Siempre había una canción Siempre había una canción que hablaba de hijos y de cumpleaños: «Hoy es el día más hermoso/fecha de tu aniversario, tu cumpleaños, unido a la mareee güena y a los seres más queridos que ese día te rodeaaaaan», cantaba en gorgorito interminable el jilguero de turno desde la emisora de onda media: «A mi querido novio Juan, para que no le toque Africa, Banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda», escribía la novia con la letra redonda del colegio de las monjas y el apretón en el diástole por el miedo que le daba que a su novio le tocara tierra mora en el sorteo de los quintos. «A ti, de quién tú sabes». Esa dedicatoria era de las más comunes, pues podía pecarse desde la impunidad del anonimato y lo mismo daba que fuera de un oficinista a su mujer y sus cuatro recebos, el señorito a la chacha, el Guardia Civil a su pareja o la gorda de los ultramarinos a Alain Delon. La canción siempre era «Mis manos en tu cintura» de Adamo. En aquellos años donde la televisión era como los mosqueteros, es decir, una para todos y en el tele-club, los programas de discos dedicados tenían mucho empuje. Allí triunfaron Mari Trini con «Amores», Julio Iglesias con «Gwendoline», El Dúo Dinámico con «El final del verano» y, sobre todo, Marisol con un montón de singles como «Cabriola», «Corre, corre, caballito» y «Chiquitina». Con el paso de los años y la llegada de la democracia, las dedicatorias subieron de tono y también las canciones. Entonces oíamos cada tarde el «Je taime ma non plus» con el chorro de jadeos de la Birkin, «Parole, parole» y la paliza verborréica que le daba un jenares a la cantante y, sin duda, mi favorita: Manolo Otero y «Qué he de hacer para olvidarte». Era el momento del destape con pezón o teta entera, «Hoy tengo ganas de ti» del Gallardo, las FM con soplido en el estéreo, el pantalón paquetero, la Derbi Coyote, la Bultaco Metralla, la discoteque y la boite, saca el güisqui cheli, Los Chichos, el 1430 y las baladas con cuarto y mitad de carne que solían venir de Italia, las muy tunas. Y en las secciones de discos dedicados sonaba «Bella sin alma» de Cocciante: «Ahora siéntate, chán chán, en esta silla, chán chán...». Todo muy erótico y morboso hasta que llegaba Sandro Giacobbe para reconocer que la cosa estaba muy malita y que se había revolcado con la mejor amiga de su mujer en un jardín prohibido. Entonces la gente fumaba Piper, Lola, Bonanza y Winston de contrabando, veía en la tele Historias para no dormir y mandaba a los niños a la cama en cuanto aparecían los dos rombos. Pero en el transistor que poníamos bajo la almohada seguían sonando aquellos discos dedicados, donde un tipo llamado Abraira hacía unas veces de gavilán y otras de paloma, según el caso. Y soñábamos imaginando el careto de aquella locutora con terciopelo en la voz y cómo sería la forma de sus manos al desnudar el single y ponerlo en el picú. Eso sí, siempre con falda corta y fumando. La radio aparecía entonces como un barco en medio de la tormenta perfecta, donde los locutores eran las olas que arrastraban y los oyentes, ganchos que no soltaban nunca para alargar la tensión y que no llegara el ahogo. La radio de los discos dedicados era un corazón que te decía si tu pasión era verdadera o si después de la galerna, el sentimiento era velero o patera. Aquello nos daba la cara, la culminación, el meollo, lo claramente importante y, sobre todo, la continuidad. Pues igual que entonces, hoy vuelvo a desempolvar el viejo single de vinilo y se lo dedico -como lo haría un buen monárquico- «en estas fechas tan entrañables», a todo aquél que alguna vez participó o quiso hacerlo en la sección de discos dedicados de cualquier radio, para que disfrute de la banda sonora de su vida en compañía sus padres, hermanos, novios, amantes, tenientes de la Legión, mascotas y gente allegada, que no son fechas para andar dedicándole a la gente otra cosa que no sea paz, amor, trabajo y una buena cesta de la empresa. |