Ribera del Fresno - Badajoz

¡Que duro es! ¡Que duro debe ser! Es el tiempo, el maldito tiempo que nos apuñala invisible desde sus horas y minutos en estiletes fríos, duros, impenitentes, mortales al fin y al cabo. El tiempo es una cárcel invisible en la que se pudre nuestra carne escapando al rigor del invierno de los años que nos persiguen mirándonos desde el acantilado de la vejez.
¿Dónde queda todo? Me gustaría saber donde van los besos robados en la juventud, los recuerdos de todo lo que vivimos de niños, la sorpresa al descubrir el florecer de las partes íntimas, el primer contacto de la carne, el aire en el pelo y la luz del sol en las pestañas brillantes de la adolescencia. ¿Dónde va todo eso? No puede ser que desaparezca, que se diluya sin más en el frío del espacio, en la soledad de las distancias donde no existe el sonido.
Muchas veces me pregunto de donde sacan fuerza los ancianos para seguir adelante. Supongo que llega un momento donde la muerte empieza a cobrar cuerpo, donde los ángeles nos suspirarán al oído en las noches oscuras en las que el insomnio y las vejigas no permiten el descanso, mezclando sus alientos de fresa y nata con los crujidos de las vigas secas y viejas de casas secas y viejas como sus inquilinos, mirándonos compasivos y fijamente desde sus ojos azules y sin cejas, con sus hoyuelos al lado de las comisuras de las bocas rosas y llenas de aguas.
Entiendo que a medida que se acerca y toma cuerpo el final, la vida se despliega como las sombras de un pasado que probablemente no recordemos, vestidas con la falta de higiene derivada del impedimento físico, aderezada con frases y palabras que no se comprenden porque solo se oyen a medias, llenas de olores de procesos fisiológicos herrumbrados y quejosos, chirriantes desde sus adentros de carne y huesos.
Debe ser muy duro ver como el final de la vida se acerca, empezando a perfilarse a trasluz entre el tiempo que nos queda y el horizonte negro donde se recorta la poderosa muerte desde su encorvada figura de teatrito de marioneta para niños, finalmente ama y señora de todo lo que es. Cuanto menos tiempo nos queda, cuanto más tiempo tenemos por detrás en vez de por delante, cuanto más cierto es ese punto en el que sabemos que todavía podemos apostar pero que no podemos perder, más difícil debe ser esconderse de uno mismo, huir de las mentiras, de las traiciones, de los desengaños, de todo aquello que obviamos desde nuestro error en pretender que hay cosas que no han pasado ni hemos hecho. Al final no hay donde esconderse, el paso de las horas y días, y la llegada de la muerte, van vaciando a nuestra esfera vital de espacio donde ocultar nuestra porquería.
No puedo dejar de pensar, desde mi cuerpo todavía joven, como debe ser mirarse las manos y ver los dedos torciéndose poco a poco entre las manchas oscuras de la vida. No acierto a comprender como debe ser mirar el cuerpo propio y tomar consciencia de la piel flácida y sus colgaduras, no puedo por más que maravillarme ante la energía que empuja a las personas al final de la vida, cuando el espíritu se agota dando órdenes a la carne reseca y sin músculo.
Es digno de admiración observar como, desde la falta de fuerza, de energía, después de haber agotado la capacidad para esperar, los ancianos, los viejos, luchan contra la guadaña fría de lo inevitable, no ya como algo distante que acabará llegando, sino como compañera helada de las horas y los minutos, escondida en esa esfera invisible que nos rodea en el latir del tiempo y cuyas esquinas redondas se frísan de la escarcha que poco a poco llegará a cubrir todo aquello que fuimos.
Personalmente creo que no puede desaparecer esa energía, lo que llaman el espíritu, que no puede dejar de existir sin más. Hay una máxima física que dice que la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Prefiero pensar que nuestra energía vital, lo que al fin y al cabo somos, ni se crea ni se destruye, solo se transforma, dejando la cárcel perecedera de nuestra carne para pasar a diluirse y mezclarse con la energía del resto del universo, tal y como antiguamente se diluía un vaso de vino con una gota de miel, imperceptible a simple vista, pero formando parte indudable de la esencia perfecta de todo lo que es.

Francisco Gordillo

Adriano cosas de estas, si se pueden leer