Zahínos - Badajoz

Dije que algún día contaría alguna historia sobre las prostitutas de la casa de campo.
Me ocurrió una mañana a la hora de incorporarme al trabajo, hace ya dos años y medio. Estaba en obras el túnel del paseo de Extremadura, y aunque me viene quizás más cerca el metro del Alto de Extremadura que el de Lago, la fuerza de la costumbre y la pereza de bajar interminables escaleras mecánicas, con la sorpresa casi diaria de tener que subir algún que otro tramo a pie y ahorrar algún trasbordo, me han impedido cambiar de estación. Casi siempre subo al metro pensando en andar lo mínimo al salir y busco el final del tren por ese motivo.
Eran sobre las siete de la mañana de un sábado, con la casa de campo repleta de ecuatorianos borrachos (un poco tomados, que dirían ellos), pretendiendo acceder al metro y los vigilantes del metro tratando de impedírselo. El espectáculo normal y rutinario de cada mañana de sábado y domingo. No se esfuerzan en cambiar ni los insultos, ni las bofetadas, ni los porrazos. Llegué como siempre hasta el final del andén, donde sólo vi a una joven sentada anormalmente abrigada con bufanda, lo que me puso en guardia, pues no hacía frío como para tanto abrigo. Intenté no perderla de vista, y al poco de observarla me di cuenta de que lloraba. Como el metro los sábados a esas horas tarda lo que le da la gana, tuve tiempo de observarla con detenimiento y miraba el reloj donde marca los minutos que faltan para llegada del inmediato tren.
Cuando faltaba un minuto para la entrada del tren en la estación, se incorporó y al escuchar que se aproximaba soltó un grito y se lanzó corriendo a las vías, sin darme tiempo a reaccionar. El maquinista no pudo frenar, pero paró lo antes que pudo el tren, sin llegar a completar el recorrido normal. Reconozco que me temblaron las piernas. Corrí a la cabecera del tren, lo único que pude ver fue al maquinista golpear los cristales con los puños. Salté a las vías mirando bajo el tren y vi una pierna tiré de ella y estaba desprendida del cuerpo, la solté y continué mirando bajo el tren. Los pasajeros del andén de enfrente me indicaron donde se encontraba otro trozo de cuerpo y alguno saltó y me ayudó a sacarlo de debajo del tren. El resto del cuerpo estaba entero, al menos eso creí.
La escuché hablar y empecé a gritar que llamasen al SAMUR que estaba viva. No sé cuánto tiempo pasó, la gente gritaba las instrucciones que el operador del SAMUR les iba dando. Los vigilantes trataban de poner orden en el andén. El otro viajero que me ayudó a sacarla de debajo del tren, al ver la pierna amputada se mareó y los vigilantes hubieron de subirlo al andén. Mientras la joven, me hablaba con acento extranjero. Le pregunté su nombre y nacionalidad. Se llamaba Erika y era rumana. Me pidió el favor insistente de que sus pertenencias llegaran a sus hijos en Rumania. Repetía “No soy p... Yo vine a trabajar a España. Me han secuestrado, yo no soy p...". Llegó el SAMUR, se acercó el médico y me aparté, le descubrió el talle, una franja sanguinolenta se lo cruzaba como la banda de un concurso de belleza. Como para entonces ya lloraba como un i.m.b.é...l, creyéndome familiar me dijo que si hablaba era por la sangre acumulada en la parte superior del cuerpo. Subí de nuevo al andén y vi un bolso pequeño abandonado donde había estado sentada. Lo abrí, y encontré un folio escrito en castellano donde pedía que se enviaran las cartas a Rumania. La policía recogió el bolso, pero logré copiar la dirección de una de ellas, a pesar de la temblera de mis manos, con la intención de escribir a sus familiares y decirles que murió con el nombre de sus hijos en la boca… pero aún no he conseguido enviar la carta a pesar de haber encontrado hasta quien me escriba la carta en rumano. Todavía conservo la ropa manchada con su sangre, es de los pocos modos que se me ocurren de honrar su memoria.

Terrible historia, Mirloblanco.
Entiendo que ha debido costarte trabajo escribirla, porque hace ya mucho, mucho tiempo que querías compartirla con nosotros. Espero que te haga bien haberla sacado. Saludos