahora sus vástagos sean convertidos en carne de cañón de las chifladuras de sus explotadores enriquecidos.

Pero insisto: aquí no hay resistencia, no hay crítica… creo que fue Boadella quien dijo que uno de los rasgos más característicos del manicomio catalán es el silencio. El silencio del encefalograma plano, del esclavo sumiso resignado a su destino. Otro que lo vio a tiempo fue Federico Jiménez Losantos y así le fue… ¡pero aquí no hay terrorismo, hombre! Si incluso elevamos a la categoría de mártir a Ernest Lluch, un señorito iluminado –cuyo asesinato emuestra su error conceptual– que pretendía redimir a los etarras con su verborrea separatista de leguleyo. Y tenemos como vicepresidente a un hijo de Guardia Civil maño que quería impedir las bombas de ETA sólo para que no españolizaran la vida catalana. Hay algo de bajo y arrastrado en esas masas de andaluces y extremeños que tan alegremente han asumido los postulados de sus señoritos, renegando de sus raíces y dignidad. Delata y confirma en cierto modo las peores infamias sobre su condición eternamente servil y acomplejada.

Y pensar que fueron ellos quienes permitieron el actual estado de cosas en Cataluña, bien es cierto que engañados con promesas de una convivencia natural, libre y espontánea por un catalanismo que todavía se disfrazaba de moderado e integrador y reivindicaba con justicia su derecho a existir sin opresión. La historia ha demostrado de lo que son capaces si se les da la oportunidad, la careta se les está cayendo. A menudo hablo con muchos ancianos que, no por senilidad, a duras penas chapurrean cuatro vocablos castellanos y entonces me pregunto qué clase de represión lingüística sufrieron durante los cuarenta años de dictadura para ni siquiera así haber aprendido algo del idioma común. Por supuesto, estos treinta años de nacionalismo han perfeccionado la técnica de depuración lingüística a unos nieles que ya hubiera querido el Caudillo para sí. Como dije, la salvación de España no me parece el asunto más importante.

Nunca he sido un patriota rabioso, y defiendo a España por una cuestión de afecto, de lógica y como bastión de la libertad ante estas alimañas. Si España se convirtiera en una secta parecida, actuaría de la misma forma. Lo realmente preocupante son la pérdida de libertades, el triunfo de la bajeza resentida, la involución histórica, la mentira impuesta, el fratricidio, la división artificial, el empobrecimiento resultante de una concepción estrecha y endogámica, la sangría financiera de estos caciques y sus caprichos, la destrucción deliberada de una comunidad de más de tres mil años de historia por parte de unos carroñeros sin escrúpulos, la disminución, el retroceso, el ir a menos en todos los sentidos humanos y materiales.

En fin, si algo tengo que agradecerles a esta caterva de plutócratas es mi renovado furor rebelde, mi orgullo individualista y la inquebrantable determinación que imprimen diariamente a mis viejos anhelos de establecerme para siempre en algún lugar muy lejos de aquí. No sé quién dijo que todo hombre decente debe sacudirse el polvo de su tierra y no volver la vista atatrás. Pues gracias por darme la excusa, señores, y que les aproveche su cortijo. A mí, tan pronto haya salido de aquí, me traerá al fresco. Desde luego no lo financiarán con el sudor de mi trabajo.