05-09-12 14:23 | #10505992 -> 10505988 |
Por:Bandolero 68 ![]() ![]() | ![]() ![]() |
RE: Foto: Nuestra senora de las nieves Joaquín no había cumplido aún los siete años. Tenía los ojos pequeños, pero vivos, la tez morena y una cabellera rubia, enmarañada por los aires de Extremadura. Era delgado y travieso. Lo que más le gustaba era jugar al escondite. Joaquín no tenía hermanos, pero no por ello era un niño mimado. Obedecía sin refunfuñar, como si detrás de él estuviera siempre el Ángel de la Guarda machacando sus malos instintos. Vivía con sus padres, natos pueblerinos, en una casa pequeña y humilde, pero ordenada y limpia, de esas que tanto abundan en los diferentes pueblos de España. Una tarde del mes de febrero, Vicenta, madre de Joaquín, concertó con Juan, su padre, para ir los tres a coger espárragos por esos campos de Dios. Lo venían haciendo sus antecesores desde tiempo inmemorial. Era una costumbre agradable. A media tarde salieron los tres por la carretera de Alconchel. A pesar de los tibios rayos del sol, un aire desagradable enfriaba sus cuerpos. Vicenta se apretó el pañuelo que llevaba en la cabeza, haciendo un doble nudo en las puntas. Joaquín, con su chaleco rojo y sus pantalones largos de pana, iba delante dando saltitos. Antes de llegar a una cuesta, torcieron por un camino a la derecha. Se divisaban por los alrededores varias matas esparragueras esparcidas a gusto del Creador, reconocibles sólo por los entendidos. No era la primera vez que Joaquín se entretenía con aquel juego. Cada vez que sus ojos chocaban con una de las matas, la alegría se reflejaba en su mirada. Sin darse cuenta se fue alejando cada vez más de sus padres. El viento parecía aumentar su velocidad. La atmósfera, influida por la caída del sol, comenzaba a envolverse en una difusa niebla. El instinto de madre de Vicenta le tocó el corazón y empezó a llamar a Joaquín. Sus repetidos gritos se fueron agrandando cada vez más. Al rato se juntaron con los de Juan. La angustia ya empezaba a nacer en el timbre de las voces. Con pasos apresurados, él y ella se juntaron campo adentro mirándose con interrogación. De sus gargantas sólo salía una palabra: Joaquín... Joaquín... Joaquín... Juntaron las manos abiertas alrededor de la boca para repetir el grito. El eco de sus voces se estrellaba contra la cerca de una huerta próxima. Después sólo se oía el murmullo del viento. II Cuando se dio cuenta de que se había perdido, Joaquín dejó rodar por sus mejillas dos gruesas y silenciosas lágrimas. El manojo de espárragos que aprisionaba en la mano se fue aflojando poco a poco hasta caer suavemente sobre la hierba. Ya era sol puesto. La niebla, ahora espesa, parecía haberse tragado todo el panorama de los alrededores. La indecisión lo desalentó. Fue a sentarse en una pequeña roca que había allí cerca, al lado de un cerro poco prominente. No pasó mucho tiempo, cuando el niño se dio cuenta de un cambio atmosférico. El viento había cesado y una luz que cada vez se hacía más y más intensa invadió un punto en lo alto del cerro. Joaquín, sin comprender, abrió los ojos. En aquel momento quiso oír una música celestial y lejana. A pocos pasos de él, entre el resplandor de la luz ya cegadora, apareció una señora vestida de blanco, con un manto azul. El niño abrió la boca de asombro... Sus ojos no pestañearon. A los pocos segundos oyó que le decía: - SOY TU MADRE DEL CIELO. Joaquín era un niño sensible. Aquella voz, aquellas palabras, lo invadieron de ternura. Repentinamente se arrodilló. De nuevo la voz de la Señora, una voz que parecía tener eco: - VEN - le dijo-. Como un sonámbulo, Joaquín se levantó lentamente, atraído por la voz y la figura. Cuando llegó a su lado, la Señora lo cubrió con su manto azul, en un abrazo tierno. El niño no sabía qué decir, se tragaba las palabras. Pero ahora sentía un gozo infinito. Un calor de nido le recorría todo el cuerpo. Luego, en su imaginación infantil, le parecía estar en el lecho de plumas de D.ª Julia, su maestra de escuela, y pensaba con alegría si no estaría ya en el cielo. Permanecía inmóvil, por miedo a que el más mínimo movimiento hiciera desaparecer la visión. De repente ocurrió algo extraordinario. Empezaron a caer copos de nieve, espesos y abundantes. Lo más extraño era que a él no le tocaban. En esa pequeña circunferencia había como un fuego que los derretía. Joaquín no sentía ningún frío. El calor que emanaba la Señora le hizo entrar en una dejada somnolencia. Cerró los ojos y se durmió profundamente. III Juan y Vicenta habían sido acogidos en una huerta de los alrededores. Con las primeras luces del nuevo día salieron a buscar el niño Ya no gritaban. Sus ojos escudriñaban con avidez el paisaje, creyendo adivinar su figura en cualquier bulto aparente. La esperanza no les abandonó. Con pasos cansados llegaron a un lugar donde se divisaba el cerro de la aparición. Juan fue el primero que se fijó en aquella mancha roja que destacaba de los campos. -¡Es él, es su chaleco rojo! ¡Es Joaquín...! El tono de su voz parecía resucitar. Fueron corriendo, él y ella, abandonando el cansancio Joaquín estaba dormido con la cabeza apoyada entre los brazos. Su semblante inspiraba serenidad, parecía un ángel. La emoción de sus padres lo despertó. Las preguntas se multiplicaron, pero él tan sólo acertaba a decirles: -Vi una señora que me tapó con su manto y me dormí. No tuve frío, de verdad, no tuve frío [...] | |
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