Zalamea de la Serena - Badajoz

Escribí esto una mañana de Agosto, mientras el sol paseaba por el corral y el inconfundible aroma de un rosal se adueñó de la mañana.

Otro año más Zalamea.......

Apunta el camino hacia Zalamea.
Bajo un sombrero de paja camina el hombre, una talega al hombro y un cayado en la mano son su compaña. Los borceguíes tan cansados como sus pies, acumulan un suave manto de polvo que a modo de alfombra volátil, se extiende por la ruta en su tórrido recorrido.
Llegado al puente que bajo de si cobija al ausente arroyo Ortiga, cambia de rumbo para acercarse a la Charca.
Cerca de la Cola Madre, donde la yerba aún conserva su fragancia, y el tono de su naturaleza sigue siendo del color de la esperanza, se sienta a contemplar la quietud.
Descubrió su moreno semblante una vez que el sombrero cayó al suelo. Pelo entrecano ensortijado, dientes perfectos de blanco color blanco. Contrastan con el negro de sus ojos ligeramente rasgados.
Mandíbula recia, linealmente cuadrada. Anchos hombros que soportan una esbelta cabeza y dan amparo a dos fornidos brazos, esculpidos entre arados y hoces de siega.
Una chambra de color un tanto ajada, cubre su naturaleza desde el cuello a la cintura. Pantalones de pana con disimulados remiendos que remedian las cicatrices del laboreo.
Dejó los zapatos y garrota junto al sombrero. Remangó los perniles del pantalón hasta las rodillas. Desabrochó la chambra para prescindir de ella, dejando a la vista de soles y brisas su blanquecino torso.
Se adentró en el agua, encontrándose con el bálsamo refrescante de su frescor.
Entrelazo manos y dedos formando un pequeño cuenco con el que llevar el agua a su cara. Después remojó su vigoroso cuerpo con el fresco líquido de la charca, eliminando el pegajoso sudor que lo empapaba.
Del atillo, sacó un jubón limpio y unos pantalones de franela, que olían a jabón y romero. Limpió el polvo de sus zapatos y se mudo de ropa.
Era jueves, habían transcurrido diez y nueve días del mes de agosto del año del señor de 2.010.
Reanudo el camino en pos de la Cruz de los Humillaeros.
Zalamea era su destino.
Todavía lucia el sol cuando comenzó a subir la calle del Pilar. Pasó ante el Castillo de Arribalavilla, desde allí se acercó a la Plaza de la Justicia.
Tomó asiento en uno de los bancos que en esa plaza dormitan y contempló en silencio. Su mirada se centró en una de las casas que hacen esquina, recién restaurada. Movió la cabeza en un par de ocasiones dando a entender muestras de satisfacción, mientras una tenue sonrisa dibujaba su cara.
Pasado un rato continuó su andadura, la plaza de la Constitución con la Iglesia de los Milagros y el Dystilo fueron objeto de su observancia.
Caminando entre calles se acercó al parque. No causaba extrañeza su indumentaria, había mucha gente vestida con ropajes similares a los que él lucía.
Llegado al Tablao se acercó a la estatua desde la que Pedro Calderón de la Barca, contempla Zalamea
Con admiración miró la figura para a continuación respetuosamente, quitarse el sombrero inclinando suavemente la cabeza.
No lejos de allí se sentó sobre la cantería de un banco y dejó pasar el tiempo.
Hacia ya rato que la penumbra se adueñaba de calles y plazas.
Sacó el hombre de la telega un mendrugo de pan, un trozo de endurecido queso de oveja y una porción de chorizo de patata; ayudado por una navaja de afilado corte, dio buena cuenta del condumio.
Después se acercó a la fresca fuente que bajo la efigie de Calderón de la Barca fluye, y bebió de sus claras aguas.
Calle de la Feria arriba comenzó a andar hasta llegar a la Plaza de la Constitución.
Estaba todo preparado cuando llegó. La renovada fachada de la iglesia, y el dystilo milenario tenían ante sí los escenarios donde se desarrolla gran parte de la tragedia.
El altillo de arena que en medio de la plaza se ha creado, espera. No tardando mucho tiempo el bullicio se adueñará del albero con la chanza de villanos, lugareñas y la gallardía de los Tercios de Flandes
La hora se acerca, comienzan los espectadores más tempraneros a buscar acomodo en la semicircular plaza portátil.
También él tomó asiento como un concurrente más.
Canta una niña, vuela una paloma, las gentes pasean entre bullas y chirigotas, un novio desdeñado busca pelea, caminan pastor y rebaño en busca del aprisco, cantos extremeños se extienden por la noche, galopan sobre briosos alazanes, capitanes, sargentos y secretarios. Tañidos de campanas. Marciales los Tercios de Flandes rinden pleitesía a Don Lope y a su rey Felipe II.
Saca chispas la Chispa de la veterana tropa, Don Mendo proclama a los vientos su enajenado y platónico amor. Allí están todos, el malvado capitán Álvaro de Ataide, su desleal sargento, el cómplice Rebolledo.
La amistad de Inés, la valentía y el entrañable amor fraterno de Juan.
Desde su asiento volvió a sentir orgullo y admiración por la belleza y dulzura de Isabel.
“ Al rey la vida y la hacienda se han de dar, pero el honor……..”
Llega el final con la intervención real que zanja el asunto.
Aplaudió el público puesto en pié, saludó la farándula, el director dio las gracias en nombre de todos. Poco a poco fue la gente abandonado la Plaza.
Cuando la estrellada noche tomó posesión del graderío. él también se puso en pié.
Calle arriba, partió en busca del camino que le trajo a Zalamea.
Un año más no faltó a la cita. La casualidad me brindó la oportunidad de sentarme a su lado durante la función.
Me reveló que seguiría asistiendo, mientras las gentes de Zalamea continúen dando a conocer los sucesos que dieron universalidad al nombre de esta villa de la Serena.
Palabra de Pedro Crespo.

Desde San Sebastián
Un ilipense de la diáspora
¡¡¡ZALAMEA CAPITAL CULTURAL DE LA SERENA!!!